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Sonja Modig ladeó la cabeza.

– ¿Y piensas hacer algo?

– Eso no te lo voy a decir. Confía en mí. Es viernes por la tarde. Cógete el fin de semana. Vete a casa. Esta conversación nunca ha tenido lugar.

Era la una y media de la tarde del sábado cuando el vigilante jurado de Securitas, Niklas Adamsson, levantó la vista del libro sobre economía política, asignatura de la que tenía un examen dentro de tres semanas. Oyó el rotar de los cepillos de la máquina limpiadora que avanzaba con su discreto y habitual zumbido y constató que se trataba del moro que cojeaba. Siempre solía saludar de modo educado, pero se mostraba muy callado y no solía reírse cuando Niklas intentaba bromear con él. Lo vio sacar un bote de Ajax, echar dos veces spray sobre el mostrador de la recepción y limpiarlo con un trapo. Luego cogió una fregona y se puso a limpiar unos rincones de la recepción a los que no llegaban los cepillos de la máquina limpiadora. Niklas Adamsson volvió a sumergirse en su libro y siguió leyendo.

El limpiador tardó diez minutos en llegar hasta donde estaba Adamsson, al final del pasillo. Se saludaron con un movimiento de cabeza. Adamsson se levantó para dejar que el empleado se encargara del suelo de alrededor de la silla que estaba delante de la habitación de Lisbeth Salander. Había visto a ese hombre prácticamente todos los días que había tenido turno de vigilancia, pero por mucho que lo intentara no era capaz de recordar su nombre. En fin, un nombre moro, en cualquier caso. Adamsson no creía necesario comprobar su tarjeta identificativa. En parte porque no iba a limpiar en la habitación de la mujer retenida -eso lo hacían por la mañana dos señoras de la limpieza- y en parte porque no veía que el limpiador que cojeaba supusiera mayor amenaza.

En cuanto el limpiador terminó con el final del pasillo abrió con llave una puerta contigua a la de la habitación de Lisbeth Salander. Adamsson lo miró de reojo, pero tampoco pensaba que eso constituyera una desviación de sus rutinas diarias: era el cuarto de la limpieza. Durante los siguientes cinco minutos, vació el cubo, limpió los cepillos y llenó el carrito de la limpieza con bolsas de plástico para las papeleras. Por último metió el carrito en el trastero.

Idris Ghidi tenía muy en mente la presencia del vigilante jurado de Securitas. Se trataba de un chico rubio de unos veinticinco años que solía estar allí dos o tres veces por semana y que estudiaba libros de economía política. Ghidi sacó la conclusión de que trabajaba en Securitas a tiempo parcial, compaginándolo con los estudios, y que le prestaba a su entorno más o menos la misma atención que un ladrillo.

Idris Ghidi se preguntó qué haría Adamsson si alguien intentara en serio entrar en la habitación de Lisbeth Salander.

Idris Ghidi también se preguntó qué sería lo que en realidad andaba buscando Mikael Blomkvist. No tenía ni idea. Como había leído -claro está- los periódicos, hizo la conexión entre el periodista y la paciente del 11 C, de modo que esperaba que Mikael le pidiera que le entregara algo a Lisbeth de forma clandestina. En ese caso se vería obligado a negarse, ya que no tenía acceso a su habitación y nunca la había visto. Pero fuera lo que fuese lo que él se había imaginado no tenía nada que ver con lo que Blomkvist le pidió.

No vio nada ilegal en el encargo. Miró de reojo por la rendija de la puerta y constató que Adamsson se había vuelto a sentar en su silla y que de nuevo estaba leyendo su libro. Se alegraba de que no hubiera nadie más en los alrededores, algo que por lo general solía ocurrir, ya que el cuarto de la limpieza se hallaba situado en un callejón sin salida, justo al final del pasillo. Se metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó un teléfono móvil nuevo de Sony Ericsson, modelo Z600. Idris Ghidi había visto el teléfono en un anuncio y sabía que valía más de tres mil quinientas coronas y que contaba con las últimas y más avanzadas prestaciones del mercado.

Echó un vistazo a la pantalla y notó que el móvil estaba encendido pero que tenía desactivados tanto el timbre de llamada como la función de vibración. Luego se puso de puntillas y quitó, girándola, una blanca y redonda tapa colocada en una rejilla de ventilación que conducía a la habitación de Lisbeth Salander. Colocó el móvil dentro del conducto, fuera de la vista de todo el mundo, exactamente como le había pedido Mikael Blomkvist.

El proceso le llevó en total unos treinta segundos. Al día siguiente necesitaría tan sólo alrededor de diez segundos. Lo que tendría que hacer entonces sería coger el móvil, cambiarle la batería y volver a colocarlo en el conducto de ventilación. La otra batería debería llevársela a casa y cargarla durante la noche.

Esa era toda la misión de Idris Ghidi.

Sin embargo, eso no ayudaría en absoluto a Salander. Al otro lado de la pared había una rejilla fijada con tornillos. Hiciera lo que hiciese, nunca sería capaz de alcanzar el móvil. A no ser que le dieran un destornillador de estrella y una escalera.

– Ya lo sé -le había dicho Mikael-. Pero ella no va a tocar el teléfono.

Idris Ghidi tenía que repetir todos los días el mismo proceso hasta que Mikael Blomkvist le avisara de que ya no resultaba necesario.

Y por ese trabajo, Idris Ghidi se embolsaría mil coronas por semana. Además, una vez concluido el encargo, podría quedarse con el aparato.

Meneó la cabeza. Naturalmente, sabía que Mikael Blomkvist estaba tramando algo, pero por mucho que lo intentara no podía adivinar de qué se trataba. Colocar un móvil en el conducto de ventilación del cuarto de la limpieza, encendido pero no conectado, era una artimaña de un nivel y una sutileza que Ghidi no alcanzaba a comprender. Si Blomkvist quisiera comunicarse con Lisbeth Salander, resultaría bastante más sencillo sobornar a alguna de las enfermeras para que le pasara un móvil. No había ninguna lógica en toda esa maniobra.

Ghidi sacudió la cabeza. Por otra parte no le importaba hacerle ese favor a Mikael Blomkvist mientras éste le pagara mil coronas por semana. Y no pensaba hacerle ni una pregunta.

El doctor Anders Jonasson aminoró algo el paso cuando descubrió a un tipo de unos cuarenta años apoyado contra la verja que había ante el portal de su domicilio de Hagagatan. El hombre le resultaba ligeramente familiar y éste lo saludó como si se conocieran.

– ¿El doctor Jonasson?

– Sí, soy yo.

– Perdona que te aborde así en plena calle delante de tu casa. Pero no quería ir a molestarte a tu trabajo y necesito hablar contigo.

– ¿De qué se trata y quién eres?

– Mi nombre es Mikael Blomkvist. Soy periodista y trabajo en la revista Millennium. Se trata de Lisbeth Salander.

– Ah, sí, ahora te reconozco. Tú eres el que llamó a Protección Civil cuando le pegaron el tiro. ¿Fuiste tú quien le puso la cinta plateada en la herida?

– Sí, fui yo.

– No estuvo nada mal pensado. Pero lo siento. No puedo hablar de mis pacientes con periodistas. Tendrás que dirigirte al gabinete de prensa del hospital como todos los demás.

– Me estás malinterpretando. No quiero ninguna información; si he venido hasta aquí es por un asunto personal. No hace falta que me digas ni una sola palabra ni que me proporciones ninguna información. Es justo al revés: soy yo el que te va a dar cierta información a ti.

Anders Jonasson frunció el ceño.

– Por favor -pidió Mikael Blomkvist-. No tengo por costumbre abordar a cirujanos así, en plena calle, pero es muy importante que hable contigo. Hay un café a la vuelta de la esquina. ¿Te puedo invitar a un café?

– ¿De qué quieres hablar?

– Del futuro de Lisbeth Salander y de su bienestar. Soy su amigo.

Anders Jonasson dudó un buen rato. Se dio cuenta de que si hubiese sido otra persona -si un desconocido se hubiese acercado a él de esa manera-, se habría negado. Pero el hecho de que Mikael Blomkvist fuera una persona conocida hizo que Anders Jonasson se sintiera razonablemente seguro de que no se trataba de nada malo.