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Alison tenía razón: Matthew Sims era un buen fichaje. No perdía el tiempo en cursilerías. Ni en tonterías de la infancia. Me hizo hablar de la semana anterior, sobre la sensación de estar en caída libre, del miedo de no ser capaz de recuperarme de aquella calamidad profesional, de la abrumadora culpabilidad por haber roto mi familia y del temor (y ése era el mayor miedo) a haber sido yo el artífice de mi desastre. Naturalmente, Sims se concentró inmediatamente en ese comentario y me preguntó:

– ¿Está diciendo que cree que consciente o inconscientemente se ha metido en este lío usted mismo?

– Inconscientemente, sí.

– ¿De verdad lo cree?

– ¿Por qué, si no, han aparecido todas esas líneas de otros en mis guiones?

– Porque quizá las tomó prestadas involuntariamente, David. Esa clase de asimilación de las bromas de otros sucede a veces, ¿no?

– O tal vez quería que me descubrieran.

– ¿Qué es lo que quería que descubrieran de usted?

– Que…

– Sí.

– Que… que soy un fraude.

– ¿Lo cree de verdad, especialmente después del éxito que ha tenido últimamente?

– Ahora lo creo.

Se acabó el tiempo y quedamos para seguir hablando al día siguiente a las once.

Pasé casi todo el día en la hamaca o paseando por la playa, pensando y pensando. Y manteniendo una de esas discusiones mentales silenciosas, en la que decía todas las cosas que quería decirle a Lucy, en la que convencía a Sally para que me diera -nos diera- otra oportunidad, en la que me entrevistaba Charlie Rose de la PBS y rebatía las acusaciones de MacAnna con tanta inteligencia e ingenio que Brad Bruce me llamaba al día siguiente y me decía: «Dave, hemos cometido un gran error. Ven en seguida y pongámonos a trabajar en la tercera temporada».

Claro. En mis sueños. Porque no había ninguna probabilidad de que recuperara nada. Lo había estropeado todo, al permitir que un error involuntario degenerara en un enfrentamiento personal. Y entonces empecé a jugar al juego: «¿Y si…?». Por ejemplo: ¿y si no hubiera contestado con tanta vehemencia a las primeras revelaciones de MacAnna?; ¿y si hubiera sido más humilde y hubiera reconocido mi error y (quizás) hubiera escrito a MacAnna una carta dándole las gracias por señalarme mi pequeño error? Pero había sido a la vez arrogante y temeroso, de la misma manera que había sido arrogante y temeroso cuando había empezado mi historia con Sally Birmingham: temeroso de que se supiera y yo perdiera a mi familia, y tan pagado de mí mismo con mi reciente éxito para creer que merecía aquel «premio». ¿Y?, por supuesto, ¿y si me hubiera quedado con Lucy…?, entonces quizá no habría reaccionado de una forma tan extrema cuando MacAnna apareció en Today. Porque entonces él no hubiera hecho nunca aquel comentario de que yo había abandonado a mi mujer y a mi hija: el comentario que me había hecho explotar e interpretar aquella escena en el aparcamiento de la NBC, y que…

Basta, basta. Citando aquel famoso proverbio: lo hecho, hecho está. Y eso me llevaba a su vez a una amarga conclusión: cuando estás jodido, estás jodido.

Pero lo más desesperante era esta idea: ¿era ésa la situación que yo quería en realidad? ¿Tenía tan poca confianza en mi éxito que de algún modo necesitaba fracasar? Como había dicho Sally, ¿era yo el artífice de mi desastrosa ruina?

Le planteé aquello a Matthew Sims cuando hablé con él el lunes por la mañana.

– ¿Me está diciendo que no confía en sí mismo? -preguntó.

– ¿Puede alguien confiar en sí mismo?

– ¿Con eso qué quiere decir?

– ¿No tenemos todos el dedo sobre el botón de la autodestrucción?

– Es posible, pero la mayoría no lo apretamos.

– Yo sí.

– Siempre va a parar a lo mismo, David. ¿De verdad cree que todo lo que le ha pasado ha sido obra suya?

– De nuevo… no lo sé.

En los días siguientes, ése fue nuestro tema de conversación durante todas las sesiones matinales: si me había buscado yo mismo aquella espectacular caída. Matthew Sims seguía animándome a creer que, a veces, sencillamente las cosas salían mal; que era cierto que me había comportado de una forma extrema al agredir a MacAnna, pero que en ese momento estaba sufriendo un grave estrés. Aquello no disculpaba mi comportamiento, pero sí lo explicaba.

– Recuerde -dijo Sims-, todos hacemos cosas que se salen de «nuestro personaje» cuando sufrimos un estrés grave. Al fin y al cabo no le causó daño físico.

– Pero sí deterioré profundamente mi situación.

– De acuerdo -dijo-. Cometió un grave error. ¿Ahora qué?

De nuevo, pronuncié mi frase favorita:

– No lo sé.

Las llamadas de Sims eran el momento central del día. Me pasaba el resto del tiempo paseando y leyendo, viendo películas antiguas y resistiendo la tentación de hacer ciertas llamadas de teléfono o conectarme. No me molesté en comprar periódicos. Cuando Alison me llamaba todas las tardes a las seis, no le pregunté ni una sola vez si mi nombre seguía siendo noticia. Me limitaba a escuchar las novedades del día. El lunes me informó de que todas mis pertenencias estaban embaladas y guardadas en un almacén. El martes me dijo que había contratado a un afamado abogado de divorcios llamado Walter Dickerson para que me representara, y que los cinco mil dólares que le había podido sacar a Sally por mi parte del depósito y los muebles que habíamos comprado pagarían sus honorarios.

– ¿Cómo reaccionó Sally cuando le pediste el depósito?

– Al principio con un buen surtido de insultos. Muchos «¿cómo te atreves?». A los que yo contesté: «¿Cómo te atreves tú a romper un matrimonio y después echar a tu novio cuando soplan malos vientos?».

– Madre mía, ¿en serio le dijiste eso?

– Ya lo creo.

– ¿Cómo reaccionó?

– Con más «¿cómo te atreves?». Entonces le insinué que no era la única que lo pensaba, sino todo Hollywood. Evidentemente, me lo estaba inventando, pero la hizo reaccionar y extender un cheque. Tuvimos que discutir un poco por la cifra, sobre todo porque empecé pidiendo siete mil quinientos, pero finalmente nos pusimos de acuerdo.

– Bueno, gracias, supongo.

– De nada, es parte del servicio. En fin, ahora que te ha dado el pasaporte, no me voy a callar: siempre he pensado que no tenía entrañas y que tú no eras más que un escalón en su escalera.

– Y me lo dices ahora.

– Siempre lo has sabido, David.

– Sí -dije en voz baja-. Supongo que lo sabía.

El miércoles, Alison me dijo que mi contable, Sandy Meyer, estaba preparando un informe completo de mi disponibilidad económica, pero no había logrado ponerse en contacto con Bobby Barra, el cual, según su secretaria, estaba en China por trabajo. Sin duda para vender la Gran Muralla a los chinos.

El jueves, Alison me dijo que Walter Dickerson estaba negociando ferozmente con Alexander McHenry, y tendría alguna noticia a principios de la semana siguiente.

– ¿Por qué no me ha llamado ya Dickerson?

– Porque yo le dije que no lo hiciera.

– ¿Qué?

– Le puse al día de la situación y de cuánto deseabas poder tener un contacto normal con tu hija de nuevo. Después le di el número de McHenry y le dije que le diera una lección. ¿Le habrías dicho tú algo más?

– Supongo que no. Es sólo que…

– ¿Cómo duermes?

– No del todo mal, la verdad.

– Eso es una mejora. Y sigues hablando con Sims todos los días.

– Sí, sí.

– ¿Haces progresos?

– Ya sabes cómo es la terapia: no paras de dar vueltas a lo mismo hasta que estás tan harto de oírte que piensas: estoy curado.

– ¿Te sientes curado?

– Ni mucho menos. Mis nervios todavía están bastante desquiciados.

– Pero al menos estás mejor que la semana pasada.

– Sí, eso es verdad.

– Entonces ¿por qué no te quedas una semanita más?

– ¿Por qué no? No tengo adonde ir.

Tampoco tuve mucho que hacer durante mi segunda semana, excepto seguir avanzando en la extensa filmoteca de Willard, leer, escuchar música, pasear por la costa, comer platos ligeros, beber un máximo de dos copas de vino al día y simultáneamente intentar mantener a raya mis demonios.