Deseó tener un arma, incluso un bate de béisbol o una porra. El ángel utilizaba un cuchillo, y él tendría que mantenerse fuera de su alcance hasta que llegaran los hermanos Moses, avisaran a seguridad y consiguieran atraparlo.
Lucy no había dicho que tuviese un arma, pero él sospechaba que la tenía. Sin embargo, su ventaja radicaba en la sorpresa y en el número. Imaginaba que eso bastaría.
Dirigió una mirada a Francis y meneó la cabeza. El joven parecía dormido, lo que, en su opinión, era positivo. Lamentaba dejarlo solo, pero tenía la sensación de que, en general, tal vez sería mejor para él. Desde la aparición del ángel junto a su cama, algo de lo que Peter ni siquiera estaba seguro de que hubiera ocurrido, lo encontraba cada vez más raro y más descontrolado. Pajarillo había descendido por un sendero que Peter no podía imaginarse y del que no quería formar parte. Le entristecía ver lo que le estaba pasando a su amigo y no poder hacer nada al respecto. Francis se había tomado muy mal la muerte de Cleo y, más que ninguno de ellos, parecía haber desarrollado una obsesión enfermiza por encontrar al ángel. Como si atrapar a aquel asesino significara algo muy importante para Francis.
Peter estaba equivocado, claro. La obsesión era realmente cosa de Lucy, pero no quería verlo.
Apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Sintió cómo la fatiga le recorría el cuerpo, junto con la inquietud. Sabía que muchas cosas iban a cambiar en su vida esa noche y la mañana siguiente. Desechó muchos recuerdos y se preguntó qué pasaría a continuación en su historia. Al mismo tiempo, siguió escuchando con atención a la espera de la señal de Lucy.
¿Volvería a verla alguna vez después de esa noche?
A unos metros de distancia, Francis yacía en su cama, consciente de que Peter había pasado por su lado sin hacer ruido para apostarse junto a la puerta. Sabía que el sueño estaba lejano, pero no así la muerte. Respiró despacio, a un ritmo constante, a la espera de que ocurriese lo inevitable. Algo que era inamovible y estaba planeado y tramado, sopesado y concebido. Se sentía atrapado en una corriente que lo arrastraba hacia quién era él mismo, o hacia quién podría ser, y no podía nadar contra ella.
Todos estábamos exactamente donde el ángel esperaba que estuviéramos. Quise escribir eso pero no lo hice. Iba más allá de la idea de que nos habíamos limitado a tomar posiciones en un escenario y sentíamos los últimos nervios antes de que se levantara el telón, preguntándonos si recordaríamos nuestros papeles, si nuestros movimientos serían armoniosos y si saldríamos a escena cuando nos tocara. El ángel sabía dónde estábamos físicamente, e incluso sabía dónde estábamos mentalmente.
Excepto tal vez yo, porque estaba muy confundido.
Me balanceé atrás y adelante, gimiendo, como un herido en un campo de batalla que quiere pedir ayuda pero sólo logra emitir un sonido gutural de dolor. Estaba arrodillado en el suelo y la pared parecía reducirse delante de mí, lo mismo que las palabras de que disponía.
A mi alrededor, el ángel bramó ahogando mis protestas.
– ¡Lo sabía! -gritó-. Lo sabía. Erais todos tan estúpidos… tan normales… ¡tan cuerdos! -Su voz pareció rebotar en las paredes, adquirir impulso entre las sombras y golpearme-. / Yo no era como vosotros! ¡ Yo era mucho mejor1.
Entonces agaché la cabeza, cerré los ojos con fuerza y chillé:
– ¡Yo no! -Eso no tenía demasiado sentido, pero el sonido de mi voz enfrentada a la suya me provocó una subida de adrenalina.
Inspiré, a la espera de sentir algún dolor, pero como no sucedió, abrí los ojos y vi que la habitación de repente se inundaba de luz. Explosiones, fogonazos, como proyectiles de fósforo en la lejanía, balas trazadoras que surcaban la oscuridad; una batalla en la penumbra.
– ¡Dímelo! -grité por encima del fragor del combate. Mi apartamento parecía combarse y zarandearse con la violencia de la guerra.
El ángel me rodeaba por todas partes, me envolvía. Apreté los dientes.
– ¡Dímelo!-grité de nuevo, lo más fuerte que pude.
– Ya sabes las respuestas, Pajarillo -me susurró una voz peligrosa al oído-. Pudiste verlas esa noche. Sólo que entonces no querías admitirlas, ¿no es cierto, Francis?
– ¡No!-bramé.
– No quieres reconocer lo que Pajarillo sabía en aquella cama aquella noche porque significaría que Francis tendría que suicidarse ahora, ¿verdad?
No pude responder. Las lágrimas y los sollozos me sacudían el cuerpo.
– Tendrás que morir. ¿Qué otra respuesta hay, Pajarillo? Porque tú sabías las respuestas aquella noche, ¿no?
Noté una agonía creciente al susurrar la única respuesta que podría acallar a ángel.
– No se trataba de Rubita, ¿verdad? -dije-. Nunca se trató de ella.
Rió. Una carcajada feroz. Un ruido terrible, desgarrador, como si se hubiera roto algo que jamás podría repararse.
– ¿ Qué más vio Pajarillo aquella noche? -preguntó.
Recordé que yacía en la cama inmóvil, tan rígido como cualquier catatónico petrificado ante alguna visión terrible del mundo, sin moverme, sin hablar, sin hacer nada más que respirar, porque mientras yacía en aquella cama veía toda la muerte que el ángel había urdido. Peter estaba en la puerta. Lucy estaba en el puesto de enfermería. Los hermanos Moses estaban en el piso de arriba. Todo el mundo estaba solo, aislado, separado, de modo que era vulnerable. ¿ Y quién era más vulnerable que nadie? Lucy.
– Rubita -balbuceé-. Ella sólo fue…
– Una parte del rompecabezas. Tú lo viste, Pajarillo. Es igual esta noche que entonces -tronó el ángel con autoridad.
Apenas podía hablar, porque sabía que las palabras que captaba en ese momento eran las mismas que se me habían ocurrido aquella noche, hacía tantos años. Una. Dos. Tres. Y, después, Rubita. ¿Qué provocaron todas esas muertes? Llevar a Lucy a un sitio donde estaba sola, en la oscuridad, en medio de un mundo que no se regía por la lógica, la cordura o la organización, a pesar de lo que Gulptilil, Evans, Peter, los hermanos Moses o cualquier otro del Western pudiera pensar. Era un mundo gélido dominado por el ángel.
El ángel gruñó y me dio un puntapié. Hasta ese momento había sido fantasmagórico, pero ese golpe me llegó con fuerza. Gemí de dolor, me puse de rodillas y regresé a gatas hacia la pared. Apenas si conseguí sostener el lápiz para escribir lo que vi aquella noche.
La medianoche se acercaba. Las horas se ralentizaban. La oscuridad se apoderaba del mundo. Francis yacía rígido mientras repasaba mentalmente todo lo que sabía. Una serie de asesinatos habían llevado a Lucy al hospital, y ahora ella estaba al otro lado de la puerta, con el cabello corto y teñido de rubio, esperando al asesino. Muchas muertes y muchas preguntas. ¿Cuál era la respuesta? Le parecía tenerla al alcance y, aun así, era como intentar atrapar una pluma arrastrada por el viento.
Se giró en la cama y miró a Peter, que tenía la cabeza apoyada en los brazos. Pensó que el agotamiento debía de haberse apoderado por fin del Bombero. No tenía la ventaja de Francis, cuyo pánico mantenía su sueño a raya.
Francis quiso explicarle que estaba muy cerca de verlo todo claro, pero no le salió ninguna palabra. Y, en el silencio de la desesperación, oyó el sonido inconfundible de la llave que cerraba la puerta que Lucy había abierto antes.