El rabino movió la cabeza lentamente.
– Por favor, Irving, deja que el señor Winter termine. Tenga paciencia con nosotros, señor Winter. Nos cuesta creer que ese hombre esté aquí.
– Tendría que estar muerto -dijo Silver-. Y en caso contrario, ¿por qué está aquí? ¡No, él tiene que estar muerto! ¡No puede haber sobrevivido!
Frieda Kroner frunció el ceño al señor Silver. Luego habló con un ligero acento alemán.
– ¡Él está aquí, viejo chocho! ¿Dónde más podría estar?
– Pero nosotros somos la gente que él una vez…
– Así es -dijo ella fríamente-. Hace tiempo mató a muchos de nosotros y ahora lo está haciendo de nuevo. Era de esperar. ¿Por qué te sorprende? ¿Acaso crees que un hombre que odia tanto se detiene alguna vez? Pobre Sophie. Cuando él la vio, ya no tuvo ninguna oportunidad. Nadie la tuvo nunca.
Una lágrima resbaló por su redonda mejilla. Se reclinó en el respaldo del sofá, con los brazos cruzados sobre su amplio pecho, y rompió en quedos sollozos.
Winter alzó una mano.
– Señora Kroner… no hay ningún indicio de que otra persona, aparte del sospechoso que la policía está buscando, esté implicada en la muerte de Sophie…
– Si él la vio, él la mató. Y eso es lo que sucedió.
La mujer habló con amarga rotundidad, obligando a Winter a dudar. Un cúmulo de preguntas se agolpó en su mente, mientras se aconsejaba ir con pies de plomo, paso a paso.
– Había una carta. Sophie me dijo que un tal Herman Stein se había suicidado. ¿Él también había visto a ese hombre?
De nuevo se produjo un silencio.
El rabino asintió con la cabeza levemente.
– Lo hablamos, pero no nos pusimos de acuerdo. Cuesta mucho creerlo.
– ¿Conserva usted la carta?
– Sí. -Alargó el brazo y cogió La destrucción de los judíos europeos, de Raul Hilberg, que descansaba junto al servicio de café. La carta estaba en el interior del libro. Se la entregó a Winter, que rápidamente leyó:
Rabino:
Tengo noticias suyas a través del rabino Samuelson del templo Beth-El. Él fue quien me dio su nombre y me dijo que usted había sido en otro tiempo berlinés, como yo fui hace muchos, muchos años.
Tal vez recuerde a un hombre que conocimos en aquellos tristes días: Der Schattenmann. Fue quien descubrió a mi familia cuando nos ocultamos en la ciudad en 1942. Él se quedó observando cómo nos deportaban a Auschwitz.
Pues bien, suponía que ese hombre había muerto, junto con los demás. ¡Pero no es así! Hace dos días asistí a una gran reunión de la Asociación de Copropietarios de Surfside y le vi entre el público, ¡sentado dos filas detrás de mí! Él está aquí. Estoy completamente seguro.
Rabino, ¿a quién debo llamar?
¿Qué debo hacer?
No está bien que este hombre siga vivo y me siento en la obligación de hacer algo. Las preguntas oscurecen mi mente y la nublan de temores. ¿Puede usted ayudarme?
La carta manuscrita estaba firmada por Herman Stein, e incluía su dirección y número de teléfono.
Simon alzó la vista.
– ¿Cuándo llegó esta carta?
– Tres días después de la muerte del señor Stein. Desde Surfside, que no está lejos, no es Alaska ni el polo Sur, pero el servicio postal no entregó la carta hasta tres días después de que fuera franqueada. Así es como sucedió. -Los labios del rabino temblaron ligeramente-. Y ya era demasiado tarde para ayudar al pobre señor Stein.
– ¿Y usted qué hizo?
– Me puse en contacto con la policía. Y llamé al señor Silver y la señora Kroner, y por supuesto a su vecina.
– ¿Y qué dijo la policía?
Hablé con un detective que se quedó una fotocopia de la carta, pero me explicó que el señor Stein, al que yo no conocía, vivió solo muchos años y todos sus vecinos estaban preocupados por él porque últimamente se lo veía muy triste y alicaído. Hablaba solo…
– Actuaba como un chiflado, como si ya no le importara vivir -dijo Frieda Kroner.
El rabino asintió.
– El detective me contó que el señor Stein escribió una nota de suicidio antes de dispararse y que eso era todo. No podía ayudarme más. Era un hombre agradable, aquel detective, pero creo que estaba demasiado ocupado con otros asuntos más urgentes. Me mostró la nota de suicidio del señor Stein.
– ¿Se acuerda qué ponía?
– Por supuesto. ¿Cómo podría olvidarme de una cosa así? Conservo aquellas palabras en mi memoria. Era una sola frase: «Estoy cansado de vivir, echo de menos a mi amada Hanna y por eso ahora voy a reunirme con ella.» Se disparó en medio de la frente.
– ¿La frente?
– Eso me dijo el detective. Aquí. -Se golpeó ligeramente encima del entrecejo.
– ¿Está usted seguro? ¿Leyó usted el informe del detective acerca de la escena del crimen? ¿Le mostraron alguna fotografía? ¿Vio el protocolo de la autopsia?
El rabino alzó una ceja ante la rápida batería de preguntas.
– No. Simplemente me lo dijo. No me mostró nada. ¿Un protocolo?
Simon Winter fue a formular otra pregunta, pero se detuvo. Pensó: «La frente, no la sien.» Tampoco la boca, como había escogido él en aquellos momentos que ya le parecían tan lejanos. Intento visualizarse sosteniendo una pistola en esa posición, contra el entrecejo. Era extraño, no imposible ni improbable, pero era extraño. Y ¿por qué alguien cometería un suicidio extraño? Probablemente el rabino había entendido mal la explicación del detective.
El rabino le miró con ceño.
– ¿Usted entiende de estas cosas, señor Winter?
– Sí. Durante veinte años fui policía de la ciudad de Miami. Me retiré a Miami Beach hace unos años. Ya hace mucho tiempo de eso, pero sí, aún entiendo de estas cosas, rabino.
– ¿Era policía? -Silver se asombró-. ¿Y ahora?
– Ahora sólo soy un anciano más en Miami Beach, señor Silver.
El rabino dejó escapar un bufido.
– Por eso Sophie acudió a usted.
– Sí, supongo. Ella estaba asustada y sabía que yo tengo un revólver. -Inspiró hondo-. Pensó que tal vez yo podría ayudarla.
– Yo también quiero un revólver. ¡Y creo que todos deberíamos procurarnos uno para defendernos! -dijo Silver desafiante.
– ¿Y qué sé yo de armas? -terció Frieda Kroner-. ¿Y qué sabes tú, viejo loco? Lo más probable es que acabaras pegándote un tiro, o a tu vecino, o al chico de los recados de la farmacia que te trae la medicación para el corazón.
– ¡Sí, pero tal vez le dispare primero a él, cuando venga a por mí!
Esta afirmación produjo un denso silencio en la habitación.
Simon observó atentamente los tres rostros que tenía ante él.
El rabino parecía exhausto por el temor y la tristeza. Los ojos de la señora Kroner reflejaban una mezcla de desesperación y desafío, mientras que Silver, con su carácter irascible, ocultaba el miedo que sentía.
– Tiene que perdonarnos, señor Winter -dijo el rabino-. Sophie era nuestra amiga y estamos de duelo por ella. Pero también estamos muy preocupados, y ahora creo que también asustados.
– No tiene que disculparse, rabino. ¿Pero por qué está usted tan convencido de que aquel hombre del pasado la asesinó? La policía tiene un testigo, un vecino que vio al agresor escapando del lugar. Un joven negro.
– ¿Y usted se lo cree? -saltó Irving Silver.
– Tienen a un testigo presencial. Vio al hombre en un callejón -repuso Winter.
El rabino meneó apesadumbrado la cabeza.
– Estoy confuso, señor Winter. Y la confusión sólo parece llevarme hacia más incertidumbres y miedos. El señor Stein dice que ve a Der Schattenmann y luego muere. Un suicidio. Sophie dice que ve a Der Schattenmann y muere. Asesinada por un desconocido de raza negra. Eso para mí es un misterio, señor Winter. Usted es el detective. Díganos: ¿pueden ocurrir estas extrañas coincidencias?
Simon reflexionó antes de responder.
– Rabino, durante muchos años fui detective de Homicidios…