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La inspectora Monica Figuerola, a pesar de su tan poco sueco apellido, nació en Dalecarlia en el seno de una familia cuyos antepasados se instalaron en Suecia como poco en los tiempos de Gustav Vasa. Era una mujer cuya presencia se hacía notar. Y eso se debía a varias circunstancias. Tenía treinta y seis años de edad, ojos azules y medía un metro y ochenta y cuatro centímetros. Su pelo era de un rubio trigueño, corto y rizado. Era guapa y se vestía de una forma que sabía que la hacía atractiva.

Y tenía un cuerpo excepcionalmente atlético.

Esto último se debía a que, de joven, se dedicó al atletismo de élite; incluso estuvo a punto de entrar en el equipo nacional sueco para competir en los Juegos Olímpicos cuando contaba diecisiete años. Ya hacía mucho que había abandonado el atletismo, pero seguía entrenándose afanosamente en el gimnasio cinco días por semana. Se entregaba tanto al ejercicio que las endorfinas funcionaban como una droga que le producía síndrome de abstinencia cada vez que lo dejaba. Corría, jugaba al tenis, practicaba kárate y levantaba pesas; además, durante más de diez años se dedicó en serio al culturismo. Sin embargo, redujo la actividad de esta variante extrema de culto al cuerpo dos años antes, en una época en la que se pasaba dos horas diarias en el gimnasio. Ahora tan sólo lo practicaba unos cuantos minutos al día. No obstante, visto en su conjunto, el ejercicio que practicaba seguía siendo de tal calibre y su cuerpo estaba tan musculado que sus malintencionados colegas solían llamarla «señor Figuerola». Cuando se ponía camisetas de tirantes o vestidos de verano, a nadie le pasaban inadvertidos sus bíceps ni sus omoplatos.

Algo que molestaba a muchos de sus compañeros de trabajo masculinos -aparte de su constitución física- era el hecho de que, además, fuera algo más que una cara bonita. Acabó el bachillerato obteniendo las mejores notas posibles, ingresó en la Academia de policía con poco más de veinte años y, terminada su formación, trabajó en la policía de Uppsala durante nueve años, mientras estudiaba Derecho en su tiempo libre. Por puro gusto, hizo también la carrera de Ciencias Políticas. No le costaba nada memorizar y analizar conocimientos. Raramente leía novelas policíacas u otra literatura de entretenimiento. En cambio, se sumergía con gran interés en libros que versaban sobre temas de lo más variopinto, desde el Derecho internacional hasta la historia de la Antigüedad.

Estando en la policía pasó de trabajar en el servicio de patrulla -lo que representó una gran pérdida para la seguridad callejera de Uppsala- a ocupar un puesto como inspectora, en un primer momento en la brigada de delitos violentos y más tarde en la brigada especializada en delitos económicos. En el año 2000 solicitó plaza en la policía de seguridad de Uppsala y en el año 2001 se trasladó a Estocolmo. Al principio trabajó en el contraespionaje pero, casi de inmediato, Torsten Edklinth -que daba la casualidad de que conocía al padre de Monica Figuerola y que había seguido de cerca la carrera de la chica- se la llevó al Departamento de protección constitucional.

Cuando finalmente Edklinth decidió que, tras lo que le había contado Armanskij, tenía que actuar, meditó un instante y luego llamó a Monica Figuerola para que se presentara en su despacho. Ella llevaba menos de tres años en protección constitucional, lo cual significaba que seguía siendo más un policía de verdad que un guerrero chupatintas.

Ese día iba vestida con unos vaqueros ceñidos, unas sandalias de color turquesa con un ligero tacón y una americana azul marino.

– ¿En qué andas trabajando ahora? -preguntó Edklinth mientras la invitaba a sentarse.

– Estamos investigando el robo que se cometió hace dos semanas en ese supermercado de barrio de Sunne.

La policía de seguridad no solía investigar robos producidos contra supermercados; ese tipo de trabajo policial le correspondía exclusivamente a la policía ordinaria. Monica Figuerola era la jefa de una sección compuesta por cinco colaboradores que se dedicaban a analizar la delincuencia política. La herramienta más importante con que contaban consistía en una serie de ordenadores que estaban conectados con la información de incidencias de la policía abierta. Prácticamente todas las denuncias que se hacían en todos los distritos policiales de Suecia pasaban por los ordenadores que estaban al mando de Monica Figuerola. Los equipos poseían un software que escaneaba automáticamente todos los informes policiales y que tenía por objeto reaccionar a trescientos diez términos específicos, como por ejemplo moraco, cabeza rapada, esvástica, inmigrante, anarquista, saludo hitleriano, nazi, nacionaldemócrata, traidor nacional, puta judía o folla-negros. Si uno de esos términos figuraba en un informe policial, el ordenador les daba el aviso y el informe en cuestión se sacaba y se examinaba de modo individual. Dependiendo de la situación, luego se podía solicitar el sumario y seguir estudiando el caso.

Una de las tareas de la protección constitucional es la de publicar todos los años el informe Amenazas contra la seguridad nacional, que constituye la única estadística fiable sobre la delincuencia política. Dicha estadística se basa exclusivamente en denuncias efectuadas en comisarías locales. En el caso del robo del supermercado de Sunne, el ordenador reaccionó ante tres términos clave: inmigrante, charretera y moraco. Dos jóvenes enmascarados, con amenazas y a punta de pistola, habían robado en un supermercado de barrio cuyo propietario era inmigrante. Se hicieron con una suma de dinero que ascendía a dos mil setecientas ochenta coronas, además de con un cartón de cigarrillos. Uno de los atracadores llevaba una cazadora de media cintura con una bandera sueca en las charreteras del hombro. El otro joven le gritó varias veces «puto moraco» al dueño de la tienda y lo obligó a tumbarse en el suelo.

Todo eso en su conjunto fue suficiente para que los colaboradores de Figuerola sacaran el sumario e intentaran averiguar si los atracadores tenían algún vínculo con las pandillas de nazis locales de la provincia de Värmland y si, en tal caso, el robo podría ser etiquetado de racista, ya que uno de los atracadores había manifestado opiniones racistas. De ser así, dicho robo constituiría uno más de los datos que engrosarían la estadística del año siguiente, algo que luego se analizaría y se adjuntaría a la estadística europea que las oficinas de la UE de Viena publicaban anualmente. También podría darse el caso de que los atracadores fueran boy scouts que se habían comprado una cazadora Frövik con la bandera sueca, que fuese pura casualidad que el propietario del supermercado resultara ser inmigrante y que se hubiese pronunciado el término «moraco». En ese caso, el departamento de Figuerola suprimiría el robo de las estadísticas.

– Tengo una misión complicada para ti -dijo Torsten Edklinth.

– Vale -contestó Monica Figuerola.

– Es un trabajo que acarrea el potencial riesgo de llevarte a la más absoluta desgracia e incluso acabar con tu carrera profesional.

– Entiendo.

– Sin embargo, si tienes éxito y las cosas salen bien, puede suponer un gran avance profesional. He pensado en trasladarte a la unidad operativa del Departamento de protección constitucional.

– Perdona que te lo diga, pero la protección constitucional no tiene unidad operativa.

– Sí -le respondió Torsten Edklinth-. Ahora sí. La he creado esta misma mañana. De momento sólo cuenta con una persona: tú.

Monica Figuerola puso cara de escepticismo.

– La misión de la protección constitucional es proteger la Constitución de una amenaza interna, lo que por regla general significa nazis o anarquistas. Pero ¿qué hacemos si resulta que la amenaza proviene de nuestra propia organización?

Edklinth dedicó la siguiente media hora a relatar toda aquella historia que Dragan Armanskij le contó la noche anterior.