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– Todavía no la he visto por dentro.

En cuanto entré en la casa, me comprometí a quedarme una semana. El sitio era precioso. Paredes blanqueadas, suelo de piedra, una butaca enorme y cómoda y un sofá enorme y cómodo (los dos blancos). Una cocina pequeña y funcional. Cinco estantes de libros. Cinco estantes más de cedes, una mezcla excelente de música de jazz y clásica. Cinco estantes de vídeos. Una pequeña cadena de música. Un televisor de tamaño modesto y un vídeo. Un dormitorio con una cama grande estilo Mission y un baño todo blanco, con una bañera hundida en el suelo.

– Perfecto -dije.

– Me alegro de que te guste. ¿Me prometes que no vas a aplastar teléfonos ni nada?

– Oye, no soy un psicópata, ¿vale?

– De acuerdo, de acuerdo. De todos modos, sólo hay un teléfono, y la televisión no recibe cadenas porque Willard decidió que sólo quería ver películas antiguas. Pero su filmoteca es muy buena. Y hay mucho que leer y escuchar, como puedes ver. La radio de la cadena sí que coge emisoras locales, si quieres estar al día de las noticias y escuchar programas de cocina. Ya habrás visto la tienda de ultramarinos del pueblo. El supermercado grande más cercano está a unos ochenta kilómetros, pero deberías encontrar todo lo que necesites…

– Seguro que estaré bien -dije.

– Ahora escucha -insistió, sentándose en el sofá y haciéndome señales para que me sentara en la butaca-. Necesito que me prometas dos cosas.

– No, no destrozaré la casa. No, no recrearé la escena final de James Mason en Ha nacido una estrella y me meteré en el mar para no volver. No, no desapareceré…

Me interrumpió para decir:

– Y no, no pondrás los pies en los límites de la ciudad de Los Ángeles. Y no, no llamarás a la FRT o a la Warner o a nadie del trabajo. Y no, y éste es el no más importante de todos, intentarás ponerte en contacto con Sally, Lucy o Caitlin.

– ¿Cómo pretendes que no hable con mi hija?

– Hablarás con tu hija, pero sólo si me dejas llevarlo a mí. ¿Cómo se llama el abogado de tu divorcio?

– Olvídalo. Es un imbécil. Dejó que el abogado de Lucy me destripara.

– De acuerdo, entonces llamaré al mío y le pediré que nos busque a un nazi. Pero tengo que repetírtelo otra vez…

– Lo sé, si llamo a Caitlin, convertiré una situación catastrófica en un cataclismo.

– Bien dicho. También hablaré con tu contable…, sigue siendo Sandy Meyer, ¿verdad? Le pediré que me ponga al día de tus obligaciones, con Hacienda y otras cosas divertidas. Mañana, antes de las seis de la tarde, sacaré todas tus cosas del piso y las meteré en un almacén, y trataré con Sally algunos detalles, como tu parte del depósito, los muebles que comprasteis juntos, etc.

– Deja que se lo quede todo.

– No.

– Lo he echado a perder con ella. Como lo he echado a perder con todos y con todo. Y ahora…

– Ahora vas a pasarte una semana como mínimo dando largos paseos, leyendo en la hamaca, reduciendo tu ingesta diaria de alcohol a un vaso o dos de vino de Napa bueno e intentando dormir. ¿Está claro?

– Sí, sí, doctora.

– Hablando de doctores, una última cosa… y no te pongas a gritar. Un terapeuta que se llama Matthew Sims te llamará sobre las once, mañana por la mañana. Lo he contratado para una sesión de cincuenta minutos, y si te gusta, te hará una sesión diaria por teléfono. Te doy mi palabra: para ser terapeuta, es de lo mejorcito.

– ¿Es tu terapeuta?

– No te sorprendas tanto.

– Es que… no había pensado…

– Cariño, soy una agente de Hollywood. Por supuesto que tengo terapeuta. Y éste lo hace muy bien por teléfono, y creo que tienes claro que necesitas hablar con alguien ahora mismo, de modo que…

– De acuerdo, hablaré con él.

– Bien.

– Alison.

– ¿Sí?

– No tenías por qué hacer esto.

– Sí, yo creo que sí.

– Lo siento tanto…

– Cállate.

– De acuerdo.

– Ahora tengo que irme y volver a la ciudad. Esta noche tengo una cita potente.

– ¿Alguien interesante?

– Tiene sesenta y tres años, es un jefazo de los estudios, jubilado. Seguro que ya le han hecho un triple bypass y está en la primera fase del Alzheimer. Pero no voy a decir que no a un poco de juerga.

– Por Dios, Alison…

– Mira quién habla, el mojigato. Tengo cincuenta y siete años, pero no soy tu madre. Así que tengo derecho al sexo.

– No he dicho nada.

– Faltaría más -dijo, dedicándome una de sus sonrisas sesgadas. Después se adelantó y me cogió las manos-. Quiero que estés bien.

– Lo intentaré.

– Y recuerda, pase lo que pase profesionalmente, de un modo u otro sobrevivirás. Aunque parezca sorprendente, la vida sigue. Intenta no olvidarlo.

– Claro.

– Ahora súbete a la hamaca.

En cuanto Alison se marchó, hice lo que me había ordenado. Cogí un ejemplar de El hombre delgado de Hammett, del estante de Willard Stevens, y me eché en la hamaca. A pesar de que es una de mis novelas de misterio favoritas, de golpe el estrés y la fatiga de los días precedentes se apoderó de mí, y me dormí después de la primera página. Cuando me desperté, el aire se había vuelto frío y el sol empezaba a hundirse en el Pacífico. Me sentía frío y desorientado…, pero a los pocos segundos, el abrumador escenario en el que se había convertido mi vida volvió como una tromba a mi cerebro. Mi primera reacción habría sido coger el teléfono, llamar a Lucy y decirle que estaba jugando al juego más vil imaginable, y después le pediría que me dejara hablar con Caitlin. Pero hice un esfuerzo por calmar mi furia, acordándome de lo que había sucedido cuando había decidido enfrentarme a MacAnna (consciente también de que el mundo se me echaría encima si vulneraba la orden del tribunal). De modo que me levanté de la hamaca y entré en la casa. Me lavé la cara y me puse un jersey. Después, viendo que la despensa estaba vacía, me metí en el coche y fui a la tienda.

No era sólo una tienda de ultramarinos, sino también una delicatessen, lo que (junto con todo lo que había visto en la calle principal de Meredith: la librería, las tiendas que vendían velas perfumadas y sales de baño carísimas, la tienda de ropa con camisas Ralph Lauren en el escaparate) reflejaba que el pueblo era un refugio de lujo de fin de semana para los agitados habitantes de Los Ángeles, aunque seguía siendo, lo presentía, uno de esos lugares en los que la gente mantenía una cierta distancia educada.

Sin duda, era el caso en Fuller's Grocery. Después de comprar alimentos básicos, y una pasta al pesto para la cena, la mujer de cincuenta y tantos años de la caja (guapa, de pelo gris, camisa tejana, arquetipo de la propietaria de clase alta de una tienda de clase alta como aquélla) no me preguntó si era nuevo en el pueblo, o si había ido a pasar el fin de semana, o alguna curiosidad típica de los barrios. Se limitó a echarme un vistazo silencioso y a hacer un comentario:

– Ha acertado con el pesto. Lo he hecho yo misma.

Había acertado con el pesto. Y también con la botella de Oregon Pinot Noir. Me limité a tomar dos copas. A las diez estaba en la cama, pero como no podía dormir, me levanté y vi El apartamento de Billy Wilder en vídeo (una de mis películas preferidas). Aunque la había visto media docena de veces, lloré sin reparos cuando, al final, Shirley MacLaine corre por las calles de Manhattan para declararle su amor a Jack Lemmon (la verdad es que me sentía bastante frágil). Y como después seguía sin poder dormir, me quedé viendo la gran comedia olvidada de Cagney de los años treinta, Jimmy el gentilhombre. Cuando terminó, eran casi las tres, y cuando me metí en la cama me dormí en seguida.

Como todas las mañanas esa temporada, me despertó el teléfono: concretamente, Matthew Sims, el terapeuta que Alison me había contratado. Tenía una voz serena, tranquila: la voz estándar de terapeuta. Me preguntó si me había despertado. Cuando se lo confirmé, me dijo que, como era domingo, no estaba precisamente ocupado, y podía llamarme al cabo de veinte minutos. Le di las gracias fui a la cocina a prepararme una cafetera, y bebí dos tazas antes de que volviera a sonar el teléfono.