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Peter, sin embargo, había tomado posiciones en el pasillo, donde estaba apoyado contra la pared con la mirada fija en el trastero. De vez en cuando, medía con los ojos la distancia entre el punto donde se había encontrado el cadáver y el sitio donde Rubita había sido atacada primero, junto a la tela metálica que cercaba el puesto de enfermería en medio del pasillo.

Francis se acercó despacio a él.

– ¿Qué pasa? -le preguntó en voz baja.

El Bombero apretó la boca con gesto de concentración.

– Dime, Pajarillo, ¿te parece lógico todo esto?

Francis fue a contestar, pero dudó. Se apoyó contra la pared al lado del Bombero y empezó a mirar en la misma dirección.

– Es como leer primero el último capítulo de un libro -aseguró pasado un momento.

– ¿Y eso? -repuso Peter con una sonrisa.

– Está todo invertido -explicó Francis-. No como en un espejo, sino como si nos contaran la conclusión pero no cómo llegamos a ella.

– Sigue.

Francis notó una especie de energía mientras le daba vueltas a lo que había visto la noche anterior. Podía oír un coro de asentimiento y de ánimo en su interior.

– Algunas cosas me preocupan de verdad -afirmó-. Cosas que no entiendo.

– Cuéntame algunas de esas cosas -pidió Peter.

– Bueno, Larguirucho, para empezar. ¿Por qué querría matar a Rubita?

– Creía que era la encarnación del mal. Intentó atacarla en el comedor.

– Sí, y le pusieron una inyección, lo que debería haberlo calmado.

– Pero no fue así.

– Yo creo que sí-rebatió Francis meneando la cabeza-. No del todo, pero sí. Cuando me pusieron una inyección así fue como tener todos los músculos paralizados, de modo que apenas tenía energía para abrir los ojos y ver el mundo que me rodeaba. Aunque no le hubieran dado una dosis suficiente a Larguirucho, creo que habría bastado. Porque matar a Rubita requería fuerza. Y energía. Y supongo que también más cosas.

– ¿Más cosas?

– Propósito -sugirió Francis.

– Continúa -dijo Peter, asintiendo.

– Bueno, ¿cómo salió Larguirucho del dormitorio? Siempre está cerrado con llave. Y si logró abrir la puerta del dormitorio, ¿dónde están las llaves? Y si salió, ¿por qué llevaría a Rubita al almacén? Quiero decir, ¿cómo lo hizo? ¿Y por qué la agrediría sexualmente? ¿Y luego dejarla así?

– Tenía sangre en la ropa. La cofia apareció bajo su colchón -le recordó Peter con la contundencia impasible de un policía.

– Eso no lo entiendo. -Francis sacudió la cabeza-. La cofia, ¿pero no el cuchillo que usó para matarla?

– ¿Qué nos dijo Larguirucho cuando nos despertó? -Peter bajó la voz.

– Dijo que un ángel había ido a su lado para abrazarlo.

Guardaron silencio. Francis procuró imaginar la sensación de que el ángel sacara a Larguirucho de su sueño nervioso.

– Creí que se lo había inventado. Creí que era algo que había imaginado.

– Yo también -aseguró Peter-. Ahora ya no estoy tan seguro.

Empezó a observar otra vez el trastero. Francis hizo lo mismo. Cuanto más miraba, más se acercaba al momento. Era casi como si pudiera ver los últimos segundos de Rubita. Peter debió de darse cuenta porque él también palideció.

– No quiero creer que Larguirucho hiciese eso -dijo-. No es nada propio de él. Ni siquiera en sus peores momentos, y ayer se mostró de lo más terrorífico, muy propio de él. Larguirucho señalaba, gritaba y hacía mucho ruido. No creo que fuera capaz de matar. Sin duda, no de asesinar de un modo solapado y premeditado.

– Dijo que había que destruir a la encarnación del mal. Lo dijo muy fuerte, delante de todo el mundo.

– ¿Crees que él podría matar a alguien, Pajarillo? -repuso Peter.

– No lo sé. En cierto sentido, creo que, en las circunstancias adecuadas, cualquiera puede matar. Pero sólo son conjeturas por mi parte. Nunca he conocido a un asesino.

Esta respuesta hizo sonreír a Peter.

– Bueno, me conoces a mí-dijo-. Pero creo que conoceremos a otro.

– ¿A otro asesino?

– A un ángel -concluyó Peter.

Poco antes de la sesión de terapia de la tarde siguiente, Napoleón se acercó a Francis. Tenía un aspecto vacilante, de indecisión y duda. Tartamudeaba un poco y las palabras parecían aferrársele a la punta de la lengua, reacias a abandonar la boca por miedo a cómo iban a ser recibidas. Tenía un defecto del habla de lo más curioso, porque cuando se sumergía en la historia, como conectado a su tocayo, era más claro y preciso. El problema, para quien le escuchara, era separar los dos elementos dispares: los pensamientos de ese día de las especulaciones sobre hechos acontecidos más de ciento cincuenta años atrás.

– ¿Pajarillo? -llamó Napoleón con su nerviosismo habitual.

– ¿Qué quieres, Nappy? -Estaban en un extremo de la sala de estar, sin hacer otra cosa que evaluar sus pensamientos, como solían hacer los pacientes del edificio Amherst.

– Hay algo que me preocupa.

– Hay muchas cosas que nos preocupan a todos -replicó Francis.

Napoleón se pasó las manos por sus mejillas regordetas.

– ¿Sabías que no hay ningún general que esté considerado más brillante que Bonaparte? Como Alejandro Magno, Julio César o George Washington. Quiero decir que fue alguien que forjó el mundo con su brillantez.

– Sí, ya lo sé.

– Pero lo que no entiendo es por qué, si se le considera de modo tan rotundo un hombre genial, sólo es recordado por sus derrotas.

– No entiendo -dijo Francis.

– Las derrotas. Moscú, Trafalgar, Waterloo.

– Me parece que no puedo responder esa pregunta… -empezó Francis.

– Me preocupa de veras -le interrumpió Napoleón-. Lo que quiero decir es: ¿Por qué nos recuerdan por nuestros fracasos? ¿Por qué los fracasos y las retiradas valen más que las victorias? ¿Crees que Tomapastillas y el señor del Mal hablan alguna vez de los progresos que hacemos, en la terapia o con las medicaciones? Creo que no. Creo que sólo hablan de los reveses y los errores, y de los pequeños signos que indican que debemos seguir aquí, en lugar de los indicios de que mejoramos y de que tal vez tendríamos que irnos a casa.

Francis asintió. Eso tenía cierto sentido.

– Napoleón rehizo el mapa de Europa con sus victorias -prosiguió Napoleón, superando su balbuceo dubitativo-. Deberían ser recordadas. Me da tanta rabia…

– No creo que puedas hacer gran cosa al respecto… -empezó Francis, pero su compañero se inclinó hacia delante y bajó la voz.

– Me da mucha rabia ver cómo Tomapastillas y el señor del Mal tratan con ligereza todos estos aspectos históricos. Son asuntos tan importantes que ayer apenas pude pegar ojo.

Francis lo miró.

– ¿Estabas despierto?

– Estaba despierto y oí que alguien metía la llave en la cerradura.

– ¿Viste…?

– Oí abrirse la puerta. Ya sabes que mi cama no está lejos de ella, y cerré los ojos porque se supone que tenemos que estar dormidos y no quería que alguien viera que yo no lo estaba y me aumentaran la medicación. Así que fingí.

– Continúa.

Napoleón inclinó la cabeza y trató de reconstruir lo que recordaba.

– Noté que alguien pasaba junto a mi cama. Y entonces, unos minutos después, volvió a pasar, sólo que esta vez fue para salir. Y esperé oír cómo giraba la llave, pero no ocurrió. Luego, pasado un rato, eché una miradita y vi cómo tú y el Bombero os marchabais. No tenemos que salir de noche. Tenemos que estar en la cama y dormir, así que me asusté cuando os vi. Traté de dormirme pero oía a Larguirucho hablar consigo mismo y eso me mantuvo despierto hasta que llegó la policía y se encendieron las luces y pudimos ver las cosas terribles que habían pasado.

– Pero ¿no viste a la otra persona?

– No. Creo que no. Estaba oscuro. Pero pude mirar un poco.

– ¿Y qué viste?

– Un hombre de blanco. Nada más.

– ¿Era alto? ¿Le viste la cara?

– A mí todo el mundo me parece alto, Pajarillo -respondió Napoleón, y negó de nuevo con la cabeza-. Incluso tú. Y no le vi la cara. Cuando pasó junto a mi cama, cerré bien los ojos y escondí la cabeza. Pero recuerdo una cosa: parecía flotar. Iba de blanco y flotaba. -Inspiró hondo-. Durante la retirada de Moscú, algunos cadáveres se congelaron tanto que la piel adquirió el color del hielo en una laguna. Gris y blanco, y translúcido a la vez. Como la niebla. Eso es lo que recuerdo.