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Los otros policías que había en la habitación se echaron a reír. El fotógrafo empezó a tomar instantáneas y los chasquidos de su cámara se mezclaron con la actividad que envolvió la habitación cuando los técnicos pusieron manos a la obra.

Robinson decidió salir fuera y hablar con los vecinos que habían acudido y visto al asesino. Pensó que eran ancianos, se estaba haciendo tarde y muy pronto las horas harían mella en ellos. Era mejor que le contasen su versión mientras aún estaban frescos.

Desde la puerta, escrutó atentamente la habitación de nuevo, intentando descubrir qué era lo que le hacía sentir incómodo. Echó otro vistazo al cuerpo. Aún no se había grabado su nombre en la mente; algo que muy pronto sucedería. Por el momento, ella sólo era un elemento más para catalogar.

4 Esperanza

Cuando vio las destellantes luces de los coches de policía desde el otro extremo de la manzana, Simon Winter se detuvo en seco. Sus pies parecieron enraizarse en el asfalto y su mandíbula se abrió de puro asombro.

Avanzó hacia las luces, con una serie de imágenes pesadillescas agolpándose en su mente. «Ha habido un incendio. Un asalto. Un ataque al corazón. Un accidente…» Con cada posibilidad que se planteaba, su paso se aceleraba, por lo que cuando alcanzó la cinta amarilla policial ya estaba corriendo a toda prisa, sus zapatos marcando la cadencia de su preocupación al resonar contra el cemento. No dejaría que en su mente se formasen las palabras que más temía: «Un asesinato.»

Se detuvo en la entrada del complejo The Sunshine Arms, respirando agitadamente. Al menos había media docena de coches patrulla aparcados en la estrecha calle y sus luces inundaban la zona con estridentes rojos y azules. Vio un par de furgonetas de televisión y los cámaras charlando en la acera. Reparó en el vehículo del forense del condado y en varios oficiales de uniforme junto a la fuente vacía del patio. Advirtió que todos parecían tranquilos, y eso le dio el peor presentimiento. La gente se mueve deprisa cuando se trata de un ataque cardíaco, pero se toma su tiempo cuando ya no hay nada que hacer.

Tragó saliva, sintiendo de pronto reseca la garganta, y se agachó para traspasar la cinta amarilla. Su movimiento captó la atención de un agente, que le hizo un gesto con la mano.

– ¡Eh, usted! ¡No se puede pasar!

– Vivo aquí. ¿Qué ha sucedido?

– ¿Cómo se llama? -preguntó el policía, acercándose a él. Era un hombre joven, que parecía más corpulento a causa del chaleco antibalas que vestía.

– Winter. Vivo en el 103, justo ahí. ¿Qué ha sucedido?

– ¿Vive solo, señor Winter?

– Sí. ¿Qué ha ocurrido?

– Ha habido un robo con allanamiento. Una señora anciana ha sido asesinada.

Simon pronunció con voz ahogada el nombre:

– ¿Sophie Millstein?

– Pues sí. ¿La conocía?

– S-sí -tartamudeó-. Precisamente esta noche… La vi esta misma noche. La ayudé a volver a su…

– ¿La vio esta noche?

Winter asintió, el estómago agarrotado de dolor.

– Quisiera hablar con el detective al mando -pidió.

– ¿Sabe usted algo, señor Winter? ¿O sólo es por curiosidad?

– Quiero hablar con el detective al mando.

Se quedó mirando fijamente al joven patrullero procurando ocultar su agitación interior.

El joven dudó y luego dijo:

– Venga, le acompañaré.

Echaron a andar por el patio, y entonces vio a los otros vecinos allí plantados en pijama y camisón, formando un grupo más allá de la fuente. La señora Kadosh enseguida empezó a hacerle señas con la mano.

– ¡Señor Winter! ¡Señor Winter! ¡Dios mío, es terrible!

Simon se dirigió rápidamente hacia ellos. El señor Kadosh sacudía la cabeza.

– Ha sido terrible, desde luego -repitió lo mismo que su esposa.

– Pero ¿cómo ha sido? He salido a cenar algo y luego he dado un paseo. Acabo de regresar y…

La señora Kadosh le interrumpió rápidamente. Era una mujer regordeta que llevaba el pelo rubio de bote recogido bajo una redecilla suficientemente grande para atrapar un banco de peces, y vestía una acolchada bata roja con una enorme flor bordada en la pechera; seguramente sería sofocante llevarla puesta aquella noche cálida y húmeda.

– Era casi medianoche y Henry se estaba preparando para irse a la cama después de ver unos minutos el programa de Jay Leno, sólo la parte de las bromas, no la parte que hablan y hablan, y yo estaba sentada esperándole, cuando de pronto oí un grito, como un alarido de terror, así de pronto, que provenía de no sé dónde, pero después de un momento me pareció que era la pobre señora Millstein. Creí que estaba teniendo una de sus pesadillas, porque hace mucho que no duerme bien y a menudo la oigo llamar a Leo, que en paz descanse. Así que no le presté mucha atención, pero mi Henry vino y me dijo: «¿Has oído eso?», y por supuesto yo le dije: «Sí.» Y él dijo: «Tal vez deberíamos ir a ver a la señora Millstein.»

– Así es -murmuró Henry Kadosh-. Era preciso ir a comprobar si le sucedía algo a la señora Millstein.

Simon quería urgirles a que abreviasen el relato, pero sabía que los Kadosh eran húngaros; en otro tiempo Henry había sido Henrik, y entre su edad y su entrecortado inglés, la prisa era algo bastante ajeno a ellos. Así que simplemente asintió.

– Así que mi Henry se calza las zapatillas, se pone la bata y va a la cocina a buscar la linterna, y luego va a la puerta de al lado y golpea fuerte para que el viejo Finkel venga también…

El señor Finkel asintió con la cabeza.

– Es verdad -dijo.

La señora Kadosh le lanzó una rápida mirada, como para decirle que ella estaba acostumbrada a las interrupciones de su marido, pero que su vecino debería esperar su turno. Luego prosiguió:

– Así que Finkel, que se había quitado su audífono y no había oído nada ni sabía nada, también se pone su bata y los dos bajan las escaleras y llaman a la puerta de la señora Millstein, pam, pam, pero nadie responde. «¿Señora Millstein, señora Millstein, está usted bien?» Y nada. De modo que Henry y el señor Finkel suben las escaleras y me dicen: «¿Qué debemos hacer? No responde.» Yo les digo que den la vuelta por detrás, por la puerta del patio, y así que de nuevo bajan para hacerlo. ¿Y sabe usted qué?

– La puerta del patio estaba forzada. La habían abierto -respondió Henry Kadosh.

La señora Kadosh continuó:

– Así que Henry y el señor Finkel regresan a la puerta principal donde estaba yo esperando y me dicen: «¡María, María, llama a la policía, llama al 911! ¡Enseguida!» Y entonces escuchamos otro ruido, éste directamente de la parte trasera. Ese ruido venía del patio, así que fuimos allí. Y Henry lo vio enseguida…

– ¡No eran ni gatos ni perros hurgando en la basura! ¡Era un negro que huía corriendo del apartamento de la señora Millstein!

La señora Kadosh sacudió la cabeza.

– Henry lo pilló en el callejón. Y el viejo Finkel y yo nos asomamos al dormitorio y vimos a la pobre señora Millstein. Sin vida, asesinada.

Todo empezó a darle vueltas a Winter y una oleada de calor le subió por la garganta y lo embargó un mareo. El joven agente le tocó la espalda y Winter se volvió hacia él.

– Ahora ya sabe lo que ha pasado. ¿Aún quiere ver a un detective?

– Sí. La víctima… -empezó, pero se calló. «La víctima ¿qué?», pensó.

Su mente se colapso intentando resolver una ecuación abrasadora. Una anciana viene a tu puerta, asustada porque teme ser asesinada. Y luego, al poco rato, en efecto es asesinada.

Necesitaba tiempo para reflexionar, pero ya estaba cruzando el patio, siguiendo al joven patrullero, dirigiéndose hacia el apartamento de Sophie Millstein. Pasó junto al querubín trompetista. La estatuilla recibía cada pocos segundos haces de luz roja y parecía bañada en sangre. Se detuvo ante la puerta y miró dentro, donde la actividad parecía reverberar en toda la casa. Un hombre con un maletín repleto de objetos recogía huellas en la cocina. Otro estaba tomando muestras de la alfombra.