– No es culpa tuya, Greger -dijo ella al oírlo meterse en la cama.
– No estás bien -dijo él-. Quiero que te quedes en casa unos días.
Greger le pasó un brazo alrededor del hombro. Ella no intentó rechazarlo, pero mostró una actitud pasiva. Él se acercó y, abrazándose a ella, la besó cariñosamente en el cuello.
– Nada de lo que digas o hagas me va a tranquilizar. Sé que necesito un descanso. Me siento como si me hubiese subido a un tren expreso y acabara de descubrir que me he equivocado de vía.
– Podríamos salir a navegar un par de días. Desconectar de todo.
– No. Yo no puedo desconectar de todo.
Ella se volvió hacia él.
– Tal y como están las cosas, huir sería lo peor. Tengo que resolver los problemas. Luego, si quieres, nos vamos.
– De acuerdo -dijo Greger-. Parece ser que no soy de gran ayuda.
Ella le dedicó una tierna sonrisa.
– No. No lo eres. Pero gracias por estar aquí. Te quiero con locura, ya lo sabes.
Él asintió.
– No me puedo creer que sea Peter Fredriksson -dijo Erika Berger-. Nunca he percibido la más mínima hostilidad de su parte.
Susanne Linder se preguntó si no debería llamar a la puerta de Erika Berger, pero, justo en ese momento, vio apagarse las luces de la planta baja. Bajó la vista y miró a Peter Fredriksson. No había pronunciado palabra. Permanecía absolutamente quieto. Reflexionó un buen rato antes de decidirse.
Se agachó, lo cogió por las esposas y, levantándolo, lo apoyó contra la fachada.
– ¿Puedes tenerte de pie? -le preguntó.
Él no contestó.
– Vale, entonces lo haremos de la manera más sencilla. Si opones la más mínima resistencia, le daré el mismo tratamiento a tu rodilla derecha. Y si te resistes, te romperé los brazos. ¿Entiendes lo que te digo?
Percibió que él respiraba con mucha intensidad. ¿Miedo?
Lo condujo hasta la calle a empujones. Luego se lo llevó hasta el coche, aparcado a tres manzanas de allí. Él cojeaba y ella lo ayudaba. Al llegar al vehículo, se encontraron con un hombre que había sacado a pasear al perro y que se detuvo a mirar al esposado Peter Fredriksson.
– Esto es un asunto policial -dijo Susanne Linder con voz firme-. Váyase a casa.
Lo sentó en el asiento de atrás y lo llevó a casa, a Fisksätra. Eran las doce y media de la noche y no se encontraron con nadie al acercarse al portal. Susanne Linder le sacó las llaves y lo condujo hasta su piso, situado en la tercera planta, subiendo por las escaleras.
– Tú no puedes entrar en mi domicilio -dijo Peter Fredriksson.
Era lo primero que decía desde que ella lo esposó.
Abrió la puerta y lo metió a empujones.
– No tienes derecho. Para realizar un registro domiciliario debes…
– Yo no soy policía -le replicó ella en voz baja.
Él se quedó mirándola lleno de desconfianza.
Ella lo agarró por la camisa, lo metió a empujones en el salón y lo sentó en un sofá. Tenía un apartamento de dos habitaciones pulcramente limpio y ordenado. Un dormitorio a la izquierda del salón, la cocina al otro lado del vestíbulo, y un pequeño cuarto para trabajar contiguo al salón.
Echó un vistazo al cuarto de trabajo y suspiró aliviada. The smoking gun. Descubrió enseguida las fotos del álbum de Erika Berger extendidas en una mesa junto a un ordenador. En la pared que quedaba justo al lado, él había clavado una treintena de fotos. Ella contempló la exposición con las cejas arqueadas. Erika Berger era una mujer condenadamente guapa. Y gozaba de una vida sexual más divertida que la de Susanne Linder.
Escuchó a Peter Fredriksson moverse y volvió al salón para contenerlo. Le dio un porrazo, lo arrastró hasta el despacho y lo dejó en el suelo.
– ¡Quédate quieto! -le dijo.
Se acercó hasta la cocina y encontró una bolsa de papel de Konsum. Quitó, una tras otra, las fotos de la pared. Encontró el saqueado álbum y los diarios de Erika Berger.
– ¿Dónde está el vídeo? -preguntó.
Peter Fredriksson no contestó. Susanne Linder se dirigió al salón y encendió la tele. Había una película metida en el vídeo, pero tardó bastante en dar con el canal en el mando.
Sacó la cinta y dedicó un largo rato a asegurarse de que no había hecho copias.
Encontró las cartas de amor de Erika y el informe de Borgsjö. Luego centró su interés en el ordenador de Peter Fredriksson. Constató que tenía un escáner Microtec conectado a un PC IBM. Levantó la tapa del escáner y se topó con una foto en la que se veía a Erika Berger en una fiesta del Club Xtreme celebrada la Nochevieja de 1986, según rezaba en una banderita que había clavada en la pared.
Encendió el ordenador y descubrió que estaba protegido por una contraseña.
– ¿Qué contraseña tienes? -le preguntó.
Peter Fredriksson permaneció obstinadamente quieto en el suelo negándose a hablar con ella.
Una total tranquilidad invadió a Susanne Linder. Sabía que, desde un punto de vista técnico, a lo largo de la noche había cometido un delito tras otro, incluido uno que se podría denominar coacción ilícita e, incluso, secuestro grave. Le daba igual; es más: se sentía más bien eufórica.
Al cabo de un rato, se encogió de hombros, se hurgó los bolsillos y sacó su navaja militar suiza. Quitó todos los cables del ordenador, volvió la parte trasera hacia ella y usó el destornillador estrella para abrir la tapa. Le llevó quince minutos desmontar el ordenador y extraer el disco duro.
Miró a su alrededor. Lo tenía todo, pero para jugar sobre seguro, le dio un buen repaso a los cajones del escritorio, a las pilas de papeles y a las estanterías. De repente, su mirada se depositó en un viejo anuario escolar que se hallaba sobre el alféizar de la ventana. Constató que era del Instituto de Bachillerato de Djursholm y de 1978. ¿No me dijo Erika Berger que era de Djursholm…? Lo abrió y empezó a repasar las fotos clase por clase.
Encontró a Erika Berger, de dieciocho años de edad, con una gorra de estudiante y una radiante sonrisa con hoyuelos. Vestía un fino y blanco vestido de algodón y llevaba un ramo de flores en la mano. Parecía la mismísima personificación de esa típica y cándida adolescente que saca excelentes notas.
Susanne Linder casi pasa por alto el vínculo, aunque aparecía en la página siguiente. Nunca lo habría reconocido, pero el texto del pie de foto no daba lugar a dudas: Peter Fredriksson. Estuvo en el mismo curso que Erika Berger, aunque en otra clase. Vio a un chico flaco con rostro serio mirando a la cámara por debajo de la gorra.
Susanne levantó la mirada y se topó con los ojos de Peter Fredriksson.
– Ya era una puta entonces.
– Fascinante -dijo Susanne Linder.
– Se tiró a todos los chicos del instituto.
– Lo dudo.
– Era una maldita…
– No me lo digas: no te dejó que le quitaras las bragas. ¿A que no?
– Me trató como a una mierda. Se rió de mí. Y cuando empezó en el SMP, ni siquiera me reconoció.
– Ya, ya -le espetó Susanne Linder cansinamente-. Y ahora me vendrás con eso de que has tenido una infancia muy dura. Vale, ¿podemos hablar ya en serio?
– ¿Qué quieres?
– No soy policía -le aclaró Susanne Linder-. Soy alguien que se encarga de gente como tú.
Esperó y dejó que la imaginación de él hiciera el trabajo.
– Quiero saber si has colgado sus fotos en Internet.
Él negó con la cabeza.
– ¿Seguro?
Él asintió.
– Será Erika Berger quien decida si quiere poner una denuncia contra ti por acoso, amenazas ilícitas y allanamiento de morada o si, por el contrario, prefiere llegar a un acuerdo contigo.
Él no dijo nada.
– Si ella decide pasar de ti, que me parece que es el único desgaste de energía que te mereces, yo te vigilaré.
Levantó la porra en el aire.
– Si alguna vez te acercas a la casa de Erika Berger o le envías un correo o la acosas de alguna otra manera, yo volveré a verte. Y te daré tal somanta de palos que no te reconocerá ni tu madre. ¿Me has entendido?