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– Lo que describes podría perjudicar a ciertas personas, ¿sabes?

– ¿Perjudicar?

– Reputaciones. Carreras. Esa clase de cosas.

– ¿Es peligroso?

– Podría serlo.

– ¿Qué debo hacer? -pregunté.

– No puedo responder eso por ti, Pajarillo. -Sonrió de nuevo-. Pero te he traído varios regalos que tal vez te sirvan para tomar una decisión.

– ¿Regalos?

– Imagino que, a falta de una palabra mejor, podrías llamarlos así. -Hizo un gesto con la mano hacia una simple caja de cartón marrón situada junto a la pared.

Me acerqué y de su interior saqué varios objetos.

Unos blocs gruesos, una caja de lápices del número 2 con gomas de borrar, dos latas de pintura al látex blanca, un rodillo, una bandeja y una brocha grande.

– ¿Sabes qué pasa, Pajarillo? -dijo Lucy, midiendo sus palabras con la precisión de un juez-. Cualquiera podría entrar aquí y leer lo que has escrito en la pared. Y podría interpretarlo de vanas formas, y una de ellas sería preguntarse cuántos cadáveres hay enterrados en el cementerio del viejo hospital. Y cómo llegaron ahí esos cadáveres.

Asentí.

– Sin embargo, Francis, ésta es tu historia y tienes todo el derecho a contarla. De ahí los blocs, que ofrecen un poco más de permanencia y más intimidad que las palabras escritas en una pared. Algunas ya están empezando a borrarse y es probable que, muy pronto, sean ilegibles.

Era verdad.

Lucy sonrió y se dispuso a añadir algo más, pero se detuvo. En lugar de eso, se inclinó y me besó en la mejilla.

– Me alegro de volver a verte, Pajarillo -dijo-. Cuídate mejor de ahora en adelante.

Y, dicho esto, se marchó cojeando, apoyándose en el bastón y arrastrando la pierna derecha, inservible, como ingrato recuerdo de aquella noche. Los hermanos Moses la observaron un momento y luego, sin decir nada, me estrecharon la mano y la siguieron.

Una vez a solas, me volví hacia la pared. Mis ojos recorrieron veloces todas las palabras escritas y, mientras leía, preparé con cuidado los lápices y los blocs. Sin dudar más de unos segundos, copié deprisa desde el principio:

Francis Xavier Petrel llegó llorando al Hospital Estatal Western en una ambulancia. Llovía con intensidad, anochecía deprisa, y tenía los brazos y las piernas atados. Con sólo veintiún años, estaba más asustado de lo que había estado en su corta y hasta entonces relativamente monótona vida…

Pensé que la pintura al látex blanca podría esperar un par de días.

***
La Historia del Loco pic_2.jpg