No era un buen plan. Y en cualquier caso, el plan se resquebrajó antes de que ella ni siquiera hubiese podido ponerlo en marcha.
En el mismo instante en que llegó al patio que había ante la entrada y empezó a acercarse al portal de Peter Fredriksson, la puerta se abrió. Susanne Linder lo reconoció en el acto por la foto del informe que había visto en el ordenador de Erika Berger. Ella siguió andando y se cruzaron. Él desapareció en dirección al garaje. Susanne Linder se detuvo, dubitativa, y lo siguió con la mirada. Luego consultó su reloj y constató que eran poco menos de las once de la noche y que Peter Fredriksson se disponía a ir a algún sitio. Se preguntó adonde se dirigiría y regresó corriendo a su coche.
Mikael Blomkvist se quedó mirando el móvil durante un largo rato desde que Erika Berger colgó. Se preguntó qué estaba sucediendo. Frustrado, contempló el ordenador de Lisbeth Salander; a esas alturas, ya la habían trasladado a los calabozos y no tenía ninguna posibilidad de preguntárselo
Abrió su T10 azul y llamó a Idris Ghidi a Angered.
– Hola Mikael Blomkvist.
– Hola -le respondió Idris Ghidi.
– Sólo te llamaba para decirte que ya puedes interrumpir el trabajo que me has estado haciendo.
Idris Ghidi asintió en silencio. Ya sabía que Mikael Blomkvist lo iba a llamar, porque habían trasladado a Lisbeth Salander
– Entiendo -dijo.
– Puedes quedarte con el móvil, tal y como acordamos. Te mandaré el último pago esta misma semana.
– Gracias.
– Soy yo el que te debe dar las gracias por tu ayuda.
Mikael abrió su iBook y se puso a trabajar. El desarrollo de los acontecimientos de los últimos días significaba que una considerable parte del manuscrito tenía que modificarse y que, con toda probabilidad, había que insertar una historia completamente nueva.
Suspiró.
A las once y cuarto, Peter Fredriksson aparcó a tres manzanas de la casa de Erika Berger. Susanne Linder ya sabía adonde se dirigía y lo dejó actuar para no llamar su atención. Ella pasó por delante del coche de Fredriksson poco más de dos minutos después de que él hubiese aparcado. Constató que estaba vacío. Pasó la casa de Erika Berger, avanzó un poco más y aparcó donde él no pudiera verla. Le sudaban las manos.
Abrió una cajita de Catch Dry y se metió en la boca una dosis de snus.
Luego abrió la puerta del coche y miró a su alrededor. En cuanto se dio cuenta de que Fredriksson se dirigía a Saltsjöbaden, supo que la información de Salander era correcta. Ignoraba por completo cómo lo había averiguado, pero ya no le cabía ninguna duda de que Fredriksson era El boli venenoso. Suponía que Fredriksson no se había acercado hasta Saltsjöbaden para pasar el rato, sino que estaba tramando algo.
Y sería estupendo que ella pudiera pillarlo in fraganti.
Sacó una porra telescópica del compartimento lateral de la puerta del coche y la sopesó con la mano un instante. Pulsó el botón de la empuñadura y, automáticamente, surgió un pesado y elástico cable de acero. Apretó los dientes.
Esa era la razón por la que dejó la policía de Södermalm.
Tan sólo le había dado un arrebato de furia en una ocasión, cuando la patrulla en la que trabajaba, por tercera vez en el mismo número de días, tuvo que acudir a una casa de Hägersten después de que la misma mujer llamara a la policía pidiendo socorro a gritos porque su marido la estaba maltratando. Y, al igual que en las dos primeras ocasiones, la situación se calmó antes de que la patrulla llegara.
Cumpliendo con su rutina, sacaron al marido hasta las escaleras mientras le tomaban declaración a la mujer. No, ella no quería poner una denuncia. No, había sido un error. No, su marido era bueno… en realidad la culpa la tenía ella. Ella lo había provocado…
Y todo ese tiempo el muy cabrón se lo pasó con una sonrisa burlona en la cara y sin apartar la mirada de Susanne Linder.
No sabría explicar por qué lo hizo. Pero, de pronto, algo se quebró en su interior. Sacó la porra y le pegó en toda la boca. El primer golpe apenas tuvo fuerza; sólo le partió el labio y, acto seguido, él se agachó. Durante los diez siguientes segundos -hasta que sus colegas la agarraron y la sacaron de allí a la fuerza- una lluvia de porrazos cayó sobre la espalda, los riñones, las caderas y los hombros de aquel tipo.
Aquello, al final, no llegó a juicio. Dimitió del cuerpo esa misma noche y se fue a casa, donde se pasó una semana entera llorando. Luego se armó de valor y llamó a la puerta de Dragan Armanskij. Le contó lo que había hecho y por qué había dejado la policía. Le pidió trabajo. Armanskij dudó y le dijo que se lo pensaría. Ella ya había perdido la esperanza cuando, seis semanas más tarde, él la llamó para comunicarle que estaba dispuesto a ponerla a prueba.
Susanne Linder hizo una amarga mueca y se metió la porra bajo el cinturón, por la parte de atrás. Comprobó que tenía el bote de gas lacrimógeno en el bolsillo derecho de la cazadora y que los cordones de las zapatillas de deporte estaban bien atados. Se dirigió andando a casa de Erika Berger y entró con mucho sigilo en el jardín.
Sabía que el detector de movimientos de la parte trasera aún no estaba instalado, así que, en silencio, continuó caminando por el césped a lo largo del seto que delimitaba el terreno. No lo pudo ver. Le dio la vuelta a la casa y se quedó quieta. De repente lo divisó: una sombra en la penumbra junto al estudio de Greger Backman.
No se da cuenta de lo estúpido que es volviendo aquí. Es incapaz de mantenerse alejado.
Fredriksson estaba agachado intentado ver algo a través de una rendija de las cortinas de un cuarto de estar que quedaba junto al salón. Luego fue hasta la terraza y miró por la rendija de las persianas bajadas de las ventanas que había junto al enorme ventanal panorámico, que seguía cubierto con la madera contrachapada.
De repente, Susanne Linder sonrió.
Aprovechó que él estaba de espaldas para cruzar el jardín a hurtadillas hasta la esquina del chalet. Se ocultó tras unos arbustos de grosellas que crecían junto a la fachada lateral. Lo podría controlar a través del follaje. Desde su posición, Fredriksson debería poder ver el vestíbulo principal y parte de la cocina. A todas luces, había encontrado algo interesante en lo que centrar su atención, pues transcurrieron diez minutos antes de que volviese a moverse. Se acercó a Susanne Linder.
Cuando Fredriksson dobló la esquina y pasó por delante de Susanne Linder, ella se levantó y le dijo en voz baja:
– Oye, Fredriksson.
Él se detuvo en seco y se volvió hacia ella.
Susanne vio brillar sus ojos en la oscuridad. No consiguió apreciar la expresión de su cara, pero oyó cómo contuvo el aliento, como si se encontrara en estado de shock.
– Podemos resolver esto de una manera sencilla o de una difícil -dijo ella-. Vamos a ir hacia tu coche y…
Fredriksson se dio la vuelta y echó a correr.
Susanne Linder cogió la porra telescópica y le asestó un golpe doloroso y devastador en la parte frontal de la rodilla izquierda.
Cayó emitiendo un ahogado quejido.
Alzó la porra para darle otro golpe pero se contuvo. Sintió los ojos de Dragan Armanskij en la nuca.
Se inclinó hacia delante, lo tumbó boca abajo y le puso una rodilla en la parte baja de la espalda. Agarró su mano derecha, se lo llevó con fuerza hasta la espalda y lo esposó. Era débil y no opuso resistencia.
Erika Berger apagó la luz del salón y subió cojeando hasta el piso superior. Ya no necesitaba las muletas, pero todavía le dolía cuando apoyaba la planta del pie. Greger Backman apagó la luz de la cocina y siguió a su mujer. Nunca la había visto tan infeliz. Nada de lo que le decía parecía poder tranquilizarla o atenuar esa angustia que padecía.
Ella se desnudó y se metió bajo las sábanas dándole la espalda.