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Francis retuvo lo que había oído, y vio que el señor del Mal recorría la sala de estar para indicar el inicio de la sesión de la tarde. También vio a Negro Grande y Negro Chico entre los pacientes. De repente, se sobresaltó al observar que ambos hermanos vestían sus uniformes blancos de auxiliar.

«Ángeles», pensó.

Francis tuvo otra breve conversación cuando se dirigía a la sesión en grupo. Cleo se le acercó por el pasillo antes de que entrase en una de las salas de terapia. Se balanceó a uno y otro lado, un poco como un trasbordador al amarrar, y dijo:

– Pajarillo, ¿crees que Larguirucho hizo eso a Rubita?

Francis meneó la cabeza para expresar duda.

– No parece la clase de cosas que haría Larguirucho -comentó.

– Me parecía un buen hombre -repuso Cleo tras soltar un resoplido que hizo estremecer su voluminoso cuerpo-. Un poco chalado, como todos nosotros, confundido a veces, pero un buen hombre. No puedo creer que hiciera una cosa tan mala.

– Tenía sangre en la camisa de dormir. Y creía que Rubita era la encarnación del mal. Eso lo asustaba. Cuando nos asustamos, hacemos cosas inesperadas. Nos pasa a todos. De hecho, estoy seguro de que casi todo el mundo hizo algo estando asustado y por eso está aquí.

Cleo asintió.

– Pero Larguirucho parecía distinto -dijo, y sacudió la cabeza-. No. No es cierto. Parecía igual. Y todos somos diferentes, a eso me refiero. Era distinto fuera, pero aquí dentro era igual. En cambio, lo que ocurrió parece una cosa de fuera que hubiese pasado aquí dentro.

– ¿De fuera?

– Ya me entiendes, tonto. De fuera. Del otro lado. -Hizo un gesto con el brazo para indicar el mundo que había más allá de los muros del hospital.

Francis le vio cierta lógica y esbozó una sonrisa.

– Creo que te entiendo -comentó.

– Ayer por la noche pasó algo en el dormitorio de las mujeres -dijo Cleo bajando la voz-. No se lo he contado a nadie.

– ¿Qué pasó?

– Estaba despierta. No podía dormir e intenté repasar todas las frases de la obra, pero esta vez no funcionó. Imagínate. Normalmente, antes del parlamento de Antonio en el segundo acto estoy roncando como un bebé, aunque no sé si los bebés roncan. Las madres nunca me han dejado acercarme a ninguno, las muy zorras… Pero eso es otra historia.

– Así que tú tampoco podías dormir.

– Todas las demás estaban dormidas.

– ¿Y?

– Vi abrirse la puerta y alguien que entraba. No había oído la llave en la cerradura, pero mi cama está lejos, junto a las ventanas, y la luz de la luna me daba en la cabeza. ¿Sabías que antiguamente la gente creía que si te dormías con la luz de la luna en la frente, despertabas loco? De ahí procede la palabra lunático. Puede que sea cierto, Pajarillo. Siempre duermo a la luz de la luna y cada vez estoy más loca, y ya nadie me quiere. No hay nadie que hable conmigo y por eso me tienen aquí. Sola. Nadie viene a visitarme. Eso no es justo, ¿no crees? Alguien podría venir a visitarme. Tampoco costaría tanto, ¿no? Cabrones. Son todos unos cabrones.

– ¿Alguien entró en el dormitorio? ¿Estás segura?

– Sí. -Cleo se estremeció-. Nadie entra de noche. Pero anoche vino alguien. Se quedó unos segundos y luego salió. Y esta vez, como escuchaba con atención, oí girar la llave en la cerradura.

– ¿Crees que alguien cerca de la puerta vio a esa persona?

Cleo hizo una mueca y sacudió la cabeza.

– Ya lo pregunté. Con discreción, ¿sabes? No. Mucha gente dormía. Son los medicamentos. Todo el mundo se queda frito enseguida. -Se ruborizó y Francis vio que le afloraban unas lágrimas-. Rubita me caía bien. Siempre fue muy amable conmigo. A veces recitábamos juntas la obra y ella hacía el papel de Marco Antonio o algún otro. Y también me caía bien Larguirucho. Era un caballero. Te abría la puerta y te dejaba pasar antes a la hora de la cena. Bendecía la mesa. Siempre me llamaba señorita Cleo y era muy educado y simpático. Y se preocupaba por todos nosotros. Alejar el mal. Tiene sentido. -Se llevó un pañuelo a los ojos y se sorbió la nariz-. Pobre Larguirucho -prosiguió-. Tenía razón todo el tiempo y nadie lo escuchó. Y ahora mira. Tenemos que encontrar la forma de ayudarlo, el sólo intentaba ayudarnos a nosotros. Cabrones. Son todos unos cabrones.

Tomó a Francis del brazo e hizo que la acompañara hasta la sesión en grupo.

El señor del Mal estaba disponiendo las sillas plegables en círculo en la sala de terapia. Indicó a Francis que tomara un par del montón situado bajo una ventana, así que el joven cruzó la sala mientras Cleo se dejaba caer en uno de los asientos. Se inclinó para coger un par de sillas y antes de volverse para llevarlas al centro de la sala, donde el grupo se estaba reuniendo, un movimiento en el exterior captó su atención. Desde allí, podía ver la entrada principal, la verja de hierro y el camino que conducía al edificio de administración. Un gran coche negro llegaba a la parte delantera. Eso no tenía nada de inusual, todo el día llegaban y se marchaban coches y ambulancias, pero éste tenía algo que despertó su curiosidad. Parecía impregnado de urgencia.

Francis observó cómo el coche se detenía. Pasado un instante, una mujer alta y morena salió de él. Llevaba un impermeable largo color habano y una cartera negra que hacía juego con su largo cabello. La mujer se detuvo y pareció examinar todo el complejo hospitalario, luego subió la escalinata con una determinación que le recordó a una flecha disparada a un blanco.

8

La organización les llegaba despacio e impuesta. Francis observó que no era como si de repente fueran alborotadores, ni siquiera revoltosos o escolares a los que se pide que presten atención en el aula. Era más bien que estaban inquietos y nerviosos. Todos habían dormido muy poco y recibido demasiados fármacos y demasiada agitación, además de una cantidad importante de incertidumbre. Una mujer mayor con su largo cabello gris muy alborotado se echaba a llorar, se enjugaba las lágrimas con una manga, sacudía la cabeza con una sonrisa, decía que estaba bien y al cabo de unos segundos estallaba de nuevo en sollozos. Uno de los hombres de mediana edad y mirada dura, que había sido marino en un pesquero y llevaba el tatuaje de una mujer desnuda en el antebrazo, lucía una expresión furtiva e inquieta, y no dejaba de revolverse en la silla para comprobar la puerta situada tras él, como si esperara que alguien se colara sigilosamente en la sala. Los tartamudos, tartamudeaban más. Los irascibles estaba sentados en el borde de la silla. Los que solían llorar parecían más dispuestos a derramar lágrimas. Los que permanecían mudos se habían sumido más en el silencio.

Incluso Peter el Bombero, cuya tranquilidad solía dominar las sesiones, tenía problemas para mantenerse quieto, y más de una vez encendió un cigarrillo y se paseó alrededor del grupo. A Francis le recordó a un boxeador que momentos antes del combate se relaja en el cuadrilátero lanzando derechazos e izquierdazos a mandíbulas imaginarias mientras su contrincante real espera en el otro rincón.

Si Francis hubiera sido un veterano del hospital psiquiátrico, habría reconocido un aumento considerable de los niveles de paranoia en muchos pacientes. Era algo todavía no expresado; como una tetera que se va calentando para hervir el agua, todavía no había empezado a silbar. Pero aun así era perceptible, como un mal olor una tarde calurosa. Sus propias voces interiores pedían atención a gritos, y necesitó la fuerza de voluntad habitual para acallarlas. Los músculos de los brazos y del estómago se le tensaban, como si quisieran prestar ayuda a los tendones mentales que él estaba utilizando para controlar la cacofonía de voces.

– Creo que deberíamos abordar los hechos de la otra noche -sugirió Evans. Llevaba puestas las gafas de lectura, que dejaba resbalar por la nariz para mirar por encima a los pacientes. Francis pensó que Evans era una de esas personas que hace una afirmación que parece sencilla, como la necesidad de abordar precisamente lo que dominaba los pensamientos de todo el mundo, pero da la impresión de querer decir algo completamente distinto-. Parece que todos estáis pensando en ello.