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Negro Grande dejó la pala en el suelo y su hermano lo ayudó a levantar el cadáver del ángel por las manos y los pies. Tambaleantes en el barro resbaladizo, se acercaron al borde de la tumba y, con un impulso, dejaron caer al ángel sobre el ataúd con un sonido apagado. Negro Grande dirigió una mirada a Francis, que estaba de pie al borde de la fosa, dubitativo.

– No es necesario decir una oración por este hombre porque ninguna le servirá de nada allá donde va -le dijo.

Francis asintió.

Después, sin vacilar, los tres hombres cogieron las herramientas y empezaron a rellenar deprisa la tumba, justo cuando la primera luz titubeante del alba empezaba a asomar por el horizonte.

Y eso fue todo.

Me acurruqué hecho un ovillo junto a la pared.

Me estremecí y procuré aislarme del caos que me rodeaba. En un lugar situado a kilómetros de distancia se oían gritos y muchos golpes, como si todos los miedos, las dudas y hasta el último ápice de culpa que había ocultado todos esos años intentaran derribar mi puerta para irrumpir en mi casa. Sabía que debía una muerte al ángel, y que éste había venido a reclamarla. Había contado la historia y no creía tener más derecho a vivir. Cerré los ojos y, sin dejar de oír voces destempladas y gritos apremiantes, esperé a que se vengara, a sentir la frialdad de su tacto. Me contraje todo lo que pude y oí acercarse pasos frenéticos mientras yo, por fin calmado, esperaba la muerte.

Tercera parte. PINTURA AL LÁTEX BLANCA

36

– Hola, Francis.

Entorné los ojos al oír una voz familiar.

– Hola, Peter -respondí-. ¿Dónde estoy?

– En el hospital -dijo con una sonrisa y el habitual brillo despreocupado en los ojos. Debí de parecer alarmado porque levantó la mano-. No en nuestro hospital, claro. Ése ya no existe. En uno nuevo. Mucho más agradable que el viejo Western. Echa un vistazo alrededor, Pajarillo. Esta vez el alojamiento es bastante mejor, ¿no crees?

Giré despacio la cabeza a la derecha y luego a la izquierda. Estaba tumbado en una cama dura con sábanas limpias y frescas. Un gotero me administraba una solución intravenosa a través de la aguja que tenía clavada en el brazo, y llevaba una bata de hospital verde pálido. En la pared frente a la cama había un cuadro grande y colorido: un velero blanco surcando las aguas centelleantes de una bahía un bonito día de verano. Un televisor silencioso descansaba en un soporte atornillado a la pared. Y de pronto descubrí una ventana que ofrecía una vista reducida pero grata de un cielo azul con tenues nubes altas que curiosamente se parecía al cielo del cuadro.

– ¿Lo ves? -dijo Peter con un pequeño gesto-. No está nada mal.

– No -admití-. Nada mal.

El Bombero estaba sentado en el borde de la cama, cerca de mis pies. Lo miré de arriba abajo. Estaba cambiado con respecto a la última vez que lo había visto en mi casa, cuando le colgaban jirones de carne, la sangre le manchaba la cara y la suciedad le oscurecía la sonrisa. Ahora llevaba el mono azul que yo recordaba del día que nos conocimos, frente al despacho de Gulptilil, y la misma gorra de los Boston Red Sox.

– ¿Estoy muerto? -le pregunté.

Meneó la cabeza y esbozó una ligera sonrisa.

– No -respondió-. Pero yo sí.

Una oleada de pesar me ascendió hasta la garganta y ahogó las palabras que quería decir.

– Lo sé -conseguí articular-. Lo recuerdo.

– No fue el ángel, ¿sabes? -sonrió Peter de nuevo-. ¿Tuve alguna vez la ocasión de darte las gracias, Pajarillo? Me habría matado si no hubiera sido por ti. Y habría muerto si no me hubieras arrastrado y logrado que los hermanos Moses consiguieran ayuda. Te portaste muy bien conmigo, Francis, y te lo agradecí, aunque nunca tuve ocasión de decírtelo. -Suspiró; sus palabras reflejaban cierta tristeza.

«Deberíamos haberte escuchado desde un principio, pero no lo hicimos, y eso nos costó muy caro. Tú sabías dónde y qué buscar. Pero no prestamos atención. -Se encogió de hombros.

– ¿Te dolió? -pregunté.

– ¿Qué? ¿No escucharte?

– No. -Agité la mano-. Ya sabes a qué me refiero.

– ¿Morir? -Peter rió-. Creía que sí, pero, la verdad, no dolió casi nada. O por lo menos no mucho.

– Vi tu foto en un periódico hace un par de años, cuando ocurrió. Era tu foto, pero el nombre era otro. Decía que estabas en Montana. Pero eras tú, ¿verdad?

– Por supuesto. Un nuevo nombre. Una nueva vida. Pero los mismos problemas de siempre.

– ¿Qué pasó?

– Fue una estupidez. No era un incendio grande, y sólo teníamos un par de dotaciones trabajando en él; todos creíamos que lo teníamos dominado. Habíamos preparado cortafuegos toda la mañana. Estábamos a sólo unos minutos de declararlo controlado y marcharnos, pero de pronto el viento cambió. Empezó a soplar con fuerza. Dije a los hombres que corrieran a ponerse a salvo. Oíamos el fuego detrás de nosotros, propagado por el viento. Produce un ruido ensordecedor, casi como si te persiguiera un tren a toda velocidad. Todo el mundo logró escabullirse, salvo yo. Podría haberlo conseguido si uno de los hombres no se hubiera caído y yo no hubiese regresado a buscarlo. Así que ahí estábamos, con sólo una manta ignífuga para protegernos. Se la cedí para que pudiera sobrevivir y traté de salir por piernas aunque sabía que no podría. Al final, el fuego me atrapó. Mala suerte, supongo, pero resultó extrañamente adecuado. Por lo menos, los periódicos me llamaron héroe, aunque yo no me sentí tan heroico. Aquello era más bien lo que había estado esperando y, quizá, lo que me merecía. Como si por fin todo se hubiera compensado.

– Podrías haberte salvado -dije.

– Me había salvado otras veces -comentó encogiéndose de hombros-. Y también me habían salvado. Como hiciste tú, sobre todo. Si no me hubieras salvado, entonces no habría podido estar ahí para salvar a aquel hombre. De modo que todo encajaba, más o menos.

– Pero te echo de menos -aseguré.

– Lo sé -sonrió Peter-. Pero ya no me necesitas. De hecho, nunca me necesitaste, Francis. Ni siquiera el día que nos conocimos, pero entonces no podías verlo. Quizás ahora puedas.

No estaba seguro de eso, pero no dije nada, hasta que recordé por qué estaba en el hospital.

– Pero ¿y el ángel? Volverá.

Peter negó con la cabeza y bajó la voz.

– No, Pajarillo. Recibió su merecido hace veinte años. Tú lo venciste entonces y volviste a vencerlo ahora. Se ha ido para siempre. No te molestará, ni a ti ni a nadie más, excepto en los malos recuerdos de ciertas personas, que es donde le corresponde estar y donde tendrá que permanecer. No es perfecto, claro, ni del todo diáfano y agradable. Mas así son las cosas: dejan huella pero seguimos adelante. Sin embargo, tú te has librado. Te lo aseguro.

No sabía si creérmelo.

– Volveré a estar solo -me quejé.

Peter rió. Fue una carcajada sonora, pura, natural.

– Pajarillo, Pajarillo, Pajarillo -dijo, y meneó la cabeza con cada palabra-. Nunca has estado solo.

Alargué la mano para tocarlo, para comprobar que lo que decía era cierto, pero Peter el Bombero se desvaneció, desapareció de la cama de aquel hospital, y yo volví a sumirme lentamente en un sueño apacible.

Pronto averigüé que las enfermeras de este hospital no tenían apodo. Eran agradables y eficientes, pero serías. Me comprobaban el suero del brazo y, cuando me lo quitaron, controlaban la medicación que recibía y registraban cada fármaco en una tablilla que colgaba de la pared junto a la puerta. No parecía que en este hospital alguien pudiera esconderse las pastillas en la boca, así que me tragaba diligentemente lo que me daban. A menudo, me hablaban sobre esto o aquello, el tiempo que hacía y cómo había dormido la noche anterior. Pero sus preguntas no eran vanas. Por ejemplo, nunca preguntaban si prefería la gelatina verde o la roja, si me apetecía tomar galletas integrales y zumo antes de dormir o si prefería un programa de televisión u otro. Querían saber concretamente si tenía la garganta seca, si había tenido náuseas o diarrea, o si me temblaban las manos y, sobre todo, si había oído o visto algo que no estuviese ahí realmente.