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No les mencioné la visita de Peter. No era lo que querrían oír, y él ya no volvió más.

Una vez al día, venía el médico residente y hablábamos unos minutos sobre cosas corrientes. Pero no eran realmente conversaciones como las de un par de amigos, ni siquiera de dos desconocidos que se encuentran por primera vez, con cortesías y saludos. Pertenecían a un ámbito en que se me evaluaba. El residente era como un sastre que iba a confeccionarme un traje nuevo antes de que yo saliera al mundo, salvo que se trataba ó z prendas que vestía por dentro, no por fuera.

El señor Klein, mi asistente social, vino un día. Me dijo que había tenido mucha suerte.

Mis hermanas vinieron otro día. Me dijeron que había tenido mucha suerte.

También lloraron un poco y me contaron que mis padres querían visitarme, pero que eran demasiado mayores y no podían, lo que no creí pero fingí que sí. Les dije que no me importaba en absoluto, lo que pareció animarlas.

Una mañana, después de que me hubiera tragado la dosis diaria de pastillas, la enfermera me miró con una sonrisa y comentó que debería cortarme el pelo, porque me iba a casa.

– Hoy es un gran día, señor Petrel -dijo-. Le van a dar de alta.

– ¡Uau! -exclamé.

– Pero antes tiene un par de visitas -anunció.

– ¿Mis hermanas?

Se acercó tanto que pude aspirar la frescura perfumada de su uniforme blanco almidonado y su cabello recién lavado.

– No -contestó con un susurro-. Visitas importantes. No tiene idea, señor Petrel, de cuánta gente siente curiosidad por usted. Es el misterio más grande del hospital. Teníamos órdenes de muy arriba de que le diésemos la mejor habitación y el mejor tratamiento. Todo a cargo de personas misteriosas a las que nadie conoce. Y hoy vendrá un personaje importante en una limusina negra para llevarlo a casa. Usted es alguien muy importante, señor Petrel. Un famoso. O al menos eso cree la gente.

– No -repuse-. No soy nadie especial.

– Es demasiado modesto. -Sonrió, y sacudió la cabeza.

Tras ella, la puerta se abrió, y el residente psiquiátrico asomó la cabeza.

– Señor Petrel -saludó-. Tiene visitas.

Dirigí la mirada hacia la puerta y oí una voz familiar.

– ¿Pajarillo? ¿Cómo te va?

Y a continuación otra.

– Pajarillo, ¿estás causando problemas a alguien?

El psiquiatra se hizo a un lado y los hermanos Moses entraron en la habitación.

Negro Grande parecía aún más grande si cabe. Tenía una cintura enorme que parecía fluir como un océano hacia una gran barriga, unos brazos gruesos y unas piernas como columnas. Llevaba un traje con chaleco azul de raya diplomática que, aunque no soy un experto, me pareció muy caro. Su hermano iba igual de elegante, con zapatos de charol que reflejaban las luces del techo. Los dos tenían algunas canas, y el menor llevaba unas gafas de montura dorada que le conferían un cierto aspecto de intelectual. Pensé que habían cambiado la juventud por fortuna y autoridad.

– Hola -les dije.

Ambos hermanos se situaron a cada lado de la cama. Negro Grande me dio unas palmaditas en el hombro con su manaza.

– ¿Te encuentras mejor, Pajarillo? -preguntó.

Me encogí de hombros, pero tal vez no estaba dando una muy buena impresión, así que añadí:

– Bueno, no me gustan todos los fármacos, pero creo que estoy bastante mejor.

– Nos tenías preocupados -afirmó Negro Chico-. Muy asustados.

– Cuando te encontramos -comentó su hermano en voz baja-, no estábamos seguros de que lo superaras. Estabas muy mal, Pajarillo. Hablabas con alguien invisible, lanzabas cosas, peleabas y gritabas. Daba miedo.

– Tuve algunos días difíciles.

– Todos hemos vivido malos momentos -asintió Negro Chico-. Nos asustaste mucho.

– No sabía que erais vosotros quienes iban a buscarme-indiqué.

– Bueno -sonrió Negro Grande, y dirigió una mirada a su hermano-, no es algo que hagamos mucho ahora. No como en los viejos tiempos, cuando éramos jóvenes y trabajábamos en el viejo hospital a las órdenes de Tomapastillas. Ya no. Recibimos la llamada y fuimos corriendo, y nos alegramos mucho de haber llegado antes de que tú, bueno, ya sabes.

– ¿Me suicidara?

– Si quieres hablar sin rodeos, Pajarillo -sonrió-, sí, exacto.

Me recosté en las almohadas y los miré.

– ¿Cómo supisteis…?

– Te vigilamos desde hace cierto tiempo, Pajarillo. -Negro Chico meneó la cabeza-. Recibíamos informes regulares sobre tus progresos del señor Klein, del centro de tratamiento. Llamadas de la familia Santiago, tus vecinos, que han colaborado mucho. La policía local, algunos empresarios locales, todos ellos nos echaban una mano. Te vigilaban, Pajarillo, año tras año. Me sorprende que no lo supieras.

– No tenía idea. -Sacudí la cabeza-. Pero ¿ cómo conseguisteis…?

– Muchas personas nos deben favores -respondió Negro Chico-. Y hay mucha gente que desea estar a buenas con el sheriff del condado. -Señaló con la cabeza a su hermano-. O con un concejal -se señaló a sí mismo e hizo una pausa-. O con una jueza federal que tiene verdadero interés en el hombre que ayudó a salvarle la vida una noche terrible hace muchos años.

Nunca había ido en limusina, y menos en una conducida por un policía uniformado. Negro Grande me enseñó a subir y bajar las ventanillas con un botón, y también dónde estaba el teléfono. Me preguntó si quería llamar a alguien, a expensas de los contribuyentes, por supuesto, pero no se me ocurrió nadie con quien quisiera hablar. Negro Chico dio al chofer mi dirección y luego me tendió una bolsa azul que contenía ropa limpia que mandaban mis hermanas.

Cuando enfilamos mi calle, vi otro coche de aspecto oficial estacionado delante de mi edificio. Un chofer con traje negro esperaba de pie junto a la puerta. Parecía conocer a los hermanos Moses, porque cuando salieron de la limusina, se limitó a señalar la ventana de mi casa.

– Está arriba -comentó.

Subí el primero hasta el primer piso.

La puerta que los hermanos Moses y el personal sanitario de la ambulancia habían arrancado de sus bisagras estaba arreglada, pero abierta de par en par. Entré en el apartamento y lo vi limpio, ordenado y restaurado. Noté olor a pintura reciente y comprobé que los electrodomésticos de la cocina eran nuevos. Entonces de pronto vi a Lucy de pie en medio de la sala, apoyada en un bastón de aluminio. Su cabello relucía, negro pero con los bordes algo plateados, como si tuviese la misma edad que los Moses. La cicatriz de la cara se había difumina-do con el paso de los años, pero sus ojos verdes y su belleza seguían tan impresionantes como el día que la conocí. Sonrió cuando me acerqué a ella y me tendió la mano.

– Oh, Francis -dijo-, nos tenías tan preocupados. Ha pasado mucho tiempo. Me alegro de volver a verte.

– Hola, Lucy -saludé-. He pensado en ti a menudo.

– Y yo también en ti, Pajarillo.

Me quedé clavado, casi como la primera vez que la vi. Siempre resulta difícil hablar, pensar o respirar en determinados momentos, sobre todo cuando hay tantos recuerdos latentes, detrás de cada palabra, de cada mirada y de cada contacto.

Tenía muchas cosas que preguntarle, pero me limité a decir:

– Lucy, ¿por qué no salvaste a Peter?

– Ojalá hubiera podido. -Sonrió con arrepentimiento y sacudió la cabeza-. Pero el Bombero necesitaba salvarse él mismo. Yo no podía hacerlo. Ni ninguna otra persona. Sólo él.

Suspiró y observé que la pared situada tras ella, donde estaban reunidas todas mis palabras, permanecía intacta. Las líneas escritas subían y bajaban, los dibujos sobresalían, la historia estaba toda ahí, tal como la noche en que el ángel había ido finalmente por mí, pero yo me había zafado de él. Lucy siguió mis ojos y se giró hacia la pared.

– Un gran esfuerzo -comentó.

– ¿Lo has leído?

– Sí. Todos lo hemos hecho.

No dije nada, porque no sabía qué decir.