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– ¿Qué está haciendo el Bombero? -quiso saber Napoleón.

– Necesitamos algo para forzar la puerta -explicó Francis.

– Si el ángel está ahí fuera, ¿no deberíamos atrancarla mejor?

Otro paciente estuvo de acuerdo.

– Tenemos que mantenerlo fuera -murmuró-. Si entra, ¿qué nos salvará?

– Deberíamos escondernos -propuso alguien del grupo. Francis creyó que era una de sus voces, pero cuando los hombres vacilaron indecisos, supo que por esa vez sus voces guardaban silencio.

Peter los miró. El sudor le resbalaba por la frente y le hacía brillar la cara a la tenue luz de la habitación. Por un instante, lo absurdo de la situación casi lo superó. Aquellos hombres, con sus rostros marcados por temores innombrables, pensaban que sería mejor atrancar la puerta que abrirla. Se miró las manos y advirtió que se había hecho varios cortes en las palmas y se había dañado una uña. Volvió a levantar los ojos y vio que Francis se acercaba a los hombres sacudiendo la cabeza.

– No -dijo el joven con paciencia-. El ángel matará a la señorita Jones si no la ayudamos. Es como dijo Larguirucho. Tenemos que afrontar la situación. Protegernos del mal. Tomar medidas. Levantarnos y luchar. De lo contrario nos encontrará. Tenemos que actuar ahora.

De nuevo, los hombres retrocedieron. Se oyó una carcajada, un sollozo, más de un ruidito de miedo. Francis detectó impotencia y duda en todas las caras.

– Tenemos que ayudarla -suplicó-. Ahora mismo.

Los hombres no se decidían. Se balanceaban atrás y adelante como si lo que les pedían que hicieran, fuera lo que fuese, originara un viento que los zarandeaba.

– Ha llegado la hora -afirmó Francis con una rara resolución en la voz-. Este es el momento. Ahora. El momento en que los locos de este edificio harán algo que nadie espera. Nadie cree en nosotros. Nadie imagina que seamos capaces de lograr algo juntos. Pero vamos a ayudar a la señorita Jones, y lo haremos juntos. Todos a la vez.

Y entonces vio algo de lo más sorprendente. De entre aquel puñado de chalados, el hombretón retrasado, tan infantil en todas sus acciones que no parecía entender ni siquiera la petición más sencilla, se dirigió hacia Francis. Era de tal simplicidad que Francis no logró imaginar cómo habría entendido nada de lo que estaba ocurriendo pero, a través de la densa niebla de su limitada inteligencia, le había llegado la idea de que Peter necesitaba ayuda, la clase de ayuda que él podía ofrecer. Dejó su muñeco sobre una cama y pasó junto a Francis con una mirada decidida. Con un gruñido, apartó a Peter de un empujón. Luego, mientras todos lo observaban en un silencio embelesado, se agachó, agarró el bastidor de hierro y, de un tirón potente, arrancó la barra. La agitó sobre su cabeza, esbozó una amplia sonrisa y se la entregó a Peter.

El Bombero la encajó de inmediato entre la hoja y el marco, junto al cerrojo. A continuación, hizo palanca con todas sus fuerzas.

Francis vio cómo la barra se doblaba con un chirrido espantoso y la puerta empezaba a combarse.

Peter soltó un profundo suspiro y retrocedió. Volvió a encajar la barra e iba a empujarla cuando Francis lo interrumpió.

– ¡Peter! -exclamó-. ¿Cuál era la palabra?

– ¿Qué? -preguntó, confundido, el Bombero.

– La palabra, la contraseña que Lucy usaría para pedir ayuda.

– «Apolo» -respondió Peter, y se concentró de nuevo en la puerta. Sólo que esta vez, el hombretón retrasado se acercó para ayudarlo, y ambos se aplicaron a la tarea.

Francis se volvió hacia los demás hombres, paralizados en su sitio, como a la espera de alguna liberación.

– Muy bien -dijo con la convicción de un general delante de su ejército en el momento de un ataque-. Tenemos que conseguir ayuda.

– ¿Qué quieres que hagamos? -preguntó Noticiero.

Francis levantó una mano, como el arbitro de salida en una carrera.

– Un ruido que puedan oír arriba y les haga entender que necesitamos ayuda.

– ¡Ayuda! ¡Ayuda! -gritó un paciente lo más fuerte que pudo. Y luego más bajo-: ¡Ayuda! -Su voz se desvanecía.

– No sirve de nada gritar pidiendo ayuda. Todos lo sabemos -dijo Francis con rotundidad-. Nadie presta atención a esos gritos. Lo que tenemos que gritar es ¡Apolo!

La confusión y la duda provocó que los hombres farfullaran varios Apolo seguidos.

– ¿Apolo? -repitió Napoleón-. Pero ¿por qué Apolo?

– Es la única palabra que funcionará -aseguró Francis. Sabía que parecía una locura, pero lo dijo con tanta firmeza que terminó con cualquier otra discusión.

– ¡Apolo! ¡Apolo! -gritaron vanos de los hombres al instante, pero Francis los hizo callar con un gesto rápido.

– ¡No! -exclamó enérgico-. Tenemos que hacerlo juntos. De otro modo, no lo oirán. Lo diremos a la de tres. Vamos a probar.

Hizo una cuenta atrás y sonó un solo Apolo, modesto pero unificado.

– Bien, bien -animó Francis. Miró a Peter y al hombre retrasado, que gemían mientras se afanaban en forzar la puerta-. Esta vez tendrá que ser muy fuerte. -Levantó la mano-. Cuando yo diga -ordenó-. Tres, dos, uno… -Bajó el brazo con rapidez, como una espada.

– ¡¡Apolo!! -bramaron los hombres.

– ¡Otra vez! -exhortó Francis-. Lo habéis hecho muy bien. Vamos. Tres, dos, uno… -Rasgó el aire de nuevo.

– ¡¡¡Apolo!!! -aullaron los hombres.

– ¡Otra vez!

– ¡¡Apolo!!

– ¡Y otra!

– ¡¡Apolo!!

La palabra se elevó con fuerza, propulsada a toda potencia, y traspasó las gruesas paredes y la oscuridad del hospital, convertida en una palabra explosiva, pirotécnica, como nunca se había oído en el manicomio y era probable que nunca volviera a oírse, pero que superó todos los cerrojos y las barreras materiales, se alzó, voló y encontró su libertad en el sonido, recorrió veloz el denso aire y, certera, se dirigió directamente a los oídos de los dos hombres que, en el piso de arriba, eran sus principales destinatarios. Ambos estiraron el cuello, sorprendidos, cuando la palabra clave les llegó, resonante, procedente de una fuente tan inesperada.

33

– ¡Apolo! -exclamé.

En la mitología era el dios del Sol, cuyo carro veloz señalaba la llegada del día. Era lo que necesitábamos aquella noche, dos cosas que por lo general escaseaban en aquel hospital psiquiátrico: rapidez y claridad.

– Apolo -repetí. Debía de estar gritando.

La palabra retumbó en las paredes de mi apartamento, salió disparada hacia los rincones, saltó hacia el techo. Era una palabra extraordinaria que se deslizaba por mi lengua con una fuerza que avivaba mi resolución. Habían pasado veinte años desde la noche que la había pronunciado por ultima vez, y me pregunté si ahora no haría por mí lo mismo que entonces.

El ángel bramó de rabia. Alrededor de mí, el cristal se hacía añicos, el metal gemía y se retorcía como consumido por el fuego. El suelo temblaba, las paredes se combaban, el techo oscilaba. Todo mi mundo se estaba desmoronando en pedazos, como si la furia del ángel lo aniquilase. Me tapé los oídos para ahogar la cacofonía de destrucción que me rodeaba. Las cosas se rompían, se desmenuzaban, explotaban, se desintegraban ante mis ojos. Estaba en medio de un aterrador campo de batalla, y mis voces interiores eran como gritos de hombres condenados. Me sujeté la cabeza con las manos para tratar de esquivar la metralla de los recuerdos.

Aquella noche, veinte años atrás, el ángel había tenido razón en muchas cosas. Había previsto todo lo que Lucy haría, sabía con exactitud cómo actuaría Peter, conocía a la perfección la ayuda que prestarían los hermanos Moses. Estaba familiarizado con el hospital y con el modo en que afectaba a la mente de todo el mundo. El ángel comprendía mejor que nadie que el comportamiento de las personas cuerdas era rutinario, organizado y deprimentemente previsible. Sabía que el plan de Lucy le proporcionaría aislamiento, tranquilidad y oportunidad. Lo que ella y Peter habían creído que sería una trampa para elle ofrecía, de hecho, las circunstancias ideales. Conocía la psicología y la muerte mejor que ellos, y era inmune a sus manidos planes. Para pillarla por sorpresa sólo tenía que evitar sorprenderla. Se había tendido ella misma una trampa; eso debió de excitarlo. Y aquella noche, sabía que tendría el asesinato en las manos, delante de él, preparado como una mala hierba que había que arrancar. Se había pasado años preparando el momento en que volvería a tener a Lucy bajo su cuchillo, y había tenido en cuenta casi todos los factores, todos los elementos, todas las consideraciones, excepto, curiosamente, la más evidente y menos memorable.