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– Me alegro de verle, doctor. Aunque debo decir que es algo inesperado.

Pareció valorar con rapidez su aspecto, mirándolo de arriba abajo como un sastre examina a un caballero poco en forma que quiere encajarse un traje moderno y con estilo.

– Gracias por recibirme -empezó, pero ella le interrumpió.

– Tiene un aspecto terrible, doctor. Quizá se esté tomando demasiado en serio el pequeño enfrentamiento de Zimmerman con el metro.

– No duermo muy bien -admitió Ricky a la vez que meneaba la cabeza con una leve sonrisa.

– No me diga -contestó ella.

Hizo un ademán con el brazo en dirección a una sala anexa.

La sala de interrogatorios era lóbrega e inquietante, un recinto estrecho desprovisto de cualquier adorno, con una mesa metálica en el centro y tres sillas plegables de metal, iluminada por un fluorescente. La mesa tenía la superficie de linóleo, estropeada con arañazos y manchas de tinta. Ricky pensó en su consulta y, en particular, en el diván y en cómo cada objeto a la vista del paciente tenía un efecto en el análisis. Pensó que esta sala, tan yerma como un paisaje lunar, era un lugar horrible para explicarse pero, acto seguido, comprendió que las explicaciones que se daban en ese sitio eran terribles de por sí.

Riggins debió de percatarse del modo en que examinaba la habitación porque dijo:

– El presupuesto oficial para decoración es muy exiguo este año. Tuvimos que prescindir de los picassos en las paredes y de los muebles de Roche Bobois. -Señaló una de las sillas de metal-.

Siéntese, doctor. Cuénteme qué le preocupa. -La detective Riggins intentó contener una sonrisa-. ¿No es eso más o menos lo que diría usted?

– Más o menos. Aunque no sé qué le resulta tan divertido.

Ella asintió y parte del humor de su voz desapareció.

– Disculpe -dijo-. Es la inversión de papeles, doctor Starks. No solemos recibir profesionales destacados de la zona residencial. Solemos tratar con delitos bastante rutinarios y feos. Atracos en su mayoría. Bandas. Indigentes que entablan peleas que acaban en homicidios. ¿Qué le preocupa tanto? Prometo tomármelo muy en serio.

– Le divierte verme…

– Estresado. Sí, lo admito.

– ¿No le gusta la psiquiatría?

– No. Tuve un hermano clínicamente deprimido y esquizofrénico. Entró y salió de todas las instituciones mentales de la ciudad y todos los médicos hablaron y hablaron pero no lo ayudaron en absoluto. Esta experiencia me predispuso en contra. Dejémoslo así.

Ricky esperó un momento y dijo:

– Mi mujer murió hace unos años de cáncer de ovarios, pero yo no detesté a los oncólogos que no lograron salvarla. Detesté la enfermedad.

– Touché -admitió Riggins.

Ricky no sabía muy bien por dónde empezar, pero decidió que Zimmerman era un comienzo tan bueno como cualquier otro.

– Leí la nota de suicidio -comentó-. Para serle franco, no sonaba demasiado a mi paciente. ¿Podría decirme dónde la encontró?

– Claro. -Riggins se encogió de hombros-. Estaba sobre la almohada de su cama, en su casa. Bien doblada y colocada con cuidado; era imposible no verla.

– ¿Quién la encontró?

– Pues yo. El día después de hablar con los testigos y con usted, y de acabar con el papeleo, fui a casa de Zimmerman y la vi en cuanto entré en su habitación.

– La madre de Zimmerman es inválida…

– Estaba tan consternada tras recibir la llamada telefónica inicial que tuve que mandar una ambulancia para que la llevara al hospital a pasar un par de noches. Creo que la van a trasladar a un centro de viviendas con asistencia en el condado de Rockland en los próximos días. El hermano se está encargando de eso. Por teléfono, desde California. No parece muy afectado por lo ocurrido ni rebosar bondad humana, en especial en lo que a su madre se refiere.

– A ver si lo entiendo. Llevan a la madre al hospital y al día siguiente usted encuentra la nota.

– Exacto.

– Así que no tiene modo de saber cuándo pusieron esa nota en la habitación, ¿verdad? La casa estuvo vacía bastante tiempo.

La detective Riggins sonrió.

– Bueno, sé que Zimmerman no la puso después de las tres de la tarde porque fue entonces cuando tomó ese tren antes de que parara, lo que no es una idea nada acertada -comentó.

– Alguien más pudo ponerla ahí.

– Claro. Lo creería si yo fuese la clase de persona que ve conspiraciones por todas partes y cree en la teoría de los múltiples francotiradores en el asesinato de Kennedy. No era feliz y se lanzó a la vía, doctor. Esas cosas pasan.

– Esa nota estaba mecanografiada -prosiguió Ricky-. Y sin firmar, salvo a máquina.

– Sí. En eso tiene razón.

– Escrita en un ordenador, supongo.

– Bingo. Está empezando a sonar como un detective, doctor.

– Creo haber oído en algún sitio que las máquinas de escribir podían localizarse, que el modo en que las teclas golpean el papel es reconocible -comentó Ricky tras pensar un momento-. ¿Pasa lo mismo con una impresora?

– No.

Riggins meneó la cabeza.

– No sé demasiado sobre ordenadores -dijo Ricky tras vacilar por un instante-. Nunca los necesité en mi trabajo -prosiguió con la mirada fija en la mujer, que parecía algo incómoda con sus preguntas-. Pero ¿no conservan un registro interno de todo lo que se ha escrito en ellos?

– También acierta en eso. Normalmente en el disco duro. Y ya veo dónde quiere llegar. No, no comprobé el ordenador personal de Zimmerman para asegurarme de que hubiera escrito realmente la nota en él. Tampoco verifiqué el ordenador de su trabajo. Un hombre se lanza a la vía del metro y encuentro una nota de suicidio sobre su almohada en su casa. Esta situación no incita a investigar mas.

– En cuanto al ordenador del trabajo, mucha gente podría acceder a él, ¿verdad?

– Supongo que tendría una contraseña para proteger sus archivos. Pero la respuesta es sí.

Ricky asintió y guardó silencio un momento.

Riggins se movió en la silla antes de continuar:

– Dijo que quería hablar de las «circunstancias» que rodearon la muerte. ¿Cuáles son?

Ricky inspiró hondo antes de contestar.

– Un pariente de una antigua paciente me ha estado amenazando a mi y a los miembros de mi familia con daños indeterminados.

Con este fin, ha adoptado algunas medidas para trastornarme la vida. Entre ellas están acusaciones falsas contra mi integridad profesional, ataques electrónicos a mi situación financiera, robos en mi casa, invasiones en mi vida personal y la sugerencia de que me suicide. Tengo motivos para creer que la muerte de Zimmerman formaba parte de este sistema de acoso que he estado sufriendo esta última semana. No creo que fuera un suicidio.

Riggins enarcó las cejas.

– Por Dios, doctor Starks, parece que está metido en un buen lío. ¿Una antigua paciente?

– No. El hijo de una antigua paciente. Todavía no sé cuál.

– ¿Y cree que esta persona que quiere perjudicarlo convenció a Zimmerman de que se lanzara a las vías del metro?

– No lo convenció. Probablemente lo empujaron.

– Estaba lleno de gente y nadie vio nada semejante. En absoluto.

– La falta de testigos no descarta que sucediera. Cuando el metro se acerca, todos los que están en el andén miran en la dirección que llega el convoy. Si Zimmerman estaba detrás de la gente, lo que viene sugerido por la falta de testigos presenciales precisos, ¿cuánto habría costado darle el codazo o empujón necesario?

– Bueno, eso es cierto, doctor. No sería difícil. Ni mucho menos. A lo largo de los años, hemos tenido unos cuantos asesinatos con esas características. Y también tiene razón en que la gente se vuelve en una dirección cuando se acerca el tren, lo que permite que al final del andén pueda pasar casi cualquier cosa más o menos inadvertida. Pero en este caso tenemos a Lu Anne, que dice que saltó, y aunque no sea demasiado fiable, es algo.

Y tenemos una nota de suicidio y un hombre deprimido, enfadado y desdichado que mantenía una relación difícil con su madre y se enfrentaba a una vida que muchos considerarían más bien decepcionante…