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– ¿Un código?

Le dio las tres cifras que debía marcar. Greger subió corriendo por la escalera hasta la planta superior. Susanne Linder alargó la mano y cogió el SMP de la mesa.

A las diez de la mañana del domingo, el doctor Anders Jonasson entró a ver a Lisbeth Salander.

– Hola, Lisbeth.

– Hola.

– Sólo quería advertirte de que la policía vendrá a la hora de comer.

– Vale.

– No pareces muy preocupada.

– No.

– Tengo un regalo para ti.

– ¿Un regalo? ¿Por qué?

– Has sido uno de los pacientes que más me ha entretenido en mucho tiempo.

– ¿Ah sí? -dijo Lisbeth Salander con suspicacia.

– Tengo entendido que te interesa el ADN y la genética.

– ¿Quién se ha chivado? Supongo que esa tía, la psicóloga.

Anders Jonasson asintió.

– Si te aburres en la prisión… éste es el último grito en la investigación del ADN.

Le dio un un tocho titulado Spirals: mysteries of DNA, escrito por Yoghito Takamura, un catedrático de la Universidad de Tokio. Lisbeth Salander abrió el libro y estudió el índice del contenido.

– Guay -dijo.

– Sería interesante saber alguna vez a qué se debe que estés leyendo a investigadores a los que ni siquiera yo entiendo.

En cuanto Anders Jonasson abandonó la habitación, Lisbeth sacó el ordenador de mano. Un último esfuerzo. Gracias al departamento de recursos humanos del SMP, Lisbeth se enteró de que Peter Fredriksson llevaba seis años trabajando allí. Durante esa época había estado de baja durante dos largos períodos: dos meses en 2003 y tres meses en 2004. Consultando los expedientes personales, Lisbeth averiguó que en ambas ocasiones se había debido a estrés. En una de ellas, el predecesor de Erika Berger, Håkan Morander, había cuestionado si Fredriksson podría seguir ocupando el cargo de secretario de redacción.

Palabras. Palabras. Palabras. Nada concreto. A las dos menos cuarto, Plague le hizo clin.

– ¿Qué?

– ¿Sigues en Sahlgrenska?

– ¿Tú qué crees?

– Es él.

– ¿Estás seguro?

– Entró en el ordenador del trabajo desde el de casa hace media hora. Aproveché la ocasión y me metí en su ordenador de casa. Tiene escaneadas unas fotos de Erika Berger en el disco duro.

– Gracias.

– Está bastante buena.

– ¡Plague!

– Ya lo sé. Bueno, ¿qué hago?

– ¿Ha colgado las fotos en la red?

– Por lo que he visto no.

– ¿Puedes minar su ordenador?

– Eso ya está hecho. Si intenta enviar fotos por correo o colgar en la red algo que pase de veinte kilobytes, petará el disco duro.

– Muy bien.

– Quería irme a dormir. ¿Te las arreglas sola?

– Como siempre.

Lisbeth se desconectó del ICQ. Miró el reloj y se dio cuenta de que pronto sería la hora de comer. Se apresuró en redactar un mensaje que dirigió al foro de Yahoo [La_Mesa_Chalada]:

Mikael. Importante. Llama ahora mismo a Erika Berger y dile que Peter Fredriksson es El boli venenoso.

En el mismo instante en que envió el mensaje oyó movimiento en el pasillo. Levantó su Palm Tungsten T3 y besó la pantalla. Luego lo apagó y lo colocó en el hueco de detrás de la mesilla.

– Hola, Lisbeth -dijo su abogada Annika Giannini desde la puerta.

– Hola.

– La policía te vendrá a buscar dentro de un rato. Te he traído ropa. Espero que sea de tu talla.

Con cierto reparo, Lisbeth le echó un vistazo a una selección de pulcros pantalones oscuros y de blusas claras.

Fueron dos uniformadas agentes de la policía de Gotemburgo las que vinieron a buscar a Lisbeth Salander. Su abogada también la iba a acompañar a la prisión.

Cuando salieron de su habitación y pasaron por el pasillo, Lisbeth reparó en que varios empleados la observaron con curiosidad. Con un movimiento de cabeza, los saludó amablemente y alguno que otro le devolvió el saludo con la mano. Por pura casualidad, Anders Jonasson se encontraba en la recepción. Se miraron y se saludaron con la cabeza. Aún no habían doblado la esquina cuando Lisbeth advirtió que Anders Jonasson ya se estaba dirigiendo a su habitación.

Lisbeth Salander no pronunció palabra alguna ni cuando las agentes vinieron a buscarla ni tampoco durante su traslado.

Mikael Blomkvist cerró su iBook y dejó de trabajar a las siete de la mañana del domingo. Se quedó sentado un rato ante el escritorio de Lisbeth Salander mirando fijamente al vacío.

Luego entró en el dormitorio y se puso a contemplar la enorme cama de matrimonio. Al cabo de un rato volvió al despacho, abrió el móvil y llamó a Monica Figuerola.

– Hola. Soy Mikael.

– Hombre. ¿Ya estás levantado?

– Acabo de terminar de trabajar y me voy a acostar. Sólo quería saludarte.

– Cuando un hombre llama tan sólo para saludar es porque tiene alguna otra cosa en mente.

Mikael se rió.

– Blomkvist, si quieres puedes venirte a dormir aquí

– Voy a ser una compañía muy aburrida

– Ya me acostumbraré.

Cogió un taxi hasta Pionjargatan

Erika Berger pasó el domingo en la cama con Greger Backman. Estuvieron charlando y medio durmiendo. Por la tarde se vistieron y dieron un largo paseo hasta el muelle del barco de vapor y luego una vuelta por el pueblo.

– Lo del SMP ha sido un error -dijo Erika Berger cuando llegaron a casa.

– No digas eso. Ahora es duro, pero eso ya lo sabías. Cuando le hayas cogido el ritmo todo te parecerá más llevadero.

– No es por el trabajo; me las arreglo bien. Es por la actitud.

– Mmm.

– No estoy a gusto. Pero no puedo dimitir a las pocas semanas de haber entrado.

Abatida, se sentó a la mesa de la cocina y miró apáticamente al vacío. Greger Backman nunca la había visto tan resignada.

El inspector Hans Faste vio por primera vez a Lisbeth Salander a las doce y media del domingo, cuando una policía de Gotemburgo la llevó al despacho de Marcus Erlander.

– ¡Joder, lo que nos ha costado dar contigo! -le soltó Hans Faste.

Lisbeth Salander se lo quedó mirando un largo rato y concluyó que era idiota y que no iba a dedicar muchos segundos a preocuparse por su existencia.

– La inspectora Gunilla Waring os acompañará hasta Estocolmo -dijo Erlander.

– Bueno -apremió Faste-. Vámonos ya. Hay unas cuantas personas que quieren hablar seriamente contigo, Salander.

Erlander se despidió de Lisbeth Salander. Ella lo ignoró.

Para mayor comodidad, habían decidido trasladar a la prisionera en coche hasta Estocolmo. Gunilla Waring conducía. Hans Faste iba sentado en el asiento del copiloto y se pasó los primeros momentos del viaje con la cabeza vuelta hacia atrás intentando hablar con Lisbeth Salander. A la altura de Alingsås ya había empezado a sentir tortícolis y desistió.

Lisbeth Salander contemplaba el paisaje por la ventanilla lateral. Era como si Faste no existiera en su mundo.

«Teleborian tiene razón. Esta tía es retrasada, joder -pensó Hans Faste-. Ya verá cuando lleguemos a Estocolmo.»

A intervalos regulares, miró de reojo a Lisbeth Salander e intentó hacerse una idea de la mujer que llevaba tanto tiempo persiguiendo. Hasta él tuvo sus dudas al ver a esa chica flaca. Se preguntó cuánto pesaría. Se recordó a sí mismo que era lesbiana y, por lo tanto, no una mujer de verdad.

En cambio, puede que eso del satanismo fuera una exageración. No daba la impresión de ser muy satánica.

Irónicamente, se dio cuenta de que habría preferido mil veces más haberla arrestado por los tres asesinatos por los que la buscaron en un principio, pues una chica flaca también puede usar una pistola, pero la realidad había acabado imponiéndose en esa investigación. Ahora estaba detenida por maltratar gravemente a los jefes supremos de Svavelsjö MC, un delito del que ella, sin duda, era culpable y del que -en el caso de que negara su culpabilidad- también existían pruebas técnicas.