Winter fulminó al joven con la mirada.
– Sí. Correcto.
El joven cerró su libreta de golpe.
– Bien. Creo que eso es todo. Si recuerda algo más, llame al detective Robinson, ¿de acuerdo?
Winter se tragó una réplica airada y asintió con la cabeza. El agente sonrió.
– Bien, ya puede irse a su casa, señor Winter. Esa pandilla de reporteros pronto empezará a incordiar. Tal vez el asunto atraiga la atención por aquí un par de días. Los de la prensa puede que le fastidien, pero mándelos al infierno si le apetece. Normalmente funciona. Me aseguraré de que el detective reciba un informe de su declaración.
El policía regresó a la calle, dejando a Simon Winter solo, con el rostro surcado por los destellos de las luces estroboscópicas.
En la cocina, Espy Martínez observó cómo Robinson alzaba el auricular y comprobaba dos veces cada dígito antes de marcarlo. Luego tapó el auricular con la palma de la mano y susurró:
– En mitad de la noche suena el teléfono. Tu madre ha sido asesinada. ¡Menuda pesadilla! -Y se encogió de hombros como para distanciarse de la tragedia que estaba a punto de comunicar.
La joven fiscal le observó, ligeramente incómoda con su propia fascinación, la clase de culpabilidad que uno siente cuando contempla embobado el accidente que ha dejado la autopista tachonada de cristales rotos y manchas de sangre.
Robinson articuló la palabra «llamando» y se enderezó ligeramente cuando oyó que al otro lado descolgaban el auricular.
– ¿Sí?
– Murray Millstein, por favor.
– Soy yo. Qué…
– Señor Millstein, le habla el detective Walter Robinson de la policía de Miami Beach, Florida. Lo siento pero tengo malas noticias.
– ¿Qué? ¿Qué ha ocurrido?
– Su madre, la señora Sophie Millstein, ha muerto esta noche. Ha sido víctima de un atracador que entró en su apartamento poco antes de la medianoche.
– ¡Oh, Dios mío! ¿Que mi madre…? Pero…
– Lo siento, señor Millstein.
– ¿Pero qué está diciendo? ¿Que mi madre… qué? No…
– Lo siento, señor Millstein. Su madre ha muerto esta noche.
Robinson dudó mientras Millstein parecía intentar articular alguna palabra. Oyó otra voz de fondo, preguntas frenéticas, súbito pánico. «La esposa del letrado -pensó Robinson-. Está sentada en la cama y ha encendido la lámpara de la mesilla donde tiene el despertador y una fotografía de sus hijos, y ahora ha extendido la mano para sujetar el brazo de su marido, apretando fuertemente, y le está preguntando por qué ha sacado los pies de la cama y se ha quedado como petrificado, pálido y aterrado.»
– Detective…
– Robinson. ¿Tiene papel y lápiz, señor Millstein? Le daré un número de teléfono.
– Sí, sí, pero…
– Es el número de mi despacho en la comisaría central.
– ¿Pero qué ha pasado? Mi madre…
– Aún no hemos detenido a ningún sospechoso, señor Millstein. Pero tenemos una descripción y varias pruebas recogidas en el apartamento de su madre. Estamos iniciando la investigación y contamos con la total cooperación de la fiscalía y otros cuerpos de segundad del condado de Dade. Tengo esperanzas de que pronto procederemos a un arresto.
– Pero mi madre, cómo… ella siempre cerraba…
– El autor del crimen ha forzado la puerta trasera.
– Pero entonces, no comprendo…
– La investigación preliminar sugiere que fue estrangulada. Pero todo eso lo confirmará el forense.
– Ella va a…
– Sí. Sus restos serán transportados al depósito de cadáveres. Después de que le hayan practicado la autopsia, usted deberá contactar con una funeraria local. Si llama a la morgue por la tarde, un funcionario le proporcionará información.
– ¡Oh, Dios mío!
– Señor Millstein, siento ser portador de tan malas noticias. Pero es mi deber. Le proporcionaré todos los detalles que necesite, pero ahora mismo aún tengo mucho trabajo por delante. Por favor, telefonéeme cuando quiera al número que le he dado. Estaré allí hacia las ocho de la mañana.
El abogado contestó con una mezcla de sollozo y resoplido, y Robinson colgó.
Espy Martínez le observaba. En parte, se sentía como una voyeur, fascinada y asqueada, todo sucediendo delante de ella como en una extraña cámara lenta. Por un segundo vio desánimo e impotencia en los ojos del detective, sólo lo justo para que le pulsase una fibra íntima. De repente pensó: «Los dos somos muy jóvenes.» En cambio, musitó:
– Debe de ser muy duro tener que hacer eso.
Robinson se encogió de hombros con impostada indiferencia y movió la cabeza.
– Bueno, en realidad te acostumbras -intentó hacerse el duro, y ella lo supo.
Ambos salieron al exterior. Espy Martínez pensó que la oscuridad estaba diluyéndose. Echó un vistazo a su reloj de pulsera: el amanecer se aproximaba rápidamente. Distinguió a un puñado de ancianos en una esquina del pequeño patio, pero antes de que preguntara, Robinson respondió con detalle:
– Son vecinos. El anciano que vio al tipo escapando callejón abajo se llama Kadosh. Su mujer llamó al 911. El tipo alto es Simon Winter. Acompañó a la señora Millstein a su casa a primera hora de la noche, y comprobó dos veces que los cerrojos estuviesen echados. El propietario del apartamento es un tal González, pero aún no ha llegado. Está de camino. ¿Quiere saber una condenada cosa? Uno de los vecinos me ha contado que ya había instalado nuevas cerraduras en la mitad de los apartamentos y tenía previsto volver este fin de semana a cambiar los de la señora Millstein. Tal vez no habría servido de mucho, pero nunca se sabe. Eso es lo que se leerá en todos los periódicos mañana.
Robinson hizo un rápido gesto con la mano hacia los periodistas y cámaras para indicarles que ya iba. Luego bajó la voz y dijo a la fiscal:
– Muy bien, nos abstendremos de mencionar lo de la cadena de oro con su inicial y la huella que el técnico ha recogido del cuello, al menos hasta que podamos cotejarla con la de alguien.
Robinson vio a un par de detectives y varios agentes que regresaban por la esquina de The Sunshine Arms desde la parte trasera.
Uno de los detectives se acercó a la pareja.
– ¡Eh, Walter, hemos dado con la cajita! -dijo.
Robinson se lo presentó a Espy Martínez y luego dijo:
– ¿En el fondo del callejón?
– Eso es. En un cubo de la basura. Hemos tomado fotos y el tipo del laboratorio lo ha metido en una bolsa. Me parece que tendremos suerte, creo haber visto un poco de sangre en una esquina.
– ¿De qué se trata? -preguntó Espy Martínez.
– Un joyero de latón. Tampoco lo mencionaremos a la prensa, ¿de acuerdo? -dijo Robinson.
– Bien. De todos modos preferiría que hablase usted con ellos.
Robinson afirmó con la cabeza.
– Está bien -sonrió de nuevo e hizo una broma-: Eh, no es peor que ir al dentista.
El detective le dio un ligero toque en el codo y luego los dos se adentraron en el repentino resplandor de los focos de las cámaras.