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– ¡Sí, sí, pero responda la pregunta! -se soliviantó Silver. Y fue a proseguir, pero Kroner le dio un codazo en las costillas.

– ¡Deja hablar a este hombre! -siseó ásperamente.

Simon dejó que la tranquilidad volviese a reinar mientras consideraba su respuesta.

– Le diré algo: las coincidencias ocurren. Fantásticas e increíbles coincidencias. Todos los detectives recuerdan sucesos sorprendentes, cosas que nadie podría haber anticipado ni en un millón de años. Para quienes trabajan en Homicidios estas cosas, aunque no comunes, por lo menos son familiares. No obstante, ustedes deberían comprender que la inmensa mayoría de las muertes son perfectamente explicables. Es importante que primero siempre busquemos la respuesta más sencilla, porque suele ser la verdadera causa de la muerte.

– Así que lo que está diciendo es que… -repuso Silver.

– ¡Deja que termine, caramba! -le espetó Frieda y de nuevo le dio un codazo-. ¡Eres un viejo maleducado!

– Gracias, señora Kroner, pero ya había terminado.

Rubinstein asentía con la cabeza.

– Lo que está diciendo es que sí, que podría ser lo que parece: un suicidio y un asesinato cometido por un marginado.

– Así es.

De nuevo se hizo el silencio en la estancia.

– ¿Se ha formado una opinión al respecto, señor Winter? -preguntó Frieda.

– Tengo algunas preguntas, señora Kroner. Y creo que sería conveniente despejar todas las dudas posibles, porque en estos momentos hay demasiadas. Al margen de cómo murieron Sophie y el señor Stein, creo que a los tres les será difícil seguir con su rutina cotidiana si, a cada momento, piensan que están siendo acechados por ese tipo. Si es que existe.

Ella asintió y el rabino también.

– Yo aún quiero una pistola -murmuró Irving Silver.

Todos lo miraron. Winter vio que afloraban lágrimas en los ojos de Silver, que empezó a mover la cabeza lenta, casi imperceptiblemente, como si intentase librarse de todos los miedos que lo acuciaban.

El rabino se inclinó hacia delante, mesándose su enmarañada mata de pelo con ambas manos. Hinchó sus mejillas y luego soltó el aire despacio. Entonces miró a Simon.

– ¿Nos ayudará, señor Winter?

Simon sintió un súbito rechazo interior. Miró a aquellos tres ancianos y recordó la mano temblorosa que su vecina había apoyado en la suya, cuando había interrumpido su propia muerte para ir a abrirle la puerta. Vio un tatuaje azul parecido al de Sophie en el antebrazo del rabino, y sospechó que bajo el holgado jersey blanco de la señora Kroner y de la camisa suelta a cuadros del señor Silver también encontraría lo mismo. Pensó: «Prometí ayudarla y luego no lo hice.» Y aquella promesa aún persistía en su interior. Por tanto, respondió:

– Lo intentaré, rabino. Aunque no estoy muy seguro de qué puedo hacer…

– Usted sabe cosas que nosotros ignoramos. Muchas cosas.

– Ya hace mucho tiempo de eso.

– ¿Acaso se olvidan esa clase de cosas? ¿Esas técnicas?

– No.

– Entonces podrá ayudarnos.

– Eso espero.

Los tres ancianos intercambiaron rápidas miradas.

– Creo que necesitamos ayuda. Tal vez más de lo que nos imaginamos, señor Winter -aseveró la señora Kroner.

– Pues yo quiero un arma -se obstinó Silver-. Si entonces hubiésemos tenido armas…

– ¡Entonces los nazis nos habrían disparado allí mismo!

– ¡Tal vez habría sido mejor!

– ¡Qué cosas dices, viejo loco! ¡Sobrevivimos! ¡Y ahora el mundo no olvida!

– Tal vez no olvida, pero ¿acaso ha aprendido algo?

Irving Silver y Frieda Kroner se miraron. El rabino suspiró.

– Siempre están así -dijo a Winter-. Tiempo atrás, cuando éramos demasiado jóvenes, nos vimos atrapados en aquellos terribles acontecimientos y ahora discutimos. Incluso los eruditos discuten. Pero nosotros estábamos allí, y formamos parte de algo que es más que sólo historia.

– Y él también… -gruñó Irving.

El rabino miró a los demás.

– Eso es cierto -dijo-. Él forma parte de esa historia tanto como cualquiera de los que murieron o sobrevivieron.

– Y él tampoco ha olvidado -añadió Irving.

– No, creo que no.

Frieda empezó a secarse los ojos dándose toquecitos con una servilleta.

– Si él está aquí…

– Y si nos encuentra… -añadió Silver.

– Lo más probable es que nos mate.

Simon alzó una mano.

– ¿Pero por qué? ¿Y por qué mataría o quería matar a Sophie y al señor Stein? Aún no lo han explicado. -Tan pronto hubo formulado la pregunta, se dio cuenta de que había entrado en un terreno regido por la historia y los recuerdos, oscuro por los bordes, negro como boca de lobo en su núcleo.

– Porque… -empezó el rabino tras un momento de silencio- porque somos las únicas personas que podemos levantarnos y señalarle con el dedo.

– Llevarlo ante la justicia -aclaró Frieda.

– ¡Si es que está aquí! ¡Pero no puedo creerlo! ¡No lo creo en absoluto! -Irving se palmeó la rodilla, rabioso. Los otros le miraron severamente.

– Pero en el supuesto caso de que así sea, ¿usted le reconocería? -le preguntó Simon.

Irving Silver se tomó su tiempo para responder. El ex detective vio que se agitaba, pasando apuros para responder.

– Pues sí -afirmó por fin-. Yo también vi su rostro durante unos segundos. Nos quitó el dinero a mi hermano y a mí.

– Fue mi padre -dijo el rabino en voz baja-. Fue mi padre quien lo reconoció cuando íbamos en un tranvía. Mi padre me obligó a apartar la cara pero yo también le vi. Yo era tan joven…

Frieda Kroner movió la cabeza apesadumbrada.

– Yo era muy joven también, como el rabino y Sophie. Éramos poco más que unos niños. Nos atrapó en el parque. Era primavera y la ciudad estaba llena de escombros y muerte, pero aun así era primavera y mucha gente había salido a la calle, para disfrutar de un día hermoso. También mi madre y yo salimos, porque era importante comportarnos como los demás. Antes de la guerra, al buen tiempo lo llamaban «el tiempo del Führer», ¡como si el mismo Hitler pudiese gobernar los cielos!

Un nuevo silencio se adueñó de la habitación.

– Es difícil hablar de estas cosas -dijo el rabino.

Simon asintió.

– Ya -dijo-. Pero necesito saber más si he de ayudarles.

– Es razonable.

– Hay algo que no entiendo.

– ¿Qué es, señor Winter?

– Por qué quiere matarles. Por qué no se esconde simplemente. No sería difícil. No correría ningún riesgo. ¿Por qué no se contenta con desaparecer?

– Yo responderé a esto -dijo Frieda. Simon la miró-. Porque es un amante de la muerte, señor Winter.

Los otros dos asintieron con la cabeza.

– Mire, señor Winter, lo que le diferencia de los demás, el motivo de que nos tuviera aterrorizados a todos, era que sabíamos que él lo hacía no porque creyese que si colaboraba conservaría la vida, ni para proteger a su familia (otra excusa que se oía por entonces), sino porque disfrutaba haciéndolo. -Se estremeció-. Y porque haciéndolo era mejor que cualquier otro.

– Iranische Strasse -murmuró el rabino Rubinstein. Esta vez su voz no se elevó, sino que permaneció grave y áspera-. La Oficina de Investigación Judía. Allí era donde la Gestapo vigilaba a los cazadores, que a su vez nos vigilaban a nosotros.

– Se quitaban sus estrellas y luego salían a cazarnos -recordó Irving.

– Verá, en Berlín el propio Himmler prometió en un programa de radio que convertiría la capital del Reich en una ciudad Judenfrei, libre de judíos -añadió el rabino-. Pero no lo fue. Nunca lo fue. ¡Cuando llegaron los rusos había aún unos mil quinientos de nosotros escondidos en los escombros! ¡Mil quinientos de ciento cincuenta mil! Pero estábamos allí cuando los tanques soviéticos entraron atronadores y los nazis fueron barridos a plomo y fuego. ¡Berlín nunca fue Judenfrei! ¡Nunca! ¡Aunque sólo hubiese habido uno de nosotros, no habría sido una ciudad Judenfrei!