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– ¿Es Sophie Millstein? -preguntó Robinson.

Simon continuó mirándola. Los ojos de la mujer aún estaban abiertos de par en par, contemplando con mirada inerte el techo. Winter vio el miedo grabado en el rostro de su vecina. Debía de haber sabido, aunque sólo fuera por una fracción de segundo, que estaba muriendo allí y en aquel instante. Se preguntó si él habría tenido aquel mismo aspecto unas horas antes al anochecer, cuando se había llevado su arma a la boca. Y también se preguntó si la anciana habría conseguido pensar en Leo en medio del pánico final.

Miró de nuevo los ojos de Sophie Millstein. «No -pensó-. Lo único que vieron fue terror.»

Apreció un rasguño, en realidad un largo rasguño en la piel del cuello, que extrañamente no presentaba sangre. Recordó el collar de oro que lucía la anciana. Tampoco estaba. «Le fue arrancado post mórtem -se dijo-. Por eso la piel no sangró.»

– ¿Señor Winter? -la voz de Robinson era inquisitiva.

Simon miró los dedos de su vecina. ¿Se había defendido? ¿Arañó y pateó para defender los días que le quedaban del hombre que intentaba robárselos? La piel del asesino debía de estar bajo sus uñas. Pero Sophie Millstein las llevaba muy cortas.

Sus ojos se posaron en el antebrazo derecho. Apenas se distinguía el número tatuado en azul deslucido.

En ese momento el joven detective tocó su brazo. Simon se dio la vuelta y lo miró con ceño.

– Por supuesto -dijo despacio-. Es Sophie Millstein. Su collar ha desaparecido. Era una cadenilla de oro con su inicial grabada en el colgante, del mismo tipo que suelen llevar las adolescentes, pero el suyo era especial. Tenía dos diminutos diamantes a cada extremo de la S. Su marido se lo había regalado hacía año y medio y nunca se lo quitaba.

Inspiró hondo, observando cómo Robinson lo anotaba en su libreta.

– ¿Reconocería el collar? -preguntó el detective.

– Sí. Tal vez debería intentar recoger muestras de debajo de las uñas…

– Lo hacen en la morgue. Es el procedimiento estándar. ¿Sabe quién es su familiar más cercano?

– Tiene un hijo llamado Murray Millstein, abogado en Long Island. Tenía una pequeña agenda de direcciones en la salita, en la mesilla del teléfono. Allí es donde decía que siempre lo guardaba.

– ¿En la salita?

– Así es. Se lo mostraré.

Robinson se dispuso a acompañarlo por la habitación.

– Gracias por su ayuda en este asunto, señor Winter. Se lo agradecemos sinceramente…

– Ella estaba asustada -dijo Simon con brusquedad-. Por eso fue a verme.

– ¿Asustada?

– Sí. Dijo estar muy asustada. Hoy había viso a alguien. Se sentía asustada y amenazada.

– ¿Y usted cree que esa persona que la asustó tiene algo que ver con el crimen?

– No lo sé. No era normal. Estaba muy asustada.

– ¿Acaso no era normal en ella estar asustada?

– No -repuso Winter un poco exasperado-. Bueno, es decir, era anciana y estaba sola. Siempre estaba asustada.

– Ya. Muy bien, entonces preste declaración al agente y cuéntele qué sucedió.

– Esa persona era alguien que…

– Él le tomará declaración. Yo tengo que asegurar este escenario y contactar con la familia.

– Pero esa persona…

– Señor Winter, usted era detective. ¿Qué opina que ha sucedido aquí?

Simon no miró alrededor, sino que fijó sus ojos en Walter Robinson.

– Diría que alguien forzó la entrada, la mató, le robó y echó a correr cuando escuchó a los vecinos. Esta sería la explicación obvia, ¿no es así?

– Eso es. E incluso tenemos varios testigos que vieron huir al sospechoso. El señor y la señora Kadosh y el señor Finkel. Sus vecinos. De manera que obviamente ha sido así. Ahora permita que el agente le tome declaración. Dígale de quién tenía miedo la señora. -Y no terminó su pensamiento en voz alta: «Quienquiera que fuese ese pobre diablo, estaba en el lugar y el momento equivocados.»

Se detuvieron en el centro de la salita. Simon habría querido enfurecerse, pero estaba intentando controlarse. Maldijo su edad y su indecisión interiormente.

– Ahora dígame dónde está la agenda.

– En el cajón. -Lo señaló, y Robinson cruzó la salita y abrió el cajón que había bajo el teléfono.

– No está aquí.

– Yo la vi antes. Ahí es donde siempre la guardaba.

– Pues ya no está. ¿Cómo es?

– De plástico rojo. Barata y normal. Con la palabra «Direcciones» en letras doradas grabadas en la cubierta. Del tipo que se compran en unos grandes almacenes.

– La buscaremos. No es la clase de cosas que un yonqui se llevaría.

Winter asintió.

– Ella la sacó esta noche cuando la acompañé hasta aquí.

– Bien, preste su declaración, señor Winter. Y no dude en llamar si se acuerda de algo más.

Robinson le alargó una tarjeta. El viejo detective se la guardó en el bolsillo. Luego el joven se alejó, dejando a Simon para que el agente le condujese fuera. Simon fue a decir algo, pero se abstuvo y se guardó los pensamientos para sí. Seguido de mala gana por el agente, dejando a Sophie Millstein atrás. Miró por encima del hombro y vio que la escena estaba siendo registrada por un fotógrafo de la policía. El hombre se acercaba y oscilaba, como si danzase alrededor de Sophie Millstein, con la cámara chasqueando con cada fogonazo, mientras los de la morgue esperaban en un rincón, hablando en voz baja. Un hombre abría la larga cremallera de una bolsa para cadáveres, negro brillante y plastificada, que hacía un sordo ruido desgarrador.

Walter Robinson buscó por el suelo del dormitorio la agenda, pero no la encontró. Tomó nota de ello y regresó al teléfono en la salita y marcó información telefónica de Long Island. El número del hijo constaba en Great Neck, pero antes marcó el del servicio permanente de la Oficina del Fiscal del Condado de Dade y pidió el número del ayudante de guardia aquella noche.

Marcó y esperó una docena de llamadas antes de que una voz somnolienta balbuceara:

– ¿Diga?

– ¿Es la ayudante del fiscal Esperanza Martínez? -preguntó.

– Sí.

– Soy el detective Robinson. Homicidios de Miami Beach. No nos conocemos…

– Pero ahora nos vamos a conocer, ¿verdad? -repuso la soñolienta voz.

– Exactamente, señorita Martínez. Tengo a una anciana asesinada por un agresor desconocido en su apartamento, bloque mil doscientos de South Thirteenth Terrace. Podría encajar en el perfil de una serie de asaltos que ha habido por aquí, excepto que el asesino ha estrangulado a la víctima.

»Tenemos un testigo que lo ha visto. Descripción provisional: individuo de raza negra, de dieciocho a veintipocos, complexión delgada, no muy alto, de uno ochenta como mucho y unos setenta kilos. Se movía rápido.

– ¿Considera necesario que vaya? ¿Hay algún asunto legal sobre el que necesite consejo?

Robinson pasó por alto el matiz de irritación en la voz.

– En principio no. No veo ningún problema legal. El delito en sí es bastante rutinario. Pero lo que tenemos es una víctima anciana blanca y judía y un joven asesino negro. Intuyo que será un caso que alcanzará notoriedad rápidamente, si a esto le suma que es año de elecciones para su jefe, y que hay una docena de periodistas y cámaras que van a maldecirles si tienen que pasarse aquí toda la condenada noche y luego no consiguen que la noticia se encarame directamente a los titulares de la prensa y los telediarios. ¿Me entiende?

– ¿Usted cree que…?

– Creo que tiene usted un caso racial con resultado de muerte, un cóctel que no sienta demasiado bien en este condado, señorita Martínez.

Este era el procedimiento habitual de la policía del condado de Dade: invocar los disturbios raciales de los años ochenta e, instantáneamente, conseguir la atención de la gente. Se produjo un silencio en la línea telefónica antes de que la mujer, bastante más despierta, repusiese:

– Lo he entendido, detective. Estaré ahí enseguida y agitaremos la bandera juntos.