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– Y eso es lo que tú dices que es una falsificación…

– Sin duda.

– Pero ¿a quién le interesaría falsificar eso?

Nyström dejó el informe y frunció el ceño.

– Estás llegando al mismísimo quid de la cuestión.

– Y la respuesta es…

– No la sabemos. Esa es la pregunta en la que anda trabajando sin parar nuestro grupo de análisis.

– ¿Podría ser que Blomkvist se hubiera inventado todo eso?

Nyström se rió.

– Bueno… la verdad es que ésa fue una de nuestras primeras ideas. Pero creemos que no. Lo que pensamos es que la falsificación se realizó hace muchos años, con toda probabilidad al mismo tiempo que se redactó el informe original.

– ¿Ah, sí?

– Lo cual nos lleva a una desagradable conclusión: el que hizo la falsificación estaba muy al tanto del asunto. Y, por si fuera poco, tuvo acceso a la misma máquina de escribir que usó Gunnar Björck.

– ¿Quieres decir que…?

– No sabemos dónde redactó Björck el informe. Es posible que lo hiciera en una máquina de escribir de su casa, de su lugar de trabajo o de algún otro sitio. Podemos imaginar dos cosas: o que el que hizo la falsificación era alguien del mundo de la psiquiatría o de la medicina forense que, por la razón que fuera, quería armarle un escándalo a Teleborian, o que la falsificación fue realizada por algún miembro de la policía de seguridad y estuvo motivada por objetivos completamente distintos.

– ¿Por qué?

– Estamos hablando del año 1991. Tal vez fuese un agente ruso infiltrado en la DGP /Seg que le estuviera siguiendo el rastro a Zalachenko. Esa posibilidad es la que nos ha llevado a que en estos momentos nos encontremos estudiando una gran cantidad de antiguos expedientes personales.

– Pero si la KGB se hubiese enterado de… ya hace años que esto habría salido a la luz.

– Bien pensado. Pero no olvides que fue justo en esa época cuando cayó la Unión Soviética y se disolvió la KGB. No sabemos qué salió mal. Quizá se tratara de una operación planificada de antemano que luego se abortó. La KGB dominaba con verdadera maestría el arte de falsificar documentos y el de la desinformación.

– Pero ¿qué objetivo podría tener la KGB falsificando eso…?

– Tampoco lo sabemos. Pero un objetivo obvio sería, por supuesto, el de desacreditar al gobierno sueco.

Ekström se pellizcó el labio inferior.

– ¿De modo que la evaluación médica de Salander es correcta?

– Pues, sí. Sin duda. Salander está loca de atar, si me perdonas la expresión. Que no te quepa la menor duda. La medida de ingresarla en aquella unidad cerrada del psiquiátrico fue completamente acertada.

– ¿Inodoros? -preguntó la redactora jefe en funciones Malin Eriksson con un deje de duda en la voz, como si pensara que Henry Cortez le estaba tomando el pelo.

– Inodoros -repitió Henry Cortez con un gesto de asentimiento.

– ¿Quieres escribir un reportaje sobre inodoros? ¿En Millennium?

Monica Nilsson soltó una repentina e inapropiada carcajada. Ella había visto su mal disimulado entusiasmo en cuanto él entró con su despreocupado y lento andar a la reunión del viernes; reconoció todos los síntomas que presenta un periodista que tiene un artículo cociéndose en el horno.

– Vale, cuéntamelo.

– Es muy sencillo -dijo Henry Cortez-. La industria más grande de Suecia, con diferencia, es la construcción. Se trata de una industria que, en la práctica, no puede mudarse al extranjero por mucho que Skånska finja tener una oficina en Londres y cosas por el estilo. Las casas, en cualquier caso, hay que construirlas en Suecia.

– Ya, pero eso no es nada nuevo.

– No. Pero lo que sí podría decirse que es más o menos nuevo es que, cuando se trata de crear empresas competentes y eficaces, el negocio de la construcción está a años luz de todas las demás industrias de Suecia. Si Volvo construyera coches de la misma manera, el último modelo valdría alrededor de uno o dos millones de coronas. Para cualquier industria normal el objetivo es reducir los precios. Con la industria de la construcción sucede lo contrario: pasan olímpicamente de reducir costes, lo cual hace que el precio del metro cuadrado aumente y que el Estado realice una serie de subvenciones con dinero público para que el precio final no resulte absurdo.

– ¿Y ahí hay un artículo?

– Espera. Es complicado. Pongamos, por ejemplo, que si desde los años setenta la evolución de los precios hubiera sido la misma para una hamburguesa, un Big Mac valdría hoy algo más de ciento cincuenta coronas como mínimo. Lo que costaría con patatas fritas y Coca-Cola no me lo quiero ni imaginar, pero con lo que cobro en Millennium seguro que no me lo podría permitir. ¿Cuántos de los que os encontráis aquí sentados estaríais dispuestos a pagar más de cien coronas por una hamburguesa de McDonald's?

Nadie dijo nada.

– Muy bien hecho. Pero cuando NCC levanta en un pispas y con cuatro ladrillos unos cuantos bloques en Lidingö (en Gåshaga, para ser más exactos), y cobra unas diez o doce mil coronas de alquiler por un piso de dos dormitorios, ¿cuántos de vosotros las pagaríais?

– Yo no me lo podría permitir -dijo Monica Nilsson.

– No. Pero vives en un piso de Danvikstull que te compró tu padre hace veinte años y por el que te darían, si lo vendieras, digamos que un kilo y medio. Pero ¿qué hace un joven de veinte años que se quiere ir de la casa de sus padres? No se lo puede permitir. De modo que, o vive de alquiler, o subarrendado, o se queda con su vieja hasta que se jubila.

– ¿Y qué pintan los inodoros en toda esta historia? -preguntó Christer Malm.

– A eso voy. La pregunta es: ¿por qué son tan endiabladamente caras las casas? Pues porque el que las manda construir no sabe cómo hacerlo. Os pondré un ejemplo: una promotora municipal llama a una empresa de construcción tipo Skånska, le dice que quiere encargar cien pisos y le pregunta que cuánto le costaría. Skånska hace sus cálculos y pongamos que le contesta que quinientos millones. Eso tiene como consecuencia que el precio por metro cuadrado se sitúe en X coronas y que tú tengas que desembolsar diez mil coronas al mes si quieres vivir allí. Porque, a diferencia de lo que pasa con McDonald's, no puedes renunciar a vivir en algún sitio. O sea, que no te queda más remedio que pagar lo que te digan.

– Por favor, Henry… al grano.

– Ese es el grano. ¿Por qué cuesta un pastón trasladarse a esos malditos cajones de mierda del puerto de Hammarby? Pues porque las constructoras pasan de bajar los precios. Y porque al cliente no le queda más remedio que pagar. Una de las cosas que más encarece la vivienda es el material de construcción. El negocio de este material está en manos de empresas mayoristas, que son las que ponen los precios. Como ahí no hay una verdadera competencia, una bañera puede costar en Suecia cinco mil coronas. La misma bañera hecha por el mismo fabricante cuesta en Alemania el equivalente a dos mil coronas. Y no existe ningún coste adicional en Suecia que pueda explicar la diferencia.

– Vale.

– Casi todo esto se puede leer en un informe de la Delegación para el análisis de los costes de construcción que fue designada por el gobierno y que estudió este tema a finales de los años noventa. Desde entonces, no ha pasado gran cosa. Nadie negocia con las empresas de construcción denunciando lo disparatado de sus precios. Los que encargan los edificios pagan sin rechistar lo que cuesta, y, al final, el precio lo asumen los inquilinos y los contribuyentes.

– Henry: ¿y los inodoros?

– Lo poco que ha ocurrido desde aquel informe de la Delegación ha tenido lugar a nivel local, en especial fuera de Estocolmo. Hay clientes que se han cansado de los altos costes. Un buen ejemplo lo constituye Karlskronahem, la empresa municipal de vivienda de Karlskrona, que construye edificios más baratos que ninguna otra, simplemente porque compra el material sin intermediarios. Y la Federación sueca de comercio también se ha metido por medio. Ellos piensan que los precios del material de construcción son del todo absurdos, razón por la cual intentan facilitarle la vida al cliente importando productos equivalentes a un precio más bajo. Y eso motivó un pequeño enfrentamiento en la Feria de la Construcción de Älvsjö de hace un año. La Federación sueca de comercio trajo a un tío de Tailandia que vendía inodoros a quinientas coronas la unidad.