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Ricky habló durante más de una hora sin ser interrumpido por el menor comentario o pregunta. Lewis permaneció casi inmóvil en su asiento balanceando el mentón en la palma de una mano. Ricky se levantó un par de veces y se paseó por la habitación, como si el movimiento de los pies fuera a facilitarle la narración, antes de regresar a la mullida butaca y proseguir su relato. En más de una ocasión notó que le sudaban las axilas, aunque la temperatura de la habitación era agradablemente fresca, con las ventanas abiertas a esa primera hora de la noche en el valle del Hudson.

Oyó un trueno lejano procedente de las montañas Catskills, a kilómetros de distancia al otro lado del río, en una ráfaga explosiva que parecía fuego de artillería. Recordó que según una leyenda local ese sonido era el ruido que hacían unos elfos y unos enanos al jugar a bolos en las verdes hondonadas. Le habló de la primera carta, del poema y de las amenazas, de lo que estaba en juego. Describió a Virgil y a Merlin, y el bufete inexistente del abogado. Intentó no dejarse nada, desde las intrusiones electrónicas en sus cuentas bancarias y de valores hasta el mensaje pornográfico que recibió su pariente lejana en su cumpleaños. Habló largo y tendido sobre Zimmerman, su tratamiento, su muerte y las dos visitas a la detective Riggins. Le contó lo de la falsa acusación de abusos sexuales presentada ante el Colegio de Médicos, y se ruborizó un poco al hacerlo. A veces divagaba, como cuando mencionó los robos en su consulta y la extraña sensación de violación que sentía, o cuando describió su poema en el Times y la respuesta de Rumplestiltskin. Terminó mencionando las fotografías de los tres adolescentes que le había enseñado Virgil. Después se reclinó, guardó silencio y, por primera vez, miró al viejo analista, que se había llevado ambas manos al mentón para apoyar la cabeza meditabundo, como si intentara valorar la totalidad de la maldad que se había abatido sobre Ricky.

– Muy interesante -dijo por fin Lewis, que se reclinó y soltó un largo suspiro-. Me gustaría saber si ese tal Rumplestiltskin es un filósofo. ¿No era Camus quien afirmaba que la única verdadera elección de cualquier hombre es si suicidarse o no? La pregunta existencial por excelencia.

– Tenía entendido que era Sartre -contestó Ricky, encogiéndose de hombros.

– Supongo que ésta es la pregunta clave del caso, Ricky; la primera y más importante que te ha hecho Rumplestiltskin.

– Perdone, pero ¿qué…?

– ¿Te matarías para salvar a otra persona?

– No estoy seguro -balbuceó Ricky, desconcertado por la pregunta-. Me parece que no me he planteado realmente esta opción.

– No es una pregunta poco razonable -dijo Lewis, cambiando de postura en su asiento-. Y estoy seguro de que tu torturador ha dedicado muchas horas a intentar adivinar tu respuesta. ¿Qué clase de hombre eres, Ricky? ¿Qué clase de médico? Porque, a fin de cuentas, ésa es la esencia de este juego: ¿te suicidarás? Parece haberte demostrado la seriedad de sus amenazas o, por lo menos, te ha hecho creer que ya ha cometido un asesinato, de modo que es probable que no le importe cometer otro. Y se trata, aunque suene duro, de asesinatos muy fáciles de cometer. Los sujetos no significan nada para él. Son meros vehículos para llegar a ti. Y tienen la ventaja añadida de ser homicidios que seguramente ningún detective del mundo, ni siquiera un Maigret, un Hércules Poirot o una miss Marple, ni una de las creaciones de Mickey Spillane o de Robert Parker, podría resolver con efectividad. Piénsalo, Ricky, porque es verdaderamente diabólico y extraordinariamente existencial: un asesinato tiene lugar en París, en Honduras o en el lago Winnipesaukee, New Hampshire. Es repentino, espontáneo, y la víctima ignora lo que le va a pasar. La ejecutan en un segundo.

Como si la partiera un rayo. Y la persona que se supone que va a sufrir debido a esta muerte está a centenares, a miles de kilómetros. Una pesadilla para cualquier policía, que tendría que encontrarte, encontrar al asesino creado en tu pasado y, después, relacionaros de alguna forma con este crimen en un lugar lejano, con todo el papeleo y la burocracia que eso conlleva. Y eso suponiendo que pudieran dar con e] asesino. Seguro que se ha protegido tanto con identidades y pistas falsas que eso sería imposible. La policía ya tiene bastantes problemas para obtener condenas cuando tiene confesiones, pruebas de ADN y testigos presenciales. No, Ricky, supongo que seria un crimen que quedaría impune.

– Me está diciendo que…

– Tu elección, a mi entender, es bastante simple: ¿puedes ganar?, ¿puedes averiguar la identidad de Rumplestiltskin en los pocos días que te quedan? En caso contrario, ¿te suicidarás para salvar a otra persona? Es la pregunta más interesante que se le puede hacer a un médico. Después de todo, nuestra profesión consiste en salvar vidas. Pero nuestros recursos para la salvación son los medicamentos, los conocimientos, la habilidad con el bisturí. En este caso, puede que tu vida signifique la curación de alguien. ¿Puedes hacer ese sacrificio? Y, si no estás dispuesto a ello, ¿podrás vivir contigo mismo después? En apariencia, como mínimo, no es demasiado complicado. La parte complicada es…, bueno, interna.

– Está sugiriendo… -empezó Ricky con un ligero balbuceo.

Vio que el viejo analista se había recostado en el sillón, de modo que una sombra que proyectaba la lámpara de la mesa parecía bisecarle la cara.

Lewis hizo un gesto con una mano similar a una garra, con los dedos largos, adelgazados por la edad.

– No estoy sugiriendo nada. Sólo estoy comentando que hacer lo que este caballero ha pedido es una opción viable. La gente se sacrifica sin cesar para que otros puedan vivir. Los soldados en combate. Los bomberos en un edificio en llamas. Los policías en las calles de la ciudad. ¿Es tu vida tan feliz, tan productiva y tan importante para que asumamos automáticamente que es más valiosa que la que podría costar?

Ricky se movió en la butaca, como si la suave tapicería se hubiese vuelto de madera bajo su cuerpo.

– No puedo creer que… -empezó, pero se interrumpió.

– Lo siento -dijo Lewis, y se encogió de hombros-. Por supuesto, no te lo has planteado de modo consciente. Pero me pregunto si no te has hecho estas preguntas en tu subconsciente, que es lo que te indujo a buscarme.

– He venido a pedir ayuda -replicó Ricky, quizá demasiado deprisa-. Necesito ayuda para participar en este juego.

– ¿De veras? Tal vez en cierto nivel. Pero en otro has venido para otra cosa. ¿Permiso? ¿Bendición?

– Debo rebuscar en el periodo de mi pasado en que la madre de Rumplestiltskin era paciente mía. Necesito que me ayude a hacerlo, porque he bloqueado esa parte de mi vida. Es como si estuviera fuera de mi alcance. Necesito que me ayude a llegar a ella. Sé que puedo identificar a la paciente relacionada con Rumplestiltskin, pero necesito ayuda, y creo que esa paciente era una mujer a la que atendía en la misma época en que seguía el tratamiento con usted, cuando era mi mentor. Debo de haberle mencionado a esa mujer durante nuestras sesiones. Así que lo que necesito es una caja de resonancia. Alguien que despierte esos recuerdos dormidos. Estoy seguro de que puedo desenterrar ese nombre de mi inconsciente.

Lewis asintió de nuevo.

– No es una petición poco razonable, y no cabe duda de que el planteamiento es inteligente. Es el planteamiento de un psicoanalista. Hablar y no actuar es una curación. ¿Sueno cruel, Ricky? Supongo que la vejez me ha vuelto irascible y estrafalario. Claro que te ayudaré. Pero me parece que, a medida que analicemos, seria conveniente mirar también el presente, porque vas a tener que encontrar respuestas tanto en el pasado como en el presente. Acaso también en el futuro. ¿Podrás hacerlo?

– No lo sé.

– Es la respuesta clásica de un psicoanalista. -Lewis sonrió torcidamente-. Un futbolista, un abogado o un empresario moderno dirían: «¡Ya lo creo que sí!». Pero nosotros, los analistas, siempre cubrimos nuestras apuestas, ¿verdad? La certeza es algo que nos resulta incómodo. -Inspiró hondo y se movió en el sillón-. El problema es que este hombre que quiere tu cabeza en una bandeja no parece tan indeciso o inseguro sobre las cosas, ¿me equivoco?