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– En absoluto -repuso con brusquedad tras inspirar hondo. Se preguntó si negar la perorata persuasiva del detective no sería la cosa más valiente que había hecho nunca.

El detective se incorporó, sacudió la cabeza y miró a su compañero. El otro pareció cruzar la sala con un solo paso, golpeó violentamente la mesa con el puño y acercó con brusquedad su cara a la de Francis, de modo que lo salpicó de saliva al gritarle:

– ¡Maldita sea, maníaco de mierda! ¡Sabemos que tú la mataste! ¡Deja de jodernos y dinos la verdad o te la sacaremos a hostias!

Francis empujó la silla hacia atrás para aumentar la distancia entre ambos, pero el detective lo agarró por la camisa y tiró de él al tiempo que le daba un golpe en la cabeza que lo dejó aturdido. Cuando se incorporó tambaleante, Francis notó el sabor de la sangre en sus labios, y también cómo le salía por la nariz. Sacudió la cabeza para aclarársela, pero recibió un despiadado bofetón en la mejilla. El dolor le abrasó la cara y se le agudizó detrás de los ojos, y casi a la vez notó que perdía el equilibrio y caía al suelo. Estaba aturdido y desorientado, y quería que algo o alguien fuera a ayudarlo.

El detective lo levantó casi como si no pesara nada y lo sentó de nuevo en la silla.

– ¡Dinos la verdad, cojones! -Hizo ademán de golpearlo de nuevo y se contuvo a la espera de una respuesta.

Los golpes parecían haber dispersado todas sus voces interiores. Le gritaban advertencias desde partes muy profundas de su ser, difíciles de oír y de comprender. Era un poco como estar en el fondo de una habitación llena de personas extrañas que hablan lenguas distintas.

– ¡Habla! -insistió el detective.

Francis no lo hizo. Se sujetó con fuerza a la silla y se dispuso a recibir otro golpe. El policía levantó más la mano, pero se detuvo. Soltó un gruñido de resignación y retrocedió.

El primer detective avanzó hacia Francis.

– Venga, Franny -dijo con voz tranquilizadora-, ¿por qué haces enfadar tanto a mi amigo? ¿No puedes aclararlo todo esta noche para que podamos irnos a dormir a casa? ¿Devolver las cosas a la normalidad? -Y, con una sonrisa, puntualizó-: O lo que aquí se considere normalidad.

Se inclinó y bajó la voz con tono de complicidad.

– ¿Sabes qué está pasando ahora mismo aquí al lado? -preguntó.

Francis sacudió la cabeza.

– Tu compañero, el otro hombre que estaba en la fiestecita de esta noche, te está delatando. Eso es lo que está pasando.

– ¿Delatando?

– Te está culpando de todo lo ocurrido. Está contando a los otros detectives que fue idea tuya, y que fuiste tú quien la violó y la asesinó, y que él sólo miró. Les está explicando que intentó detenerte pero que no quisiste escucharlo. Te está culpando de todo este lamentable hecho.

Francis reflexionó un momento y sacudió la cabeza. Aquello parecía tan descabellado e imposible como todo lo que había pasado esa noche, y no lo creyó. Se pasó la lengua por el labio inferior y sintió cierta hinchazón además del sabor salado de la sangre.

– Se lo he dicho todo -dijo con voz débil-. Le he dicho lo que sé.

El detective hizo una mueca, como si esta respuesta no fuera de recibo. Hizo un pequeño gesto con la mano a su compañero. El segundo detective avanzó e inclinó la cabeza para mirar directamente a los ojos de Francis. Éste retrocedió, a la espera de otro golpe, incapaz de defenderse. Su vulnerabilidad era total. Cerró los ojos.

Pero antes de que llegara el mamporro, oyó abrirse la puerta.

A continuación todo pareció ocurrir a cámara lenta. Francis vio a un policía uniformado en el umbral y cómo los dos detectives se acercaban a él para mantener una conversación apagada que, tras un momento, pareció animarse, aunque siguió resultando indescifrable para él. Al cabo de uno o dos minutos, el primer detective sacudió la cabeza y suspiró, emitió un sonido de disgusto y se volvió hacia Francis.

– Franny, muchacho, dime algo: este hombre que te despertó antes de que salieras al pasillo, el hombre de quien nos hablaste al principio de nuestra pequeña charla, ¿es el mismo que había atacado antes a la enfermera durante la cena? ¿El que fue a por ella ante los ojos de todas las personas que hay en este edificio?

Francis asintió.

El detective puso los ojos en blanco y echó la cabeza hacia atrás, resignado.

– ¡Mierda! -exclamó-. Aquí estamos perdiendo el tiempo. -Se volvió hacia el doctor Gulptilil y le preguntó, furioso-: ¿Por qué coño no nos lo dijo antes? ¿Están todos aquí como regaderas?

Tomapastillas no respondió.

– ¿Ha olvidado contarnos algo más que sea de vital importancia, doctor?

Tomapastillas negó con la cabeza.

– Seguro -soltó el detective con sarcasmo. Señaló a Francis-. Traedlo -ordenó.

Un policía uniformado empujó al joven hacia el pasillo. Ahí, a su derecha, otro grupo de policías había salido de un despacho contiguo con Peter el Bombero, que lucía una contusión rojo intenso cerca del ojo derecho, junto con una expresión colérica y desafiante que parecía expresar desdén hacia todos los policías. Francis deseó poder mostrarse así de seguro. El primer detective lo agarró por el brazo y lo giró un poco para que viese a Larguirucho, esposado y flanqueado por dos policías más. Detrás de él, en el pasillo, varios guardias de seguridad del hospital retenían a todos los pacientes varones de la planta baja del edificio Amherst, lejos del trastero, en ese momento analizado por la policía científica. Dos paramédicos aparecieron con una bolsa negra para cadáveres y una camilla muy parecida a la que había llevado a Francis al Hospital Estatal Western.

Se elevó un gemido colectivo entre los pacientes cuando vieron la bolsa. Algunos se echaron a llorar y otros se volvieron, como si desviando la mirada pudieran evitar enterarse de lo ocurrido. Otros se pusieron tensos y unos cuantos se limitaron a seguir haciendo lo que estaban haciendo, que era tambalearse y agitar los brazos, bailar o contemplar la pared. El ala de las mujeres se había calmado, pero cuando el cadáver salió, a pesar de no verlo, debieron de notar algo, porque se volvieron a oír golpes en la puerta, como un repiqueteo de tambor en un funeral militar. Francis volvió a mirar a Larguirucho, cuyos ojos se clavaron en el cadáver de la enfermera cuando pasó ante él en la camilla. Bajo las luces brillantes del pasillo, Francis distinguió manchas profundas de sangre en la camisa de dormir de Larguirucho.

– ¿Es ése el hombre que te despertó, Franny? -quiso saber el primer detective, y su pregunta contenía toda la autoridad de un hombre acostumbrado a mandar.

Francis asintió.

– Y después de que te despertara, salisteis al pasillo, donde encontrasteis a la enfermera ya muerta, ¿es así? Y llamasteis a seguridad, ¿no?

Francis asintió de nuevo. El detective miró a los policías que estaban junto a Peter, que asintieron con la cabeza.

– Es lo mismo que dijo él -contestó uno a la pregunta no formulada.

Larguirucho había palidecido y el labio inferior le temblaba de miedo. Bajó los ojos hacia las esposas que lo maniataban y juntó las manos como para rezar. Dirigió una mirada a Francis y Peter, al otro lado del pasillo.

– Pajarillo, háblales del ángel -dijo con voz temblorosa y las manos hacia delante como un suplicante en un servicio religioso-. Háblales del ángel que vino en medio de la noche y me contó que se había encargado de la encarnación del mal. Ahora estamos a salvo. Díselo, por favor, Pajarillo -suplicó con un tono lastimero, como si cada palabra que decía lo sumiera aún más en la desesperación.

En lugar de eso, el detective se acercó a Larguirucho, que retrocedió un paso, asustado.

– ¿Cómo le llegó esa sangre a la camisa de dormir? -le espetó el policía- ¿Cómo llegó la sangre de la enfermera a sus manos?

Larguirucho se miró los dedos y sacudió la cabeza.

– No lo sé -contestó-. A lo mejor me la trajo el ángel.