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– ¿No?

– Blomkvist, lo peor que yo podría hacer en este momento sería intentar influir en el contenido de tu reportaje. En su lugar, voy a proponerte una colaboración.

– Soy todo oídos.

– Ahora que hemos confirmado que existe una conspiración dentro de una parte excepcionalmente delicada de la administración del Estado, he ordenado que se lleve a cabo una investigación -el primer ministro se volvió hacia el ministro de Justicia-: ¿puedes explicarle en qué consiste la orden del gobierno?

– Es muy fácil. Se le ha encomendado a Torsten Edklinth la misión de que investigue con urgencia si todo esto se puede confirmar. Su encargo consiste en recopilar información para que pueda serle entregada al fiscal general, quien, a su vez, ha de decidir si dictar auto de procesamiento o no. En otras palabras, una orden muy clara.

Mikael asintió con la cabeza.

– A lo largo de la tarde, Edklinth nos ha ido informando del desarrollo de la investigación. Hemos tenido una larga discusión sobre algunos detalles constitucionales: queremos, por supuesto, que se hagan bien las cosas.

– Naturalmente -dijo Mikael en un tono que daba a entender que no se fiaba nada de las garantías del primer ministro.

– La investigación se encuentra ahora en una fase delicada. Aún no sabemos con exactitud qué personas están implicadas. Necesitamos tiempo para identificarlas. Por eso enviamos a Monica Figuerola para que te invitara a esta reunión.

– Pues ha hecho muy bien su trabajo: no me ha dado muchas opciones.

El primer ministro frunció el ceño y miró de reojo a Monica Figuerola.

– Olvídalo -dijo Mikael-. Su comportamiento ha sido ejemplar. ¿Qué es lo que deseas?

– Queremos saber cuándo piensas publicar tu texto. Ahora mismo la investigación se está llevando a cabo con la máxima confidencialidad, de manera que, si actúas antes de que Edklinth termine, podrías echarlo todo a perder.

– Mmm. ¿Y cuándo quieres que lo publique? ¿Después de las próximas elecciones?

– Eso lo decides tú; yo no puedo influir sobre eso. Lo que te pido es que, antes de hacerlo, nos avises para que nosotros sepamos qué fecha límite tenemos para llevar a cabo nuestra investigación.

– Entiendo. Antes mencionaste algo sobre una colaboración…

– Primero quiero decir que, en circunstancias normales, ni se me habría pasado por la cabeza pedirle a un periodista que asistiera a una reunión como ésta.

– Creo que en circunstancias normales habrías hecho todo lo que hubiera estado en tu mano para mantener alejados a los periodistas de una reunión así.

– Sí. Pero tengo entendido que a ti te motivan varios factores. Como periodista tienes fama de no andarte con chiquitas cuando se trata de corrupción. En ese caso, no hay ninguna discrepancia con respecto a nosotros.

– ¿No?

– No. Ni la más mínima. O, mejor dicho… si hay alguna, es más bien de carácter jurídico, pero no en lo que se refiere al objetivo. Si es verdad que existe ese club de Zalachenko, no sólo se trata de una organización criminal, sino también de una amenaza para la seguridad del país. Hay que pararlos y los responsables tienen que ser entregados a la justicia. En eso tú y yo estamos de acuerdo ¿no?

Mikael asintió.

– Tengo entendido que conoces esta historia mejor que nadie. Lo que te proponemos es que compartas tus conocimientos. Si esto hubiera sido una investigación policial normal y corriente en torno a un simple delito, el que instruyera el caso podría haberte convocado a un interrogatorio. Pero esto es, como ya sabes, una situación extrema.

Mikael permaneció callado un instante mientras reflexionaba sobre el asunto.

– ¿Y qué me dais a cambio si colaboro?

– Nada. No voy a negociar contigo. Si quieres publicar el texto mañana mismo, hazlo. No quiero verme envuelto en ningún tipo de regateo que pueda ser dudoso desde un punto de vista constitucional. Pido tu colaboración por el bien de la nación.

– Nada puede ser bastante -dijo Mikael Blomkvist-. Déjame decirte una cosa: estoy muy cabreado. Estoy muy cabreado con el Estado, con el gobierno, con la Säpo y con esos malditos cabrones que, sin ninguna razón, encerraron a una niña de doce años en el manicomio para luego asegurarse de que la declaraban incapacitada.

– Lisbeth Salander se ha convertido en un asunto gubernamental -dijo el primer ministro, sonriendo incluso-. Mikael: personalmente estoy muy indignado por todo lo que le ha pasado. Y créeme cuando te digo que los responsables van a pagar por lo que han hecho. Pero antes de hacer nada, necesitamos saber quiénes son.

– Tú tienes tus problemas. El mío es que quiero que se absuelva a Lisbeth Salander y que anulen su declaración de incapacidad.

– Ahí no te puedo ayudar. No estoy por encima de la ley y no puedo dictar lo que han de decidir los fiscales y los jueces. Debe ser absuelta en un juicio.

– De acuerdo -dijo Mikael Blomkvist-. Quieres una colaboración. Dame acceso a la investigación de Edklinth y contaré qué es lo que pienso publicar y cuándo.

– No puedo. Eso me pondría a mí con respecto a ti en la misma situación que vivió el predecesor del ministro de Justicia con aquel Ebbe Carlsson.

– Yo no soy Ebbe Carlsson -dijo Mikael tranquilamente.

– Eso ya me ha quedado claro. Sin embargo, Torsten Edklinth sí que puede decidir, claro está, qué información es la que desea compartir mientras el marco de su misión se lo permita.

– Mmm -murmuró Mikael Blomkvist-. Quiero saber quién era Evert Gullberg.

Un silencio se instaló en el salón.

– Lo más probable es que, durante muchos años, Evert Gullberg fuera el jefe de esa sección de la DGP /Seg a la que tú llamas El club de Zalachenko -dijo Edklinth.

El primer ministro le echó una mirada incisiva a Edklinth.

– Creo que eso ya lo sabía -dijo Edklinth, excusándose.

– Es correcto -intervino Mikael-. Empezó en los años cincuenta en la Säpo y en los sesenta se convirtió en jefe de algo llamado Sección para el Análisis Especial. Fue él quien se ocupó de todo el asunto Zalachenko.

El primer ministro negó con la cabeza.

– Sabes más de lo debido. Y me encantaría enterarme de cómo lo has averiguado. Pero no te lo voy a preguntar.

– Mi historia tiene algunos agujeros -dijo Mikael-. Y quiero taparlos. Dame la información que me falta y no os pondré la zancadilla.

– Como primer ministro no puedo darte esa información. Y Torsten Edklinth estaría en la cuerda floja si lo hiciera.

– ¡Y una mierda! Yo sé lo que queréis. Tú sabes lo que yo quiero. Si me dais esa información, os trataré como fuente, con toda la garantía de anonimato que eso implica. No me malentendáis: en mi reportaje voy a contar la verdad tal y como yo la veo. Si tú estás implicado, te dejaré en evidencia y me aseguraré de que nunca jamás vuelvas a ser elegido. Pero, de momento, no tengo motivos para creer que ése sea el caso.

El primer ministro miró de reojo a Edklinth. Tras un instante de duda, movió afirmativamente la cabeza. Mikael lo vio como una señal de que el primer ministro acababa de violar la ley -si bien era cierto que de un modo muy teórico- dando su consentimiento a que Mikael pudiese acceder a información clasificada.

– Esto se soluciona de una forma bastante sencilla -dijo Edklinth-. Soy el responsable de una comisión unipersonal, de modo que yo mismo elijo a mis colaboradores. Tú no puedes formar parte de esa comisión, ya que eso implicaría que te vieras obligado a firmar una declaración de secreto profesional. Pero no hay nada que me impida contratarte como asesor externo.

Desde que Erika Berger tuvo que meterse en el traje del difunto redactor jefe Håkan Morander, su vida se había llenado, día y noche, de un sinfín de reuniones y trabajo. Se sentía en todo momento mal preparada, incapaz y poco puesta al día.

Hasta la tarde del miércoles, casi dos semanas después de que Mikael Blomkvist le diera la carpeta de la investigación de Henry Cortez sobre el presidente de su junta directiva, Magnus Borgsjö, Erika no tuvo tiempo para dedicarse a ese asunto. Cuando la abrió se dio cuenta de que su tardanza también se debía al hecho de que no le apetecía mucho abordar ese tema. Ya sabía que, hiciera lo que hiciese, acabaría en catástrofe.