– Me temo que su ex esposa está muy alarmada por su comportamiento de ayer delante de la NBC. También está muy angustiada por la cantidad de publicidad que ha recibido el incidente, sobre todo por cómo eso puede afectar a Caitlin.
– Pensaba hablar personalmente con mi hija esta mañana.
– Me temo que no será posible.
Tragué saliva. Dos veces.
– ¿Qué ha dicho?
– He dicho que su ex esposa cree que, en vista de su comportamiento de ayer, se le puede considerar un riesgo físico para ella y para su hija.
– ¿Cómo puede pensar eso? Nunca, nunca he hecho daño…
– Sea como sea, el hecho es que agredió al señor MacAnna en el aparcamiento de la NBC. Y también está el hecho de que acaban de despedirle de la FRT por una acusación de plagio; un incidente trágico que, como podría verificar cualquier psicólogo, es capaz de desestabilizar fácilmente el estado mental de cualquiera. En resumen se le puede considerar un riesgo grave para su ex esposa y su hija.
– Lo que pretendía decir antes de que me interrumpiera era que nunca he hecho daño ni a mi esposa ni a mi hija. Eso sería impensable para mí. Ayer perdí los nervios, eso fue todo.
– Me temo que eso no es todo, señor Armitage. A petición de su ex esposa, hemos conseguido una orden de alejamiento contra usted que le impide toda clase de contacto físico o verbal con Lucy o con Caitlin.
– No pueden impedirme ver a mi hija.
– Ya lo hemos hecho. Y debo informarle de que, si intenta contravenir la orden, si intenta ver a Caitlin o a Lucy, aunque sólo sea por teléfono, se arriesga a ser detenido y posiblemente encarcelado. ¿Le ha quedado claro, señor Armitage?
Colgué el teléfono de golpe. De nuevo, lo arranqué de la conexión. Pero esa vez no lo dejé a un lado: lo tiré al suelo y lo aplasté con el pie derecho. Cuando quedó hecho pedazos, me derrumbé en el sofá sollozando. Que se lo llevaran todo… pero a Caitlin no. No podían hacerme eso. No podían impedirme que la viera…, que hablara con ella. No podían.
Alguien golpeó la puerta con energía. Sin duda era algún vecino que había oído mi violento psicodrama con el teléfono y había decidido llamar a la policía. Pero no pensaba dejarme coger fácilmente. No pensaba abrir la puerta. Los golpes se hicieron más seguidos y más fuertes. Después oí una voz conocida.
– Vamos, David. Sé que estás ahí, abre la puerta de una vez.
Alison.
Fui a la puerta y la abrí un poco. Me di cuenta de que ella notaba inmediatamente mi aspecto desaliñado y mis ojos hundidos, todavía rojos del llanto.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -pregunté en voz baja.
– Creo que la expresión sería: intentar salvarte de ti mismo.
– Estoy bien.
– Sí, claro. Esta mañana también se te veía estupendo en Los Angeles Times. Me encantó el pijama. Justo lo que le gusta a una agente que su cliente estrella lleve puesto en un aparcamiento, mientras intenta darle una paliza…
– No intentaba darle una paliza.
– Ah, bueno, entonces no hay ningún problema. ¿Vas a dejarme pasar o qué?
Me aparté del umbral y entré. Ella me siguió. Me senté en el sofá mirando fijamente el suelo. Alison cerró la puerta y echó un vistazo al teléfono hecho añicos en el suelo.
– ¿Es eso un…, perdón, era un Bang and Olufsen?
– Sí, lo era.
– Buen gusto. Lástima que ya no vuelva a funcionar.
– A la mierda. A la mierda todo.
– ¿Es esto una reacción a lo de la NBC?
Entonces le conté las consecuencias de la foto, que Sally me había desahuciado tanto de nuestra relación como del piso, y que Lucy me quería impedir ver a mi hija. Alison estuvo un buen rato sin decir nada. Luego, en cuanto empecé a culparme a mí mismo por haber provocado aquel desastre, habló finalmente.
– Te llevaré fuera de la ciudad.
– ¿Qué dices?
– Te sacaré de aquí y te llevaré a un lugar tranquilo y seguro, donde no puedas meterte en más líos.
– Estoy bien, Alison.
– No, no lo estás. Cuanto más tiempo te quedes en Los Ángeles, más posibilidades tienes de convertir este asunto en un programa freak.
– Muchas gracias.
– Es la verdad. Te guste o no, estás fuera de control. Y si sigues estando fuera de control públicamente, será una alegría para los periódicos, pero a ti te dejará definitivamente fuera de juego en lo que respecta a trabajar en el futuro.
– Ya estoy acabado, Alison.
– No pienso ni hablar de eso ahora mismo. ¿Cuándo quiere Sally que te marches?
– Mañana a las seis de la tarde.
– De acuerdo, cada cosa a su tiempo. Dame tus llaves del piso.
– ¿Por qué?
– Porque mañana voy a empaquetar todas tus cosas.
– Ya lo haré yo.
– No, tú no harás nada. Nos vamos dentro de treinta minutos.
– ¿Adónde?
– A un sitio que conozco.
– No me llevarás a la Betty Ford, ¿verdad?
– Ni hablar. Sólo te llevo a un lugar donde no puedas meterte en líos, y donde tengas tiempo de recuperarte un poco. Confía en mí, ahora lo que necesitas es dormir y tiempo para pensar.
Suspiré. Profundamente. Y también pensé: te guste o no, tiene razón. Me sentía tenso como una cuerda de violín, y empezaba a preguntarme en serio si resistiría todo el fin de semana sin hacer algo definitivo y estúpido… como tirarme por la ventana.
– De acuerdo -dije bajito-. ¿Qué quieres que haga?
– Llena un par de bolsas. No tienes que llevarte libros o cedes, habrá muchos en el sitio donde te llevo. Pero llévate el portátil, para poder conectarte. Después dúchate y aféitate esa media barba horrorosa. Te empiezas a parecer a un terrorista Unabomber.
Obedecí. Al cabo de media hora, estaba limpio, afeitado, me había cambiado de ropa y cargaba un par de bolsas y un ordenador portátil en el coche de Alison.
– Vale, el trato es éste -dijo-. Vamos a conducir por la Pacific Coast un par de horas. Yo cogeré mi coche, tú el tuyo… con una norma importante: no hagas un número de desaparición súbita y te desvanezcas en el olvido…
– ¿Quién te crees que soy? ¿Jack Kerouac?
– Sólo quería…
– Te lo prometo, no voy a desaparecer.
– Bien, pero si nos separamos, llámame al móvil.
– Soy bueno siguiendo -dije.
La verdad es que no necesité llamarla al móvil ni una sola vez, porque pude seguirla perfectamente por la autopista Pacific Coast hasta que cogimos el desvío a una pequeña ciudad llamada Meredith. Pasamos por una calle estrecha de tiendas (entre ellas una librería y una pequeña tienda de ultramarinos), seguimos por una tortuosa calle asfaltada de dos carriles hasta una pista que se adentraba en un bosque denso y terminaba en una casita. De hecho, casita era una palabra poco adecuada, porque el lugar era una construcción de madera clara, frente a una playita de guijarros, en la que rompían las aguas del Pacífico. La casa en sí estaba en un terreno de unos mil metros cuadrados… pero el paisaje costero era absolutamente sublime, y me gustó la visión de una hamaca colgada entre dos árboles, que permitía que su ocupante se echara a disfrutar de la vista del océano.
– No está mal el sitio -dije-. ¿Es tu refugio secreto?
– Ojalá fuera mío. No, es de Willard Stevens, ese cabrón afortunado.
Willard Stevens era un guionista cliente de Alison, quien (como mi defensor borrachín, Justin Wanamaker) había sido el no va más en la época de las turbulentas películas de los setenta, pero que en aquel momento se ganaba respetablemente la vida revisando textos.
– ¿Y dónde está Willard?
– En Londres, durante tres meses, revisando la nueva película de Bond.
– ¿Tres meses para una revisión?
– Creo que, ya puesto, tiene pensado pasar unos días en la Costa Azul. En fin, me dejó la llave de la casa mientras estaba fuera. Sólo la he utilizado una vez. Y como no volverá hasta dentro de diez semanas…
– No pienso pasarme diez semanas aquí.
– Vale, vale. Esto no es una celda acolchada. Tienes coche. Eres libre de ir y venir si te apetece. Lo único que te pido, para empezar, es que pases una semana aquí. Como si fueran unas vacaciones, una oportunidad para tranquilizarte y aclararte las ideas lejos del ruido de la ciudad. ¿Me prometes que te quedarás una semana?