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Por aquel entonces, el Departamento de protección personal contaba con el presupuesto más pequeño de toda la Säpo. Sus recursos eran muy limitados. La brigada responde de la protección de la Casa Real y del primer ministro, así como -según las necesidades- de ciertos ministros y líderes de partidos políticos. Esas necesidades superan a menudo los recursos; en realidad, la mayoría de los políticos suecos carece de todo tipo de protección personal seria. La diputada en cuestión recibió protección en algunos actos públicos en los que participaba, pero al acabar la jornada laboral la abandonaban a su suerte; o sea, justo en ese momento en el que aumenta la probabilidad de que un chiflado que se dedica a perseguir a una persona pase a la acción. La desconfianza de la diputada en la capacidad de la policía para protegerla se incrementó rápidamente.

Vivía en un chalet de Nacka. Una noche en la que llegó tarde a casa, tras haber librado una larga batalla con los de la comisión de finanzas, descubrió que alguien había entrado en su domicilio forzando la puerta de la terraza y había escrito denigrantes epítetos sexuales en la pared del salón, además de haberse masturbado en su dormitorio. Por eso cogió el teléfono y contrató a Milton Security, para que ellos se encargaran de su protección personal. No informó a la Säpo de esa decisión, de modo que cuando a la mañana siguiente fue a dar una charla a un colegio de Täby se produjo una colisión frontal entre los matones del Estado y los privados.

En aquella época, Torsten Edklinth era jefe adjunto en funciones del Departamento de protección personal. Por puro instinto, odiaba una situación en la que esos matones privados realizaran las tareas encomendadas a los matones públicos. Pero también se dio cuenta de que las quejas de la diputada estaban justificadas: su cama manchada constituía una prueba más que suficiente de la ineficacia del Estado. En vez de empezar a medirse las fuerzas, Edklinth se calmó, reflexionó e invitó a comer al jefe de Milton Security, Dragan Armanskij. Llegaron a la conclusión de que la situación tal vez resultara más seria de lo que en un principio había sospechado la Säpo y de que había razones de sobra para reforzar la protección de la diputada. Edklinth también era lo bastante inteligente como para percatarse de que la gente de Armanskij no sólo poseía la competencia requerida para realizar el trabajo, sino también una preparación similar -como mínimo- a la de la policía y hasta era probable que un equipamiento técnico mucho mejor. Resolvieron el problema haciendo que la gente de Armanskij asumiera toda la responsabilidad de la protección personal y que la Säpo se encargara de la investigación criminal y de pagar la factura.

Los dos hombres descubrieron que se caían bien y que tenían facilidad para colaborar, algo que, a lo largo de los años, volvería a suceder en otras muchas ocasiones. Desde entonces, Edklinth tenía un gran respeto por la competencia profesional de Dragan Armanskij, de modo que cuando éste lo invitó a cenar para mantener una conversación privada y en confianza se mostró dispuesto a escucharlo.

Lo que nunca se habría imaginado, sin embargo, era que Armanskij le pusiera en las manos una bomba con la mecha encendida.

– A ver si te he entendido bien: ¿me estás diciendo que la policía de seguridad se dedica a actividades criminales?

– No -dijo Armanskij-. No me has entendido. Lo que te estoy diciendo es que algunas personas pertenecientes a la policía de seguridad se dedican a eso. No creo ni por un momento que esto cuente con el beneplácito de la dirección de la Säpo o que tenga algún tipo de aprobación estatal.

Edklinth contempló las fotos que Christer Malm le hizo al hombre que se metió en un coche cuya matrícula empezaba con las letras KAB.

– Dragan… Esto no es una practical joke, ¿verdad?

– Ojalá fuera una broma.

Edklinth meditó un rato.

– ¿Y qué diablos quieres que haga yo?

A la mañana siguiente, Torsten Edklinth limpió con gran meticulosidad sus gafas mientras reflexionaba. Era un hombre de pelo canoso, de grandes orejas y enérgico rostro. Sin embargo, en ese instante, su semblante parecía más desconcertado que otra cosa. Se encontraba en su despacho de la jefatura de policía de Kungsholmen y había pasado gran parte de la noche cavilando sobre cómo iba a manejar la información que Dragan Armanskij le había proporcionado.

No eran ideas agradables. La policía de seguridad era la institución sueca a la que todos los partidos políticos (bueno, casi todos) le concedían un valor imprescindible y de la que, al mismo tiempo, todos parecían desconfiar atribuyéndole disparatadas teorías conspirativas. Era innegable que los escándalos habían sido muchos, sobre todo en la década de los setenta, dominada por ideas tan radicalmente izquierdistas, cuando, a decir verdad, se produjeron algunos… llamémoslos desaciertos constitucionales. Pero después de que la Säpo fuera objeto de cinco investigaciones realizadas por comisiones estatales, todas duramente criticadas, una nueva generación de funcionarios había tomado el relevo. Se trataba de una escuela más joven de activistas reclutados de entre las brigadas de delitos económicos, de armas y de fraudes de la auténtica policía: agentes acostumbrados a investigar delitos de verdad, y no fantasías políticas.

La policía de seguridad se modernizó y, sobre todo, la protección constitucional adquirió un nuevo y más destacado papel. Su misión, tal y como se formulaba en las instrucciones del gobierno, consistía en prevenir y descubrir las amenazas que pudieran atentar contra la seguridad interior del Reino. Por tal se entendía toda actividad ilegal que, por medio de la violencia, las amenazas o la fuerza, pretendiera modificar nuestra Constitución, provocar que los órganos políticos o las autoridades estatales tomaran decisiones en una determinada dirección o impedir que los ciudadanos ejercieran las libertades y los derechos establecidos en la Constitución.

La misión de la protección constitucional era, por consiguiente, defender la democracia sueca de reales o presuntos intentos antidemocráticos. Ahí entraban, especialmente, los anarquistas y los nazis. Los anarquistas porque se empeñaban en practicar la desobediencia civil provocando incendios en peleterías; los nazis porque eran nazis y, por definición, enemigos de la democracia.

Con la carrera de Derecho a sus espaldas, Torsten Edklinth empezó como fiscal y luego entró en la Säpo, donde llevaba veintiún años. Al principio trabajó sobre el terreno llevando todo lo referente a protección personal y luego pasó a protección constitucional, donde sus tareas estuvieron a caballo entre el análisis y la gestión administrativa para, algún tiempo después, acabar siendo el director del departamento. En otras palabras, era el jefe supremo de la parte policial de la defensa de la democracia sueca. El comisario Torsten Edklinth se consideraba a sí mismo demócrata. En ese sentido, la definición era sencilla: la Constitución era dictada por el Riksdag y el cometido que él tenía consistía en velar por que se mantuviera intacta.

La democracia sueca se basa en una sola ley y puede expresarse con las letras LFLE, que significan Ley Fundamental de la Libertad de Expresión. La LFLE establece el derecho imprescindible que cada persona tiene a decir, opinar, pensar y creer lo que le apetezca. A este derecho se acogen todos los ciudadanos suecos, desde el nazi más chalado hasta el anarquista que tira piedras, pasando por los que quedan en medio.

Todas las demás leyes fundamentales, como por ejemplo la Constitución, son solamente las florituras prácticas de la libertad de expresión. Por lo tanto, la LFLE es la ley en la que se sustenta la democracia. Edklinth consideraba que su misión primordial consistía en defender los derechos legales que los ciudadanos suecos tienen a opinar y decir exactamente lo que deseen, aunque no compartiera ni por un momento el contenido de sus opiniones o de sus palabras.