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Dicho de forma simple: la historia no sonaba creíble.

Eso era, justamente, lo que Lisbeth Salander pretendía.

En ese instante oyó el sonido del llavero del vigilante de Securitas. Apagó enseguida el ordenador de mano y lo colocó en el hueco de detrás de la mesilla. Era Annika Giannini. Frunció el ceño: eran más de las nueve de la noche y Giannini no solía aparecer tan tarde.

– Hola, Lisbeth.

– Hola.

– ¿Cómo estás?

– No la he terminado todavía.

Annika Giannini suspiró.

– Lisbeth: han fijado la fecha del juicio para el trece de julio.

– Está bien.

– No, no está bien. El tiempo pasa y no confías en mí. Empiezo a tener miedo de haber cometido un terrible error aceptando ser tu abogada. Si queremos tener la más mínima oportunidad, has de fiarte de mí. Debes colaborar conmigo.

Lisbeth examinó a Annika Giannini durante un buen rato. Al final echó la cabeza hacia atrás y miró al techo.

– Ya sé cómo lo vamos a hacer -dijo Lisbeth-. He entendido el plan de Mikael. Y tiene razón.

– No estoy tan segura -dijo Annika.

– Pero yo sí.

– La policía quiere volver a interrogarte. Un tal Hans Faste, de Estocolmo.

– Deja que me interrogue. No diré ni una palabra.

– Debes dar una explicación.

Lisbeth miró fijamente a Annika Giannini.

– Repito: no le vamos a decir ni una sola palabra a la policía. Cuando nos presentemos en la sala del juicio, el fiscal no va a tener ni una sola sílaba sobre la que apoyarse. Todo lo que conseguirá será la declaración que estoy preparando ahora y que, en su mayoría, le va a parecer absurda. Y se la daré unos pocos días antes del juicio.

– ¿Y cuándo vas a coger un boli y terminar esa presentación?

– Te la daré dentro de unos días. Pero el fiscal no la verá hasta poco antes del juicio.

Annika Giannini parecía escéptica. De repente, Lisbeth mostró una prudente y torcida sonrisa.

– Hablas de confianza. ¿Yo me puedo fiar de ti?

– Por supuesto.

– Vale, ¿puedes pasarme a escondidas un ordenador de mano para que me mantenga en contacto con la gente por Internet?

– No. Claro que no. Si se descubriera, me procesarían y perdería mi licencia de abogada.

– Pero ¿y si otra persona me pasara uno… lo denunciarías a la policía?

Annika arqueó las cejas.

– Bueno, si no lo conociera…

– Pero ¿y si lo conocieras? ¿Cómo actuarías?

Annika reflexionó un largo rato.

– Haría la vista gorda. ¿Por qué?

– Dentro de poco, ese hipotético ordenador te enviará un hipotético correo. Cuando lo hayas leído, quiero que vuelvas a visitarme.

– Lisbeth…

– Espera. Verás, esto es así: el fiscal juega con las cartas marcadas. Haga lo que haga, me encuentro en una posición de inferioridad, y el objetivo del juicio es volver a encerrarme en una clínica psiquiátrica.

– Lo sé.

– Si quiero sobrevivir, también tengo que recurrir a métodos ilegales.

Al final, Annika Giannini asintió.

– Cuando viniste a verme por primera vez me diste saludos de parte de Mikael Blomkvist. Me ha dicho que te lo ha contado casi todo sobre mí, excepto algunas cosas. Una de esas excepciones es la destreza que él descubrió en mí cuando estuvimos en Hedestad.

– Sí.

– Se refería a que soy cojonuda con los ordenadores. Tan cojonuda que puedo leer y copiar lo que hay en el ordenador del fiscal Ekström.

Annika Giannini palideció.

– Tú no puedes implicarte en eso. Quiero decir que no puedes usar ese material en el juicio -le aclaró Lisbeth.

– No, claro que no.

– O sea, que no lo sabes.

– De acuerdo.

– En cambio, otra persona, digamos tu hermano, puede publicar determinadas partes de ese material. Eso lo debes tener en cuenta cuando planees nuestra estrategia de cara al juicio.

– Entiendo.

– Annika, este juicio lo ganará quien utilice los métodos más duros.

– Ya lo sé.

– Estoy contenta contigo como abogada. Confío en ti y necesito tu ayuda.

– Mmm.

– Pero si vas a ponerme trabas porque yo también empleo métodos poco éticos, entonces perderemos.

– Sí.

– Y si eso es así, quiero saberlo ya. Pero me veré obligada a despedirte y buscar a otra persona.

– Lisbeth, no puedo violar la ley.

– Tú no vas a violar ninguna ley. Pero tienes que cerrar los ojos cuando yo lo haga. ¿Podrás hacerlo?

Lisbeth Salander esperó pacientemente durante casi un minuto hasta que Annika Giannini hizo un gesto afirmativo.

– Bien. Déjame que te ponga al tanto de las líneas generales de mi presentación.

Hablaron durante más de dos horas.

Tenía razón Monica Figuerola cuando dijo que el burek del restaurante bosnio era fantástico. Mikael Blomkvist la miró con disimulo mientras ella volvía del cuarto de baño. Se movía con la gracia de una bailarina de ballet, pero su cuerpo era como… Mikael no podía remediar sentirse fascinado. Reprimió el impulso de alargar la mano y tocarle los músculos de las piernas.

– ¿Desde cuándo haces deporte? -preguntó.

– Desde que era joven.

– ¿Y cuántas horas por semana le dedicas?

– Dos horas al día. A veces tres.

– ¿Por qué? Quiero decir, entiendo por qué debe uno hacer ejercicio y todo eso, pero…

– Te parece que es exagerado.

– No sé muy bien qué es lo que me parece.

Ella sonrió y en absoluto pareció irritarse por sus preguntas.

– Tal vez sólo sea que te molesta ver a una tía con músculos y que piensas que es poco atractivo y poco femenino.

– No. En absoluto. Lo cierto es que te sienta bien. Te hace muy sexy.

Ella volvió a reírse.

– Ahora estoy bajando el ritmo. Hace diez años me dediqué en serio al culturismo; me machaqué mucho en el gimnasio. Era divertido. Pero ahora debo tener cuidado para que todos los músculos no se conviertan en grasa y empiece a engordar. Así que sólo hago pesas una vez por semana y el resto del tiempo me dedico a correr, nadar, jugar al badminton y cosas por el estilo. Ejercicio más que entrenamiento duro.

– Vale.

– Si hago ejercicio es porque me resulta placentero. Es un fenómeno normal entre los que nos entrenamos mucho. El cuerpo desarrolla una sustancia analgésica que te crea adicción. Al cabo de un tiempo te produce síndrome de abstinencia si no sales a correr todos los días. Es un subidón enorme de bienestar darlo absolutamente todo. Casi tan bueno como el sexo.

Mikael se rió.

– Tú también deberías hacer ejercicio -dijo ella-. Se te empieza a notar la tripa.

– Ya lo sé -respondió-. Es un eterno cargo de conciencia. De vez en cuando me da la neura y salgo a correr para quitarme un par de kilos, pero luego me lío con temas del trabajo y no hago nada durante uno o dos meses.

– Has estado bastante ocupado durante los últimos meses.

De repente se puso serio. Luego asintió.

– En las últimas dos semanas he leído un montón de cosas sobre ti -siguió Monica Figuerola-. Le diste mil vueltas a la policía cuando conseguiste localizar a Zalachenko e identificar a Niedermann.

– Lisbeth Salander fue más rápida.

– ¿Cómo diste con Gosseberga?

Mikael se encogió de hombros.

– Investigación normal y corriente. No fui yo quien la encontró sino nuestra secretaria de redacción, la actual redactora jefe, Malin Eriksson. Lo consiguió a través del registro de sociedades. Niedermann era miembro de la junta de la empresa de Zalachenko, KAB.

– Entiendo.

– ¿Por qué te convertiste en activista de la Säpo? -preguntó Mikael.

– Lo creas o no, estoy tan pasada de moda como un demócrata. Opino que la policía es necesaria y que una democracia necesita una protección política. Por eso me siento muy orgullosa de poder trabajar para la protección constitucional.

– Mmm -dijo Mikael Blomkvist.

– No te gusta la Säpo.

– No me gustan las instituciones que están por encima del control parlamentario habitual: es una invitación al abuso de poder, por muy buenas que sean las intenciones. ¿Por qué te interesa el deísmo de la Antigüedad?