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– Por supuesto -dijo él. Señaló el cuerpo-. Ésta es Sophie Millstein, blanca de sesenta y ocho años. Viuda. Vivía sola. Aparentemente estrangulada. Aquí, mire las marcas.

El detective hizo un gesto y Espy Martínez dio un paso adelante. Entornó los ojos para limitar su visión, como si al observar a la víctima por partes -garganta, manos, piernas-, no toda de golpe, pudiese minimizar el miedo que sentía.

– Al parecer se echó encima de ella, con una rodilla aplastándole el pecho, y la estranguló. Un par de morados en la frente, aquí y aquí; seguramente golpes. Estamos buscando huellas alrededor de la tráquea, donde apretó los pulgares, en esta zona aplastada. Los vecinos sólo oyeron un leve grito.

Robinson vio que la fiscal palidecía. Se puso rápidamente en su línea de visión.

– Venga, le mostraré por dónde entró. -Tomó por el brazo a la joven y la sacó del dormitorio-. ¿Quiere un vaso de agua? -ofreció.

– Sí, gracias. Y algo de aire fresco.

Él señaló la puerta del patio arrancada de sus goznes.

– Espere ahí fuera.

Cuando Robinson se reunió de nuevo con ella y le tendió el vaso de agua del grifo, Espy estaba respirando profundamente el aire nocturno, como si quisiera tragárselo todo. Bebió el agua de golpe. Luego dejó escapar un largo suspiro y asintió con la cabeza.

– Lo siento, detective. Parezco un estereotipo, ¿verdad? La joven mareada ante la visión de una muerte violenta. Deje que me reponga y luego entraremos para que usted pueda terminar.

– No se preocupe. Puedo informarla aquí mismo.

– No, está bien. Quiero echar un vistazo más. También es mi trabajo.

– Pero no es necesario…

– Sí lo es -repuso ella, y sin más volvió a entrar en el apartamento.

Atravesó la salita en dirección al dormitorio. Intentó despejar la mente de cualquier pensamiento, pero era casi imposible. Preguntas, hechos, la rabia contenida, todo se arremolinaba en su interior. «Por esta razón te hiciste fiscal, por personas como esta pobre mujer», se dijo. Los dos funcionarios forenses estaban listos para alzar a Sophie Millstein de su cama.

– Sólo un segundo -pidió Espy Martínez.

Se acercó al cadáver y miró a Sophie Millstein a los ojos. «Qué forma tan extraña de conocer a alguien -pensó-. ¿Quién eras?» Continuó mirándola y reconoció el mismo miedo que había percibido Simon Winter, y eso la enfureció. «Cobarde -le espetó mentalmente al asesino-. Miserable rata cobarde. Robarle la vida a una anciana como si fuese un simple bolso que se arranca del hombro… Te veré en el infierno.» Mantuvo la vista fija un instante más y luego asintió.

Los dos hombres se miraron. Lo que para Espy era tan especial, para ellos era el monótono trabajo de cada día. Aun así alzaron a Sophie Millstein lenta y cuidadosamente.

– ¡Coño! -exclamó uno de los hombres y casi dejó caer el cuerpo de nuevo en la cama.

– ¡Joder! -soltó su compañero.

Espy Martínez tuvo la presencia de ánimo de cubrirse bruscamente la boca para que no se le escapase un grito.

– ¡Maldita sea! ¡Mira eso! -el otro hombre murmuró.

– ¡Eh, detective! ¡Tal vez quiera ver esto!

Robinson se acercó presuroso y vio lo que había quedado al descubierto. Lo observó un momento y luego hizo un gesto al fotógrafo, que ya se estaba preparando para otra serie de instantáneas. Luego se dirigió a Espy Martínez, que había retrocedido un paso pero se mantenía firme.

Sus ojos se encontraron y Robinson se encogió de hombros.

– Lo siento. No lo sabía.

Ella asintió con la cabeza, insegura de que le saliese la voz en ese momento.

El detective bajó la vista a la cama otra vez y miró los pequeños colmillos blancos que el terror había dejado a la vista.

– Nunca había visto un gato estrangulado -comentó en voz baja.

– Ni yo -dijo Espy Martínez gravemente.

Simon Winter estaba fuera, junto al joven agente, pero alcanzó a distinguir las miradas del detective Robinson y de aquella mujer, con las cabezas juntas hablando en la salita de Sophie Millstein.

– ¿Quién es? -preguntó.

– La ayudante del fiscal del condado. Martínez, me parece.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– Son las normas, ya sabe. Hay un ayudante del fiscal asignado a cada escenario del crimen, pero sólo los llaman un diez por ciento de las veces o en casos en que los detectives creen que van a salir en las noticias vespertinas o en la primera página del Herald.

– ¿Este crimen tendrá notoriedad?

– Sí, es más que probable. Será noticia un par de días, al menos hasta que suceda algo más.

– Ya.

– Vamos a ver -dijo el policía-. Seguramente usted querrá ir a su casa y dormir algo, ¿no es así, veterano? A mí aún me quedan unas cuatro horas de servicio. Cuénteme su historia.

– ¿A qué se refiere?

– Usted vio a la víctima esta noche, ¿verdad?

– ¿Quiere mi declaración ahora?

El policía sostenía un pequeño bloc y un lápiz. Parecía impaciente.

– De eso se trata.

Winter pensó un momento y luego habló con rapidez.

– A última hora de la tarde, tal vez las siete, la señora Millstein llamó a la puerta de mi apartamento. El 103, justo ahí. Después de hacer algunas compras, se había asustado y quería que la acompañase a su casa para asegurarse de que no corría peligro.

– ¿Y lo hizo?

– Así es. El apartamento estaba vacío, y comprobé que las puertas y las ventanas estuviesen cerradas. Pero lo que le asustó…

– ¿No vio a nadie merodeando por los alrededores, especialmente a nadie que encaje con la descripción del sospechoso?

– No.

– Cuando fue a la parte de atrás, a comprobar la puerta del patio, ¿había alguien por allí?

– Acabo de decirle que no. No vi a nadie. No había nadie allí cuando estuve en el apartamento de la señora. Pero ella me describió al hombre que la había asustado.

– Siga.

– Dijo que era alguien que conocía de la guerra…

– ¿Qué guerra?

– La mundial. En Berlín, 1943.

– ¿Berlín?

– Alemania.

– Oh. Bien. Así que este alguien no era un joven negro, ¿correcto?

Simon se quedó mirándolo como si acabase de oír la pregunta más estúpida del mundo, lo que sin duda así era.

– No -confirmó-. No era un joven de color. Era un hombre mayor, pero ella lo describió como particularmente cruel y despiadado. Le llamó Der Schattenmann.

– ¿Shotaman, qué clase de nombre es ése, o se refería en inglés a que habían disparado a alguien? -preguntó el policía confundiendo las palabras.

– No, no es inglés, lo dijo en alemán. Der Schattenmann. Es un tratamiento, no un nombre.

– ¿Un título? ¿Como qué? ¿Alcalde? ¿Comisionado del condado?

– No estoy seguro. -Vio que el lápiz del agente se detenía sobre la libreta y luego escribía algo rápidamente.

– ¿Sabe si ella conocía el nombre del tipo?

– No. Era alguien relacionado con su arresto y posterior deportación. A Auschwitz. Él era un…

– Ya, a un montón de esos viejos que hay por aquí en la Beach les trincaron entonces y cumplieron condena.

– En Auschwitz no se cumplía condena. No era una prisión sino un campo de exterminio.

– Vale, vale. Ya lo sé. Así que el tipo ese que reconoció…

– No estaba segura.

– ¿No estaba segura de haberle reconocido?

– Han pasado cincuenta años.

– Bien, así que ella tenía miedo de ese tipo, el tal Shotinmin. Si es que era el mismo, al fin y al cabo. Usted no está seguro y ella tampoco lo estaba. Bien. ¿Cree que él tiene algo que ver con el crimen?

– No lo sé. Es todo muy extraño. Tal vez sea coincidencia.

– ¿La señora siempre estaba asustada? Me refiero a que si era normal en ella.

– Claro. Era anciana y estaba sola. Estaba nerviosa con frecuencia. Cambió su rutina para no tener que salir por la noche.

– Bien. Pero usted no ha visto nada extraño o diferente esta noche. Y su comportamiento no era tan diferente, ¿correcto?