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Luego salió al rellano de la escalera y subió una planta más. Se detuvo frente a la puerta que daba al pasillo. Esa tarde tan veraniega la jefatura de policía se hallaba casi desierta. No andaba a hurtadillas. Simplemente, caminaba con mucho sigilo. Se paró ante la puerta de Ekström, que estaba cerrada. Oyó el sonido de unas voces y se mordió el labio inferior.

De repente, perdió todo el coraje y se sintió ridícula. En una situación normal habría llamado a la puerta, la habría abierto exclamando algo así como Anda, hola; ¿todavía sigues aquí? y habría entrado como si nada. Ahora se le antojó raro.

Echó un vistazo a su alrededor.

¿Por qué la había llamado Bublanski? ¿De qué iba la reunión?

Miró hacia el otro lado del pasillo. Frente al despacho de Ekström había una pequeña sala de reuniones con sitio para diez personas. Allí había asistido ella a más de una presentación.

Entró y cerró la puerta con mucho cuidado. Las persianas estaban bajadas y la pared de cristal que daba al pasillo tenía las cortinas echadas. La sala estaba en penumbra. Cogió una silla, se sentó y corrió la cortina dejando una fina rendija por la que podía ver el pasillo.

Se sentía incómoda. Si alguien entrara en ese momento, le iba a resultar muy difícil explicarle qué hacía allí. Cogió el móvil y consultó el reloj en la pantalla. Casi las seis. Le desactivó el sonido, se reclinó contra el respaldo de la silla y se puso a mirar la puerta cerrada del despacho de Ekström.

A las siete de la tarde, Plague le hizo clin a Lisbeth Salander.

– De acuerdo. Ya soy administrador del SMP.

– ¿Donde?

Él le descargó una dirección http.

– No nos dará tiempo en veinticuatro horas. Aunque tengamos el correo de los dieciocho, nos llevará días piratear todos sus ordenadores de casa. Es muy probable que la mayoría ni siquiera los tenga conectados un sábado por la tarde.

– Plague, ocúpate de sus ordenadores de casa y yo me encargaré de los del SMP.

– Es lo que pensaba hacer. Tu ordenador de mano es un poco limitado. ¿Alguien en especial en quien deba centrarme?

– No. Cualquiera de ellos.

– De acuerdo.

– Plague.

– Sí.

– Si no encontramos nada de aquí a mañana, quiero que tú sigas.

– De acuerdo.

– En tal caso, te pagaré.

– Bah. Descuida. Esto es divertido.

Se desconectó del ICQ y fue a la dirección http a la que Plague había bajado todos los derechos de administración del SMP. Empezó comprobando si Peter Fleming estaba conectado y se hallaba en la redacción del SMP. No. Así que usó sus códigos de usuario y entró en el servidor del SMP. De esta manera podría leer toda la correspondencia que hubiese existido: también los correos que hubieran sido borrados de las cuentas particulares.

Comenzó con Ernst Teodor Billing, cuarenta y tres años, uno de los jefes del turno de noche del SMP. Abrió su correo y empezó a retroceder en el tiempo. Le dedicó más o menos dos segundos a cada mail, tiempo más que suficiente para hacerse una idea de quién lo había enviado y de lo que contenía. Al cabo de unos cuantos minutos ya había aprendido a identificar lo que constituía el correo rutinario relacionado con el trabajo en forma de memorandos, horarios y otras cosas carentes de interés. Empezó a pasar de todo ello.

Siguió retrocediendo en el tiempo, correo a correo, tres meses más. Luego fue saltando de mes en mes leyendo sólo el asunto y abriéndolos sólo en el caso de que algo le llamara la atención. Se enteró de que Ernst Billing salía con una mujer llamada Sofía y de que empleaba con ella un tono desagradable. Constató que eso no era nada raro, ya que Billing solía utilizar un tono bastante borde con la mayoría de las personas a las que les escribía algo personal: reporteros, maquetadores y otros. Lisbeth consideró, no obstante, que resultaba llamativo que un hombre se dirigiera a su novia con palabras como «gorda de mierda, imbécil de mierda o puta de mierda».

Cuando ya había retrocedido un año, se detuvo. Accedió entonces al Explorer y empezó a ver los sitios de Internet por los que Billing solía navegar. Descubrió que, al igual que la mayoría de los hombres de su edad, entraba regularmente en páginas porno, pero que casi todas las que visitaba parecían estar relacionadas con su trabajo. Constató también que mostraba interés por los coches y que a menudo se metía en páginas donde se presentaban nuevos modelos.

Tras una hora de indagación, salió del ordenador de Billing y lo borró de la lista. Siguió con Lars Örjan Wollberg, cincuenta y un años, un veterano reportero de la redacción de asuntos jurídicos.

Torsten Edklinth entró en la jefatura de policía de Kungsholmen a las siete y media de la tarde del sábado. Allí lo esperaban Monica Figuerola y Mikael Blomkvist. Se sentaron en torno a la misma mesa de reuniones donde se sentó Mikael el día anterior.

Edklinth constató que estaba pisando un terreno resbaladizo y que había violado toda una serie de reglas internas al permitir que Blomkvist accediera a ese pasillo. Sin lugar a dudas, Monica Figuerola no tenía derecho a invitarlo por su cuenta. En circunstancias normales, ni siquiera las esposas o los maridos podían acceder a las dependencias secretas de la DGP /Seg; si querían ver a su pareja, debían esperar en la escalera. Y Blomkvist, para más inri, era periodista. En el futuro sólo lo dejaría entrar en el local provisional que tenían en Fridhemsplan.

Pero, por otro lado, siempre solía haber gente dando vueltas por los pasillos en calidad de invitados especiales. Visitas extranjeras, investigadores, asesores temporales… Él colocó a Blomkvist en la categoría de asesores externos temporales. En fin, todas esas chorradas de la clasificación del nivel de seguridad no eran más que palabras. De repente, alguien decidía que fulanito de tal debía ser autorizado para obtener un determinado nivel de seguridad. Edklinth había decidido que, si alguien lo criticara, diría que él personalmente le había dado a Blomkvist la autorización necesaria.

Siempre y cuando no surgiera un conflicto entre ambos, claro está. Edklinth se sentó y miró a Figuerola.

– ¿Cómo te enteraste de la reunión?

– Blomkvist me llamó a eso de las cuatro -contestó ella con una sonrisa.

– ¿Y cómo te has enterado tú?

– Me avisó una fuente -dijo Mikael Blomkvist.

– ¿Debo llegar a la conclusión de que le has puesto algún tipo de vigilancia a Teleborian?

Monica Figuerola negó con la cabeza.

– Esa fue también mi primera idea -dijo ella con una alegre voz, como si Mikael Blomkvist no se encontrara allí-. Pero no se sostiene. Aunque alguien se encontrara siguiendo a Teleborian por encargo de Blomkvist, es imposible que esa persona supiera con antelación que iba a ver, precisamente, a Jonas Sandberg.

Edklinth asintió lentamente.

– Bueno… Entonces, ¿qué nos queda? ¿Escuchas ilegales o algo así?

– Te puedo asegurar que no me dedico a realizar escuchas ilegales de nadie y que ni siquiera he oído hablar de que algo así se estuviera llevando a cabo -dijo Mikael Blomkvist para recordarles que él también se hallaba en la habitación-. Seamos realistas: las escuchas ilegales son actividades a las que se dedican las autoridades estatales.

Edklinth hizo una mueca.

– ¿Así que no quieres decir cómo te enteraste de la reunión?

– Sí. Ya te lo he contado. Me avisó una fuente. Y la fuente está protegida. ¿Qué te parece si nos centramos en el resultado del aviso?

– No me gusta dejar cabos sueltos -dijo Edklinth-. Pero vale, ¿qué es lo que sabemos?

– Se llama Jonas Sandberg -contestó Monica Figuerola-. Se formó como buceador militar y luego pasó por la Academia de policía a principios de los años noventa. Primero trabajó en Uppsala y después en Södertälje.

– Tú estuviste en Uppsala.