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– ¡Adelante! -ordenó-. ¡Al ataque!

Noticiero decía algo sobre los titulares del día siguiente y sobre pasar a formar parte de la historia mientras avanzaban tambaleantes por el pasillo, unidos todos en un objetivo común.

En la confusión subsiguiente, Francis vio al hombre retrasado volver al dormitorio con el rostro radiante. Una vez allí, se dejó caer en la cama, tomó el muñeco en brazos y se volvió hacia el umbral de la puerta con una expresión de absoluta satisfacción.

Luego vio a Peter correr hacia el puesto de enfermería y, gracias a la tenue luz de la lámpara del puesto, distinguió una figura tendida en el suelo. Salió disparado en esa dirección con zancadas resonantes, como un tambor que tocara a zafarrancho. Al mismo tiempo, vio aparecer a los hermanos Moses por la puerta que daba a las escaleras del otro extremo. Cuando pasaron por delante del dormitorio de las mujeres, se oyeron gritos y chillidos que sonaban como una sinfonía de confusión y pánico cuyo compás lo marcaba el miedo.

Peter se agachó junto a Lucy, y Francis dudó un instante, temeroso de que estuviera muerta. Pero entonces, por encima del fragor que de repente se había apoderado del pasillo, Lucy gimió de dolor.

– ¡Dios mío! -exclamó Peter-. Está malherida.

Le acarició una mano e intentó decidir qué hacer. Alzó los ojos hacia Francis y los hermanos Moses, que habían llegado sin aliento.

– Tenemos que conseguir ayuda -dijo.

Negro Chico alargó la mano hacia el teléfono y vio que tenía el cable arrancado. Echó un rápido vistazo al asolado puesto de enfermería y dijo:

– Aguantad. Voy arriba a pedir ayuda.

Negro Grande se volvió hacia Francis con una expresión de ansiosa inquietud.

– Tenía que avisarnos por el intercomunicador o el teléfono… Tardamos unos segundos cuando os oímos… -No terminó la frase, porque de repente el valor de esos instantes parecía equivaler al de la vida de Lucy Jones.

Ella estaba transida de dolor, sólo medio consciente de que Peter estaba a su lado y de que los hermanos Moses y Francis también estaban allí. En su semiinconsciencia, le parecía verlos en una costa lejana a la que ella se afanaba por llegar luchando contra las mareas y las corrientes. Sabía que tenía que decir algo importante antes de ceder a la agonía y dejarse caer, tranquila, en el oscuro abismo que la atraía. Se mordió el labio ensangrentado y consiguió articular unas palabras a pesar del dolor y la desesperación que la embargaban.

– Está aquí… -musitó-. Encontradlo… Terminad con esta historia…

No sabía si aquello tenía sentido, o si alguien la había oído. Ni siquiera estaba segura de que las palabras que había logrado formar en su cabeza hubieran salido de sus labios. Pero por lo menos lo había intentado y, con un suspiro, dejó que la inconsciencia se apoderara de ella, sin saber si alguna vez se liberaría de su abrazo seductor pero consciente de que al menos todo el dolor desaparecería.

– ¡Mierda, Lucy! ¡No te vayas! -suplicó Peter en vano. Alzó los ojos y dijo-: Ha perdido el conocimiento. -Acercó el oído a su pecho-. Está viva, pero…

Negro Grande se agachó junto a ella y empezó a aplicarle presión en la herida de la rodilla, que sangraba mucho.

– ¡Que alguien traiga una manta! -bramó.

Francis se volvió y vio que Napoleón se dirigía hacia el dormitorio para buscar una. Al otro extremo del pasillo, Negro Chico reapareció corriendo.

– ¡Ya viene la ayuda! -gritó.

Peter retrocedió un poco, sin separarse de Lucy. Francis vio que miraba al suelo y ambos detectaron la pistola de Lucy. En ese instante, para Francis era como si todo lo que había en el edificio Amherst se moviera a cámara lenta, y de golpe comprendió lo que Lucy había dicho y pedido.

– El ángel… -dijo a Peter y los hermanos Moses- ¿dónde está?

Fue entonces, en ese momento, cuando toda mi locura y todo lo que podría volverme cuerdo algún día se unió en una gran conexión eléctrica y explosiva. El ángel soltaba alaridos y su voz era un estruendo colérico. Me aferraba el brazo para intentar impedirme llegar a la pared, me arañaba, intentaba arrebatarme el lápiz para evitar que escribiera con letra temblorosa lo que había ocurrido a continuación. Peleaba con dureza y me zarandeaba el cuerpo a golpes por cada palabra. Todo su ser se concentraba en detenerme, en doblegarme y en verme muerto ahí mismo, tras darme por vencido, tras quedarme corto, a unos centímetros del final.

Yo me defendía y me esforzaba por escribir en el espacio en blanco cada vez más reducido de la pared. Chillaba, discutía, le gritaba, apunto de estallar como un cristal apunto de hacerse añicos.

– Sí, ¿ dónde…? -dijo Peter.

– Sí, ¿dónde…? -dijo Peter.

Francis desvió la mirada del cuerpo tendido de Lucy para escrutar el pasillo. A lo lejos, oyó la sirena de una ambulancia y se preguntó si sería la misma que lo había llevado al Western.

Buscó con los ojos en una dirección aunque, de hecho, estaba buscando en su interior. Miró el pasillo, más allá del dormitorio de las mujeres, hacia la escalera donde Cleo se había suicidado y donde el oportunista ángel le había mutilado después la mano. Sacudió la cabeza y pensó que no había huido por ahí porque se habría topado con los hermanos Moses. Se volvió para examinar las demás vías de escape. La puerta principal. La escalera en el extremo de los hombres. Cerró los ojos y pensó: «El ángel no habría venido aquí esta noche si no dispusiese de una salida de emergencia. Por si algo salía mal, claro, pero también porque necesitaba ocultarse para saborear los últimos instantes de Lucy. No querría compartirlos con nadie. Un sitio donde estar a solas con su obsesión. Te conozco, ángel, y sé lo que necesitas, y ahora sé adonde has ido.»

Francis se dirigió despacio hacia la puerta principal. Cerrada con llave. Reflexionó. Demasiado tiempo. Demasiada incertidumbre. Tendría que haber utilizado dos llaves y salir donde los de seguridad podrían verlo. Y cerrar con llave para no dejar una pista sobre su huida.

Sus voces gritaron su conformidad: Por ahí no. Lo sabes. Puedes verlo. No sabía si los gritos eran de ánimo o de desesperación. Echó un vistazo al pasillo y a la puerta derribada del dormitorio de los hombres. Reflexionó otra vez. El ángel habría tenido que pasar ante ellos, y eso habría sido casi imposible, incluso para un hombre que se enorgullecía de su invisibilidad.

Y entonces Francis lo vio.

– ¿Qué pasa, Pajarillo? -preguntó Peter.

– Ya lo sé. -La sirena de la ambulancia se acercaba, y le pareció

oír pasos presurosos por el camino hacia el edificio Amherst. Eso era imposible, pero aun así oía a Tomapastillas, al señor del Mal y a todos los demás corriendo hacia allí.

Se dirigió a la puerta que daba al sótano y los conductos subterráneos de la calefacción.

– Aquí -dijo. Y, como un mago algo tembloroso en el cumpleaños de un niño, abrió la puerta que debería haber estado cerrada con llave.

Francis dudó en lo alto de las escaleras, atrapado entre el miedo y un tácito deber, mal definido. Nunca había pensado demasiado en el concepto de valentía, limitándose a superar las dificultades cotidianas de pasar de un día al siguiente mediante su ligero contacto con la realidad. Pero, en ese instante, comprendió que dar un paso hacia el sótano exigía una fuerza sobrehumana. Allá abajo, una única bombilla proyectaba sombras en los rincones y apenas iluminaba los peldaños que descendían hacia la zona de almacenaje. Más allá del tenue arco de luz había una penumbra densa, envolvente. Notó una vaharada de aire caliente, viciado. Olía a moho y encierro, como si todos los pensamientos terribles y las esperanzas truncadas de las generaciones de pacientes que vivían su locura en el mundo de arriba se hubieran filtrado hacia el sótano, como el polvo, las telarañas y la suciedad. Era un sitio que rezumaba enfermedad y muerte, un sitio donde el ángel se sentiría cómodo.