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Pasó por alto la publicidad, el spam y las agendas puramente informativas. Se concentró en todo tipo de correspondencia personal. Leyó cálculos presupuestarios internos, los resultados del departamento de publicidad y marketing y una correspondencia mantenida con el jefe de economía, Christer Sellberg, que se prolongó durante una semana entera y que más bien se podría describir como una tormentosa pelea sobre la reducción de personal. Había recibido también irritantes correos del jefe de la redacción de asuntos jurídicos acerca de un sustituto llamado Johannes Frisk al que Erika Berger, al parecer, había puesto a trabajar en algún reportaje que no gustaba. Exceptuando los primeros mensajes de bienvenida, ninguno de los correos provenientes de los distintos jefes de departamento resultaba agradable: ni uno solo de ellos veía nada positivo en los argumentos o en las propuestas de Erika.

Al cabo de un rato, Lisbeth volvió al principio e hizo un cálculo estadístico. Constató que de todos los jefes del SMP que Erika tenía a su alrededor, sólo había cuatro que no se dedicaban a minar su posición: el secretario de redacción Peter Fredriksson, el jefe de la sección de Opinión Gunnar Magnusson, el jefe de Cultura Sebastian Strandlund y, por último, Borgsjö, el presidente de la junta directiva.

¿No habían oído hablar de las mujeres en el SMP? Todos los jefes son hombres.

La persona con quien Erika tenía menos que ver era con el jefe de cultura, Sebastian Strandlund. Durante todo el tiempo que Erika llevaba trabajando allí sólo había intercambiado dos correos con él. Los más amables y los más manifiestamente simpáticos procedían de Magnusson, el redactor de las páginas de Opinión. Borgsjö era parco en palabras y arisco. Todos los demás jefes se dedicaban al tiro encubierto de forma más o menos abierta.

¿Para qué coño se les ha ocurrido a estos tíos contratar a Erika Berger si luego resulta que lo único que quieren hacer con ella es destrozarla por completo?

La persona con la que parecía tener más relación era el secretario de redacción Peter Fredriksson. La acompañaba a las reuniones como si fuera su sombra; preparaba la agenda con ella, la ponía al corriente sobre distintos textos y problemas, y, en general, hacía girar los engranajes de toda aquella maquinaria.

Fredriksson intercambiaba a diario una docena de correos con Erika.

Lisbeth agrupó todos los correos de Peter Fredriksson dirigidos a Erika y los leyó uno por uno. En más de una ocasión ponía alguna objeción a una decisión tomada por Erika. Él le presentaba sus argumentos. Erika Berger parecía tener confianza en él, ya que a menudo modificaba sus decisiones o aceptaba por completo los razonamientos de Fredriksson. Nunca se mostró hostil. En cambio, no existía ni el más mínimo indicio de que tuviera una relación personal con Erika.

Lisbeth cerró el correo de Erika Berger y meditó un breve instante.

Abrió la cuenta de Peter Fredriksson.

Plague llevaba toda la tarde mangoneando sin demasiado éxito en los ordenadores de casa de diversos colaboradores del SMP. Había conseguido meterse en el del jefe de Noticias Anders Holm, ya que éste tenía una línea abierta de forma permanente con el ordenador de la redacción para poder entrar en cualquier momento y enmendar algún texto. El ordenador privado de Holm era uno de los más aburridos que Plague había pirateado en toda su vida. Sin embargo, había fracasado con el resto de los dieciocho nombres de la lista que le había proporcionado Lisbeth Salander. Una de las razones de ese fracaso era el hecho de que ninguna de las personas a cuyas puertas llamó estaba conectada a Internet esa tarde de sábado. Había empezado a cansarse un poco de esa misión imposible cuando Lisbeth Salander le hizo clin a las diez y media de la noche.

– ¿Qué?

– Peter Fredriksson.

– De acuerdo.

– Pasa de todos los demás. Céntrate en él.

– ¿Por qué?

– Un presentimiento.

– Eso me va a llevar tiempo.

– Hay un atajo: Fredriksson es secretario de redacción y trabaja con un programa que se llama Integrator para poder controlar su ordenador del SMP desde casa.

– No sé nada de Integrator.

– Un pequeño programa que apareció hace unos años. Ahora está completamente anticuado. Integrator tiene un bug. Está en el archivo de Hacker Rep. En teoría puedes invertir el programa y entrar en su ordenador de casa desde el trabajo.

Plague suspiró: la que un día fuera su alumna estaba más puesta que él.

– Vale. Lo intentaré.

– Si encuentras algo, dáselo a Mikael Blomkvist si yo ya no estoy conectada.

Mikael Blomkvist había vuelto al piso de Lisbeth Salander de Mosebacke poco antes de las doce. Estaba cansado y empezó dándose una ducha y poniendo la cafetera eléctrica. Luego abrió el ordenador de Lisbeth Salander e hizo clin en su ICQ.

– Ya era hora.

– Sorry.

– ¿Dónde has estado metido todo este tiempo?

– En la cama con una agente secreto. Y cazando a Jonas.

– ¿Llegaste a la reunión?

– Sí. ¿¿¿Avisaste tú a Erika???

– Era la única manera de contactar contigo.

– Muy lista.

– Mañana me meterán en el calabozo.

– Ya lo sé.

– Plague te ayudará con la red.

– Estupendo.

– Entonces ya no queda más que el final.

Mikael asintió para sí mismo.

– Sally… Vamos a hacer lo que hay que hacer.

– Ya lo sé. Eres muy previsible.

– Y tú un encanto, como siempre.

– ¿Hay algo más que deba saber?

– No.

– En ese caso, todavía me queda un poco de trabajo en la red.

– Vale. Que lo pases bien.

Susanne Linder se despertó sobresaltada por un pitido de su auricular de botón. Alguien había hecho saltar la alarma que ella misma había colocado en la planta baja del chalet de Erika Berger. Se apoyó en el codo y vio que eran las 5.23 de la mañana del domingo. Se levantó sigilosamente de la cama y se puso unos vaqueros, una camiseta y unas zapatillas de deporte. Se metió el bote de gas lacrimógeno en el bolsillo trasero y se llevó la porra telescópica consigo.

En silencio, pasó ante la puerta del dormitorio de Erika Berger y vio que estaba cerrada, lo que significaba que la llave seguía echada.

Luego se detuvo en la escalera y se quedó escuchando. De pronto, oyó un ligero clic en la planta baja seguido de un movimiento. Bajó muy despacio las escaleras y volvió a detenerse en la entrada aguzando el oído.

En ese momento, alguien arrastró una silla en la cocina. Sostuvo firmemente la porra con la mano y, silenciosa, se acercó hasta la puerta de la cocina, donde vio a un hombre calvo y con barba de un par de días sentado a la mesa con un vaso de zumo de naranja y leyendo el SMP. Advirtió su presencia y levantó la mirada.

– ¿Y tú quién diablos eres? -preguntó el hombre.

Susanne Linder se relajó y se apoyó en el marco de la puerta.

– Greger Backman, supongo… Hola. Me llamo Susanne Linder.

– Ajá. ¿Me vas a dar un porrazo en la cabeza o quieres un vaso de zumo?

– Con mucho gusto -dijo Susanne, dejando la porra-. El zumo, quiero decir…

Greger Backman se estiró para coger un vaso del fregadero y se lo sirvió de un tetrabrik.

– Trabajo para Milton Security -dijo Susanne Linder-. Creo que es mejor que tu esposa te explique el porqué de mi presencia.

Greger Backman se levantó.

– ¿Le ha pasado algo a Erika?

– Tranquilo, está bien. Pero ha tenido unos problemillas. Te hemos estado buscando en París.

– ¿París? ¡Pero si he estado en Helsinki, joder!

– ¿Ah, sí? Perdona, pero tu mujer pensaba que se trataba de París.

– Eso es el mes que viene.

Greger se levantó y se dispuso a salir de la cocina.

– La puerta del dormitorio está cerrada con llave. Necesitas un código para abrirla -dijo Susanne Linder.