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Mientras contestaba, un agente uniformado se acercó por el pasillo con una pequeña bolsa de plástico. Al principio Francis no vio lo que contenía, pero luego, reconoció la cofia blanca de tres picos que solían llevar las enfermeras del hospital. Sólo que ésta parecía arrugada y tenía el borde manchado de sangre.

– Parece que quiso quedarse con un recuerdo -comentó el policía uniformado-. Lo encontré debajo de su colchón.

– ¿Encontró el cuchillo? -quiso saber el detective.

El policía negó con la cabeza.

– ¿Y la punta de los dedos?

El policía negó de nuevo.

El detective pareció reflexionar evaluando los datos. Después, se volvió con brusquedad hacia Larguirucho, que seguía encogido de miedo contra la pared, rodeado de policías más bajos que él pero que en ese momento parecían más corpulentos.

– ¿Cómo consiguió esta cofia? -le preguntó.

– ¡No lo sé! -gritó Larguirucho a la vez que sacudía la cabeza-. No lo sé. Yo no la cogí.

– Estaba bajo su colchón. ¿Por qué la puso ahí?

– Yo no la puse. No la puse.

– No importa -replicó el detective, y se encogió de hombros-. Tenemos más de lo que necesitamos. Que alguien le lea sus derechos. Nos vamos ahora mismo de este manicomio.

Los policías empujaron a Larguirucho pasillo adelante. Francis pudo ver cómo el pánico le sacudía como rayos caídos del cielo. Se retorcía como si una corriente eléctrica le recorriera el cuerpo, como si cada paso que le obligaban a dar fuera sobre brasas ardientes.

– No, por favor. Yo no he hecho nada. Por favor. El mal, el mal está entre nosotros. Por favor, no me lleven de aquí. Éste es mi hogar. Por favor.

Mientras Larguirucho gritaba lastimosamente y su desesperación resonaba por todo el pasillo, Francis notó que le quitaban las esposas.

– Pajarillo, Peter, ayudadme, por favor -pidió Larguirucho. Francis no recordaba haber oído nunca tanto dolor en tan pocas palabras-. Decidles que fue un ángel. Un ángel vino a verme en medio de la noche. Decídselo. Ayudadme, por favor.

Y entonces, con un empujón final de los policías, desapareció por la puerta principal del edificio Amherst, y lo que quedaba de noche se lo engulló.

7

Supongo que dormí algo esa noche, pero no recuerdo haber cerrado los ojos.

Ni siquiera recuerdo que respirara.

El labio hinchado me dolía, e incluso después de haberme lavado seguía notando el sabor a sangre donde el policía me había pegado. Tenía las piernas doloridas debido al porrazo que el guardia de seguridad me había atizado y me daba vueltas la cabeza por todo lo que había visto. Da igual los años que hayan pasado desde esa noche, la cantidad de días que forman décadas, todavía siento el dolor de mi encuentro con aquellas autoridades que creyeron, aunque sólo fuera por un momento, que yo era el asesino. Mientras yacía tenso en la cama, me costaba relacionar a Rubita, que había estado viva ese mismo día, con el cuerpo ensangrentado que se habían llevado en una bolsa de plástico para depositar después en alguna fría mesa de acero a la espera del escalpelo de un forense. Sigue siendo igual de difícil ahora. Era casi como si se tratara de dos entidades distintas, dos mundos aparte que guardaban poca relación entre sí, si es que guardaban alguna.

Mi recuerdo es claro: permanecí inmóvil en la oscuridad sintiendo la presión inquietante de cada segundo que pasaba, consciente de que todo el dormitorio estaba intranquilo; los habituales ruidos nocturnos del sueño agitado eran mayores, subrayados por un nerviosismo y una tensión que parecían recubrir el aire tenso de la habitación como una capa de pintura. A mi alrededor, la gente se giraba y revolvía en la cama, a pesar de la dosis adicional de medicación que nos habían dado antes de devolvernos al dormitorio. Calma química.

Eso era lo que Tomapastillas, el señor del Mal y el resto del personal querían, pero todos los miedos y las ansiedades provocados esa noche superaban la capacidad de los fármacos. Nos revolvíamos en la cama, inquietos, gimiendo y gruñendo, llorando y sollozando, nerviosos y consumidos. Todos teníamos miedo de lo que quedaba de noche, y también de lo que pudiera depararnos la mañana.

Faltaba uno, claro. Que hubieran arrancado con tanta brusquedad a Larguirucho de nuestra pequeña comunidad psiquiátrica parecía haber dejado huella. Desde mi llegada al edificio Amherst, dos de los pacientes más ancianos y enfermos habían fallecido debido a lo que llamaron causas naturales, aunque se definiría mejor con la palabra negligencia o la palabra abandono. De vez en cuando, de modo milagroso, daban de alta a alguien a quien le quedaba un poco de vida. Muy a menudo, los de seguridad se llevaban a alguien frenético y descontrolado a una de las celdas de aislamiento. Pero era probable que regresara en un par de días, con la medicación aumentada, los movimientos torpes más pronunciados y el temblor en su rostro acentuado. Así pues, las desapariciones eran habituales. Pero no lo era la forma en que se habían llevado a Larguirucho, y eso era lo que agitaba nuestras emociones mientras esperábamos que las primeras luces del día se filtraran entre los barrotes de las ventanas.

Preparé dos sandwiches de queso, llené un vaso con agua del grifo y me apoyé en el mostrador de la cocina para tomarlos. Un cigarrillo olvidado se consumía en un cenicero repleto, y el hilo de humo se elevaba por el aire viciado de mi casa.

Peter el Bombero fumaba.

Di otro mordisco al sándwich y bebí un trago de agua. Cuando me volví, él estaba ahí. Alargó la mano hacia la colilla de mi cigarrillo y se lo llevó a los labios.

– En el hospital se podía fumar sin sentirse culpable -dijo con cierta picardía-. Porque ¿qué era peor: arriesgarse al cáncer o estar loco?

– Peter -dije, sonriente-. Hacía años que no te veía.

– ¿Me has echado de menos, Pajarillo?

Asentí con la cabeza. Él se encogió de hombros, como disculpándose.

– Tienes buen aspecto, Pajarillo. Un poco delgado, quizá, pero apenas has envejecido. -Exhaló un par de anillos de humo con indiferencia a la vez que echaba un vistazo a la habitación-. ¿Así que vives aquí? No está mal. Veo que las cosas te van bien.

– Yo no diría que me vayan bien exactamente. Tan bien como cabría esperar, supongo.

– Tienes razón. Eso era lo inusual de estar loco, ¿verdad, Pajarillo? Nuestras expectativas se torcieron y cambiaron. Cosas corrientes, como tener un empleo, formar una familia e ir a partidos de la liga de béisbol infantil las tardes bonitas de verano eran objetivos muy difíciles de conseguir. Así que los modificamos. Los revisamos, los redujimos y los reconsideramos.

– Sí, es cierto. -Sonreí-. Tener un sofá, por ejemplo, es todo un logro.

Peter echó la cabeza atrás para soltar una carcajada.

– Tener un sofá y recuperar la salud mental -comentó-. Suena a una de las tesis en las que el señor del Mal trabajaba siempre para su doctorado y que nunca publicó.

Peter siguió mirando en derredor.

– ¿Tienes amigos?

– Pues no. -Sacudí la cabeza.

– ¿Sigues oyendo voces?

– Un poco, a veces. Sólo ecos. Ecos o susurros. La medicación que me dan sofoca bastante el alboroto que solían organizar.

– La medicación no puede ser tan mala -indicó Peter y me guiñó el ojo-, porque yo estoy aquí.

Eso era cierto.

Peter se acercó al umbral de la cocina y miró hacia la pared de la escritura. Se movía con la misma gracia atlética, una especie de control muy definido de los movimientos, que recordaba de las horas que pasamos caminando por los pasillos del edificio Amherst. Peter el Bombero no arrastraba los pies ni se tambaleaba. Tenía el mismo aspecto que veinte años atrás, excepto que la gorra de los Red Sox que solía llevar encasquetada permanecía ahora en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Pero todavía tenía el pelo tupido y largo, y su sonrisa era tal como la recordaba, dibujada en su rostro, como si alguien hubiera contado un chiste unos minutos antes y le siguiera haciendo gracia.