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– ¿Quién ha llamado a la policía? -preguntó el guardia menudo.

– Nosotros -respondió Peter.

– Mierda -dijo el guardia, y dio un segundo puntapié a Francis. Se dispuso a atizarlo de nuevo, y Francis se preparó para el dolor, pero no terminó el movimiento.

– ¡Oye! -exclamó en cambio-. ¡Se puede saber qué coño estáis haciendo!

Francis logró girar un poco la cabeza y vio que Napoleón y un par de hombres más del dormitorio habían abierto la puerta y permanecían vacilantes en el umbral, sin saber si podían salir al pasillo. La sirena debía de haber despertado a todo el mundo. En ese mismo momento, alguien accionó el interruptor principal y el pasillo se iluminó por completo. En el ala sur del edificio se oían gemidos agudos y golpes en la puerta del dormitorio de las mujeres, que resistía el embate, pero el ruido era como el toque de un bombo que retumbaba en el pasillo.

– ¡Maldita sea! -gritó el guardia con el corte de pelo a lo marine-. ¡Tú! -Señaló con la porra a Napoleón y los demás hombres indecisos-. ¡Volved dentro! ¡Vamos!

Corrió hacia ellos con el brazo extendido como un guardia urbano que diera instrucciones a la vez que blandía la porra. Los hombres retrocedieron asustados y el guardia cerró la puerta con llave. A continuación, se volvió y volvió a resbalar en una de las manchas de sangre que había en el pasillo. Los golpes en la puerta del ala de las mujeres aumentaban de intensidad, y Francis oyó dos voces nuevas a sus espaldas.

– ¿Qué demonios está pasando aquí?

– ¿Qué ocurre?

Se giró, y vio, más allá de donde Peter estaba tumbado en el suelo, a dos policías de uniforme. Uno de ellos alargó la mano hacia su arma, aunque sólo para abrir el cierre de la pistolera.

– ¿Nos han avisado de un homicidio? -preguntó uno de los policías. Pero no esperó respuesta, ya que debió de ver parte de la sangre del pasillo, y avanzó hacia el trastero.

Francis lo siguió con la mirada y vio cómo se paraba en seco ante la puerta. Pero, a diferencia de los guardias del hospital, el policía no dijo nada. Se limitó a observar la escena casi, en ese instante, como tantos pacientes del hospital que tenían la mirada perdida y sólo veían lo que querían o necesitaban ver, que no era lo que tenían delante.

A partir de ese momento, pareció que las cosas ocurrían de prisa y despacio a la vez. Para Francis fue como si el tiempo hubiera perdido el control y el transcurrir ordenado de las horas nocturnas se hubiera sumido en el caos. Poco después se encontraba en una sala de tratamiento en el mismo pasillo donde la policía científica se estaba instalando y los fotógrafos disparaban sus cámaras. Cada fogonazo de flash era como un rayo en algún horizonte lejano, y provocaba que los gritos y la agitación entre los pacientes de los dormitorios cerrados se agudizaran. Al principio, el guardia de seguridad menudo le obligó a sentarse y lo dejó solo. Luego, pasados unos minutos, entraron dos detectives acompañados del doctor Gulptilil. Francis seguía en pijama y esposado, sentado en una incómoda silla de madera. Supuso que Peter se encontraba en circunstancias similares en una sala contigua. Le aterrorizaba tener que enfrentarse solo a la policía.

Los dos detectives vestían trajes algo arrugados y mal entallados. Llevaban el cabello muy corto y tenían mandíbulas fuertes. Ninguno de los dos mostraba ninguna suavidad en la mirada ni en la forma de hablar. Eran de estatura y complexión parecidas, y Francis pensó que seguramente los confundiría si volvía a verlos. No oyó sus nombres cuando se presentaron porque miraba a Gulptilil en busca de tranquilidad. Pero el doctor se limitó a advertirle que contara a los detectives la verdad. Uno de éstos se situó junto al médico, ambos apoyados contra la pared, mientras que el otro aposentó su trasero en una mesa situada frente a Francis. Una pierna le colgaba en el aire casi airosamente, pero su postura era tal que la funda negra y la pistola que llevaba en el cinturón eran muy visibles. El hombre esbozaba una sonrisa algo torcida, que hacía que casi todo lo que decía pareciera deshonesto.

– A ver, señor Petrel -preguntó-, ¿por qué estaba en el pasillo después de que se apagarán las luces?

Francis dudó, recordó lo que Peter le había dicho e inició un breve recuento de cómo Larguirucho lo había despertado, de cómo había seguido a Peter al pasillo y habían encontrado después el cadáver de Rubita. El detective asintió y luego sacudió la cabeza.

– La puerta del dormitorio estaba cerrada con llave, señor Petrel. La cierran todas las noches. -Dirigió una mirada rápida al doctor Gulptilil, que asintió con la cabeza.

– Esta noche no lo estaba.

– No sé si creerlo.

Francis no supo qué contestar.

El policía hizo una pausa para que el silencio pusiera nervioso a Francis.

– Dígame, señor Petrel… ¿Te puedo llamar Francis?

El joven asintió.

– Muy bien. Eres joven, Franny. ¿Te habías acostado con alguna mujer antes de esta noche?

– ¿Esta noche? -preguntó Francis, y dio un respingo.

– Sí. Me refiero a antes de esta noche, ya que esta noche tuviste relaciones sexuales con la enfermera. ¿Te habías acostado con alguna chica?

Francis estaba confundido. Las voces le bramaban en los oídos; le gritaban toda clase de mensajes contradictorios. Miró al doctor para intentar ver si se percataba del revuelo que tenía lugar en su interior. Pero Gulptilil se había situado en la sombra y no le distinguía bien la cara.

– No -contestó, pero la duda empañaba la palabra.

– ¿No qué? ¿Nunca? ¿Un joven atractivo como tú? Debe de haber sido muy frustrante. Sobre todo, cuando te rechazaban. Y esa enfermera no era mucho mayor que tú, ¿verdad? Seguro que te enfadaste mucho cuando te rechazó.

– No -repitió Francis-. Eso no es cierto.

– ¿No te rechazó?

– No, no, no.

– ¿Tratas de decirnos que accedió a tener relaciones sexuales contigo y que después se suicidó?

– No -repitió-. Está equivocado.

– Ya. -Miró a su compañero-. ¿Así que no accedió a tener relaciones sexuales y entonces la mataste? ¿Es así como pasó?

– No. Vuelve a equivocarse.

– Me tienes confundido, Franny. Dices que estabas en el pasillo, al otro lado de la puerta cerrada con llave, donde no deberías estar, y hay una enfermera violada y asesinada, ¿y tú estabas ahí por casualidad? Venga ya, hombre. ¿No te parece que podrías ayudarnos un poco más?

– No sé -respondió Francis.

– ¿Qué no sabes? ¿Cómo ayudarnos? Cuéntame qué pasó cuando la enfermera te rechazó. ¿Es muy difícil eso? Entonces todo tendrá sentido y podremos dejarlo todo resuelto esta noche.

– Sí. O no -dijo Francis.

– Te diré de qué otro modo tiene sentido: tu amigo y tú decidisteis hacer una visita nocturna a la enfermera, pero las cosas no salieron exactamente como habíais planeado. Vamos, Franny, sé sincero conmigo, ¿vale? Vamos a hacer una cosa, ¿de acuerdo?

– ¿Qué cosa? -preguntó Francis, vacilante y con voz quebrada.

– Me vas a decir la verdad, ¿de acuerdo?

El joven asintió.

– Muy bien -afirmó el detective, que seguía empleando una voz baja y suave, como si sólo Francis pudiera oír cada palabra, como si estuvieran hablando un idioma que sólo ellos conocían. El otro policía y el doctor Tomapastillas parecieron evaporarse de la sala. El detective continuó con su tono persuasivo, sugerente de que la única interpretación verosímil era la suya-. Sólo puede haber ocurrido de una forma que tal vez fuese accidental. Tal vez ella te engatusó, y también a tu compañero. Tal vez pensaste que iba a ser más cariñosa de lo que resultó ser. Un pequeño malentendido. Nada más. Pensaste que quería decir una cosa y ella pensaba, bueno, quería decir otra. Y las cosas se desmadraron, ¿cierto? Así que en realidad fue un accidente. Escucha, Franny, nadie te va a culpar demasiado. Al fin y al cabo estás aquí, y ya te han diagnosticado que estás un poco tarumba, así que todo se incluye en la misma categoría, ¿no? ¿He acertado ahora, Franny?