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Sin embargo, tomó unas sencillas medidas de seguridad.

Mikael Blomkvist le había contado cómo con un palo de golf Lisbeth Salander había despachado al asesino en serie Martin Vanger. Así que salió al garaje y estuvo diez minutos buscando su bolsa de golf, a la que llevaba unos quince años sin acercarse. Eligió el palo de hierro que mejor swing tenía y lo colocó a una distancia cómoda de la cama de su dormitorio. Colocó un putter en la entrada y un palo más en la cocina. Cogió un martillo de la caja de herramientas del sótano y lo dejó en el cuarto de baño contiguo al dormitorio.

Sacó su bote de gas lacrimógeno de su bolso y lo puso en la mesilla de noche. Finalmente buscó una cuña de goma, cerró la puerta del dormitorio y metió la cuña por debajo. Luego casi deseó que ese maldito idiota que la llamaba puta y que se dedicaba a romper los cristales de su casa volviese durante la noche.

Cuando se sintió satisfactoriamente escudada era ya la una de la madrugada. Debía estar en el SMP a las ocho. Consultó su agenda y constató que, a partir de las diez, tenía concertadas cuatro reuniones. El pie le dolía muchísimo y cojeaba. Se desnudó y se metió bajo las sábanas. Como ella no utilizaba camisones, se preguntó si no debería ponerse una camiseta o algo así, pero decidió que, como había dormido desnuda desde que era adolescente, un ladrillo por la ventana del salón no iba a cambiar sus hábitos.

Luego, claro está, se quedó despierta cavilando.

Puta.

Había recibido nueve correos que contenían la palabra «puta» y que parecían proceder de distintas fuentes dentro de los medios de comunicación. El primero llegó desde su misma redacción, pero el remitente era falso.

Salió de la cama y cogió el nuevo Dell laptop que le habían dado nada más empezar a trabajar en el SMP.

El primer correo -que también era el más vulgar y amenazador y en el que le decían que le dieran por el culo con un destornillador- había llegado el 16 de mayo, hacía ya diez días.

El segundo apareció dos días más tarde, el 18 de mayo.

Cesaron una semana y luego volvió a recibirlos, esta vez con un intervalo de aproximadamente veinticuatro horas.

Después, el ataque contra su casa. Puta.

Mientras tanto, Eva Carlsson, de cultura, había recibido unos cuantos correos idiotas que daban la impresión de proceder de la propia Erika. Y si Eva Carlsson había recibido ese tipo de correos, era perfectamente posible que el autor también se hubiese aplicado en otros lares: o sea, que más personas desconocidas por ella hubieran recibido supuestos correos de «ella».

Era un pensamiento desagradable.

Sin embargo, lo que más la preocupaba era el ataque contra su chalet de Saltsjöbaden.

Significaba que alguien se había molestado en ir allí, localizar su casa y tirar un ladrillo por la ventana. El ataque había sido preparado: el agresor se había traído un bote de pintura en spray. Un instante después se quedó helada cuando se dio cuenta de que posiblemente hubiera que añadir otra agresión a la lista; alguien le había pinchado las cuatro ruedas del coche cuando pasó la noche con Mikael Blomkvist en el Hilton de Slussen.

La conclusión resultaba tan obvia como desagradable: un stalker andaba tras ella.

Ahí fuera había ahora una persona que, por razones desconocidas, se dedicaba a acosar a Erika Berger.

Que la casa de Erika fuese objeto de un ataque resultaba comprensible: estaba donde estaba y era difícil esconderla o cambiarla de lugar. Pero que su coche hubiese sido objeto de un ataque mientras se encontraba aparcado en una calle cualquiera del barrio de Södermalm quería decir que el stalker siempre rondaba a su alrededor.

Capítulo 18 Jueves, 2 de junio

Una llamada de móvil despertó a Erika Berger a las nueve menos cinco.

– Buenos días, señora Berger. Dragan Armanskij. Tengo entendido que anoche sucedió algo.

Erika contó lo ocurrido y preguntó si Milton Security podía reemplazar a Nacka Integrated Protection.

– Por lo menos sabemos instalar una alarma y hacer que funcione -dijo Armanskij con sarcasmo-. El problema es que el coche más cercano del que disponemos por las noches se encuentra en el centro de Nacka. Tardaría en llegar unos treinta minutos. Si aceptamos el trabajo, tendría que sacar su casa a contrata: hemos firmado un acuerdo de colaboración con una empresa local, Adam Säkerhet, de Fisksätra, cuyo tiempo de llegada sería de unos diez minutos si nada falla.

– Es mejor que la NIP, que no aparece.

– Quiero informarle de que se trata de una empresa familiar compuesta por el padre, dos hijos y un par de primos. Griegos, buena gente; conozco al padre desde hace muchos años. Tienen cobertura unos trescientos veinte días al año. Cuando ellos no pueden acudir, por vacaciones u otras razones, me lo comunican con antelación y entonces es nuestro coche de Nacka el que está disponible.

– Me parece muy bien.

– Le voy a enviar una persona. Se llama David Rosin y puede que ya esté en camino. Va a hacer un análisis de seguridad. Si no va a estar ahí, necesitará las llaves y su permiso para revisarlo todo de arriba abajo. Hará fotos de la casa, del jardín y de los alrededores.

– De acuerdo.

– Rosin tiene mucha experiencia. Luego le haremos una propuesta de medidas de seguridad. La tendrá lista en unos cuantos días. Comprende alarma antiagresión, seguridad contra incendios, evacuación y protección ante posibles intrusos.

– Vale.

– Si ocurre algo también queremos que sepa lo que debes hacer durante los diez minutos que tarda en llegar el coche de Fisksätra.

– ¿Sí?

– Esta misma tarde le instalaremos la alarma. Después habrá que firmar el contrato.

Inmediatamente después de la llamada de Dragan Armanskij, Erika se dio cuenta de que se había dormido. Cogió el móvil, llamó al secretario de redacción Peter Fredriksson, le explicó que se había hecho daño y le pidió que cancelara la reunión de las diez.

– ¿No te encuentras bien? -preguntó.

– Me he hecho un corte en el pie -dijo Erika-. Iré en cuanto pueda. Cojeando.

Lo primero que hizo fue ir al baño contiguo al dormitorio. Luego se puso unos pantalones negros y le cogió a su marido una zapatilla que podría colocarse en el pie lesionado. Eligió una blusa negra y fue a por una americana. Antes de quitar la cuña de goma de debajo de la puerta del dormitorio se armó con el bote de gas lacrimógeno.

Recorrió la casa en estado de máxima alerta, se dirigió a la cocina y encendió la cafetera eléctrica. Desayunó en la mesa, atenta constantemente a cualquier ruido que se produjera alrededor. Acababa de servirse un segundo café cuando David Rosin, de Milton Security, llamó a la puerta.

Monica Figuerola fue paseando hasta Bergsgatan y reunió a sus cuatro colaboradores para una temprana charla matutina.

– Ahora tenemos un deadline -dijo Monica Figuerola-. Nuestro trabajo tiene que estar para el trece de julio, fecha del juicio de Lisbeth Salander. Así que nos queda un mes y pico. Hagamos una puesta en común y decidamos qué cosas son las más importantes ahora mismo ¿Quién quiere empezar?

Berglund se aclaró la voz.

– Ese hombre rubio que se ve con Mårtensson… ¿quién es?

Todos asintieron con la cabeza. Iniciaron la conversa ción:

– Tenemos fotos suyas, pero ni idea sobre cómo dar con él. No podemos salir con una orden de busca y captura.

– ¿Y Gullberg? Tiene que haber un hilo del que tirar. Trabajó para la Policía Secreta del Estado desde principios de los años cincuenta hasta 1964, cuando se fundó la DGP /Seg. Luego desapareció.

Figuerola asintió.

– ¿Debemos sacar la conclusión de que el club de Zalachenko fue algo que se fundó en 1964? O sea, ¿mucho antes de que llegara Zalachenko?