El joven patrullero se acercó a un enjuto negro que se estaba aflojando la corbata apoyado contra la pared, agobiado por el bochorno de la habitación, y seguidamente señaló a Simon Winter, el viejo detective. Éste esperó a que el hombre más joven se acercase a él. Observó un poco más la actividad dentro del apartamento y contuvo las emociones que parecían arremolinarse en su interior. Intentó tranquilizarse con recuerdos. «Has pasado muchas veces por esto antes -se dijo-. Analiza el escenario del crimen. Te lo contará todo si consigues tomarte tu tiempo y dejas que te hable en su propio lenguaje, con su propia voz, en el primitivo lenguaje de la muerte violenta.»
Por un momento observó a Simon Winter y reparó en cómo sus ojos escrutaban la habitación. Malinterpretó su atento estudio y lo confundió con nerviosismo. Walter Robinson se dirigió al agente que había escoltado al anciano hasta allí.
– A ver, ¿qué quiere este vejete? -preguntó.
– Se llama Winter, vive al otro lado del patio. Dice que vio a la difunta esta noche. Probablemente es la última persona que la vio con vida. Dice que oyó cómo echaba el cerrojo en la puerta. Pensó que tal vez usted querría una declaración.
– Hummm… Sí. Tómele declaración -repuso Robinson.
El agente asintió y añadió:
– Tal vez pueda ayudarnos a identificar a la víctima.
Robinson consideró la sugerencia.
– Buena idea -dijo, y ambos se acercaron adonde esperaba Simon Winter.
Walter Robinson se identificó como el detective al mando y dijo:
– Nos gustaría que este agente le tomara declaración, y si está dispuesto, que intentase identificar a la víctima. Si se siente preparado, por supuesto. Sólo para el papeleo, ya sabe. Nos gustaría estar seguros antes de llamar al pariente más cercano. Pero sólo si usted quiere, no es algo demasiado…
Simon Winter siguió taladrando con la mirada el escenario del crimen y luego, finalmente, fijó la vista en el detective.
– Ya he visto todo esto antes -dijo pausadamente.
– ¿A qué se refiere?
– Lo he visto muchas veces. Veintidós años en el Departamento de Policía de Miami. Los quince últimos en Homicidios.
– ¿Era policía?
– Así es. Retirado. Hace mucho desde la última vez que estuve en la escena de un crimen. Al menos una docena de años.
– No se ha perdido mucho -dijo Robinson.
– Ya -repuso Winter en voz baja-. No me he perdido mucho.
Robinson pasó por alto el doble sentido y alargó el brazo para estrecharle la mano, por cortesía profesional.
– Las cosas debían de ser distintas antes -dijo.
– No -repuso Winter-. La gente muere de la misma forma. Lo que es distinto es la ciencia. No teníamos ni la mitad de todo ese material que hoy día tenéis los jóvenes. Perfiles científicos, pruebas de ADN, ordenadores. No teníamos ni ordenadores. ¿Es bueno con los ordenadores, detective?
– Sí, lo soy.
– ¿Cree que podrán resolver este crimen?
Robinson se encogió de hombros.
– Tal vez. -Y tras pensar un momento añadió-: Es más que probable.
Observó a Winter, cuyos ojos habían empezado a barrer de nuevo la escena del crimen, absorbiendo todo lo que veía. El joven detective pensó dos cosas: una, que no estaba seguro de que le gustase Simon Winter y, dos, que estaba seguro de que no quería terminar sus días como un viejo amargado, retirado en la playa, viviendo de recuerdos de sus años en el cuerpo. Docenas de asesinatos, violaciones y asaltos recordados en edad avanzada como los buenos viejos tiempos. Su mente se desvió abruptamente hacia un problema de agravios legales debatidos en una clase hacía un par de noches. Él había redactado un resumen de prácticas sobre el tema, y había sido su esfuerzo lo que el profesor destacó para alabarle.
Walter Robinson estaba decidido a no cambiar simplemente su placa y revólver por una cartera y un traje ligeramente más caro y trabajar en la acera limpia de la calle de la ley, como habían hecho otros policías que conocía, que se habían convertido en abogados defensores o en fiscales. Se repetía que él aterrizaría en algún bufete de prestigio, estrecharía manos de ejecutivos y hombres de negocios y, muy pronto, olvidaría los escenarios de crímenes y la desesperación de la muerte repentina.
– Muy bien -dijo, sacudiéndose las agradables imágenes-. Procedamos a la identificación y luego le contará su historia al agente.
Simon Winter lo siguió por el apartamento, y recordó que había hecho el mismo recorrido un poco antes, ese mismo anochecer. Pero ahora el pequeño espacio estaba atestado de técnicos y policías, habían encendido todas las luces y los dibujos estroboscópicos que proyectaban los coches patrulla marcaban las paredes, desorientando a Winter, casi como si el apartamento que había inspeccionado mientras Sophie Millstein esperaba en la puerta fuese otro, lejano y distante, como un recuerdo de su infancia. Los ángulos, los colores, los olores, todo le parecía ahora extraño. Buscó al gato, pero había desaparecido. Llegaron al dormitorio.
Sophie Millstein estaba echada de espaldas sobre la cama.
El camisón estaba desgarrado por la lucha y la flácida curva del pecho al descubierto. Tenía el pelo suelto y desparramado como si estuviese dentro del agua. La nariz había sangrado y el labio superior presentaba una mancha oscura allí donde la sangre se había secado. Una rodilla estaba metida bajo la otra, casi tímidamente, y la cadera desnuda estaba a la vista. Las sábanas aparecían enredadas entre los pies. Sintió el impulso de alargar la mano y cubrir con aquel camisón de color crudo la piel de alabastro de Sophie Millstein.
Simon Winter echó un rápido vistazo alrededor. Vio a un fotógrafo tomando una instantánea del bolso de la anciana, que había sido desgarrado y abandonado en el suelo. Otro estaba empolvando la cómoda en busca de huellas. Los cajones habían sido abiertos y volcados y la ropa estaba esparcida por todas partes. Simon recordó el pequeño joyero junto al retrato del marido fallecido. Pero ahora la fotografía estaba en un rincón de la cómoda, con el cristal roto, y el joyero había desaparecido.
Se dirigió al detective Robinson.
– Tenía un joyero, una especie de cajita de metal, ya sabe. Era de color dorado rojizo con un pequeño diseño cincelado en la tapa. Guardaba sus anillos, pendientes y esas cosas ahí. Estaba allí.
Él señalaba y el detective tomó notas.
– Ya no está -observó retóricamente.
– ¿Lo reconocería? -preguntó Robinson.
– Creo que sí. -Se dio la vuelta hacia Sophie Millstein. Un segundo técnico en huellas estaba trabajando en su cuello, empolvando cuidadosamente su piel-. ¿Huellas en el cuerpo? -preguntó Winter.
– Sí. Siempre es un tiro a ciegas. Sólo una de cada cien resulta útil, pero que no quede por no intentarlo.
– Nosotros solíamos probarlo de vez en cuando. Pero nunca nos funcionó.
– Ahora tenemos un papel nuevo cuyo resultado al levantar la cinta es mucho mejor. A veces usamos una técnica con luz ultravioleta. Y ya sabe, están desarrollando ese láser que lee las irregularidades de las huellas. Aun así… -Se encogió de hombros.
El técnico se inclinó sobre el cadáver, ocultándolo a la vista de Simon Winter. Llevaba un pequeño trozo de cinta en la mano, que presionó contra la piel de la mujer y luego alzó con sumo cuidado. Colocó la cinta contra una hoja de papel blanco especial, depositando la huella.
– Tal vez haya suerte -masculló el técnico-. Se ve bien.
El técnico se separó del cuerpo.
– ¿Quiere proceder a la identificación ahora? -dijo Robinson.
Winter se adelantó y bajó la vista para mirar a Sophie Millstein.
«Estrangulada», pensó. Grabó en su memoria las marcas de la contusión roja y azulada del cuello. La piel de la tráquea estaba aplastada, deformada por la fuerza que la había constreñido. Midió mentalmente la distancia entre las marcas.
«Manos grandes y fuertes», pensó.