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– Por el pasado. Hace veintitrés años. La primera vez que nos vimos.

– Recuerdo que eras todo teorías y entusiasmo.

– Creía que podía salvar al mundo de la desesperación y la locura. Yo solo.

– ¿Y fue así?

– No. Ya lo sabe. Es imposible.

– Pero salvaste a unos cuantos…

– Espero que sí. Eso creo.

– Una vez más -dijo Lewis con una sonrisa algo felina-, la respuesta de un psicoanalista. Evasiva y escurridiza. La edad proporciona otras interpretaciones, por supuesto. Las venas se endurecen, lo mismo que las opiniones. Deja que te haga una pregunta más concreta: ¿a quién salvaste?

Ricky dudó, como si rumiara la respuesta. Quiso guardarse lo primero que le vino a la cabeza pero le resultó imposible, y las palabras le resbalaron de la lengua como si estuvieran recubiertas de aceite.

– No pude salvar a la persona que más quena.

– Sigue, por favor.

– No. Ella no tiene nada que ver en esto.

– ¿De verdad? -El viejo psicoanalista enarcó las cejas-. Supongo que estás hablando de tu mujer.

– Sí. Nos conocimos. Nos enamoramos. Nos casamos. Fuimos inseparables durante años. Después se puso enferma. No tuvimos hijos debido a su enfermedad. Murió. Seguí adelante solo. Fin de la historia. No está relacionada con esto.

– Claro que no -dijo Lewis-; pero ¿cuándo os conocisteis?

– Poco antes de que usted y yo empezáramos mi análisis. Nos conocimos en una fiesta. Los dos acabábamos de titularnos; ella era abogada y yo médico. Nuestro noviazgo tuvo lugar mientras hacia mi análisis con usted. Debería recordarlo.

– Lo recuerdo. ¿Y cuál era su profesión?

– Abogada. Acabo de decirlo. También debería recordarlo.

– Sí, pero ¿que clase de abogada?

– Bueno, cuando nos conocimos acababa de incorporarse a la Oficina de Defensores de Oficio de Manhattan como abogada de acusados por delitos de poca importancia. Se fue abriendo paso hasta el departamento de delitos graves, pero se cansó de ver que todos sus clientes iban a la cárcel o, peor aún, que no iban. Así que de ahí pasó a un bufete privado muy exclusivo y modesto. En su mayoría, litigios de derechos civiles y trabajos para la Unión Americana de Derechos Civiles. Demandar a caseros de apartamentos de los barrios pobres y presentar apelaciones para condenados equivocadamente. Era una persona bien intencionada que hacía lo que podía. Le gustaba bromear diciendo que pertenecía a la pequeña minoría de licenciados de Yale que no ganaba dinero.

Ricky sonrió, oyendo mentalmente las palabras de su mujer.

Era una broma que habían compartido felices muchos años.

– Entiendo. En el período en que empezaste el tratamiento, el mismo en que conociste y cortejaste a tu mujer, ella se dedicaba a defender a delincuentes. Siguió adelante y trató con muchos tipos marginales enfadados a los que, sin duda, enfureció aún más al emprender acciones legales en su contra. Y ahora tú pareces estar mezclado con alguien que se incluye en la categoría de delincuente, aunque mucho más sofisticado que los que tu mujer debió de conocer; pero ¿crees que no hay ningún posible vinculo?

Ricky vaciló con la boca abierta antes de contestar. Se había quedado helado.

– Rumplestiltskin no ha mencionado…

– Sólo era una sugerencia -comentó Lewis, agitando una mano en el aire-. Algo en qué pensar.

Ricky dudó mientras se esforzaba en recordar. El silencio se prolongó. Ricky empezó a imaginarse como un hombre joven, como si de golpe se hubiera abierto una fisura en un muro en su interior. Podía verse mucho más joven, rebosante de energía, en un momento en que el mundo se abría para él. Era una vida que guardaba poco parecido y relación con su existencia actual. Esa incongruencia, que tanto negaba e ignoraba, de repente lo asustó.

Lewis debió de notarlo, porque dijo:

– Hablemos de quién eras hace unos veinte años. Pero no del Ricky Starks ilusionado con su vida, su profesión y su matrimonio, sino del Ricky Starks lleno de dudas.

Quiso contestar deprisa, descartar esta idea con un movimiento rápido de la mano, pero se detuvo en seco. Se sumergió en un recuerdo profundo y rememoró la indecisión y la ansiedad que había sentido el primer día que cruzó la puerta de la consulta del doctor Lewis en el Upper East Side. Miró al anciano sentado frente a él, que al parecer estudiaba cada gesto y movimiento que hacía, y pensó lo mucho que el hombre había envejecido. Se preguntó si a él le había pasado lo mismo. Tratar de recuperar los dolores psicológicos que lo habían llevado a un psicoanalista tantos años atrás era un poco como el dolor fantasma que sienten los amputados: la pierna ha sido cortada, pero la sensación permanece, emana de un vacío quirúrgico real e irreal a la vez.

«¿Quién era yo entonces?», pensó Ricky. Pero contestó con cautela.

– Me parece que había dos clases de dudas, dos clases de ansiedades, dos clases de temores que amenazaban con incapacitarme.

La primera clase se refería a mi mismo y surgía de una madre demasiado seductora, un padre frío y exigente que murió joven, y una infancia llena de logros en lugar de cariño. Era, con mucho, el más joven de mi familia, pero en lugar de tratarme como a un bebé querido, me fijaron unos niveles imposibles de alcanzar. Por lo menos, ésa es la situación simplificada. Es el tipo que usted y yo examinamos a lo largo del tratamiento. Pero el acopio de esas neurosis hizo mella en las relaciones que tenía con mis pacientes.

Durante mi tratamiento tenía pacientes en tres sitios: en la clínica para pacientes externos del hospital Columbia Presbyterian, una breve temporada atendiendo enfermos graves en Bellevue…

– Si -asintió el doctor Lewis-. Un estudio clínico. Recuerdo que no te gustaba demasiado tratar a los verdaderos enfermos mentales.

– Si. Exacto. Administrar medicaciones psicotrópicas e intentar evitar que las personas se lastimen a si mismas o a los demás…

– Ricky pensó que la afirmación de Lewis contenía alguna provocación, un anzuelo que él no había picado-. Y también en esos años, quizá de doce a dieciocho pacientes en terapia que se convirtieron en mis primeros análisis. Eran los casos que le mencioné mientras seguí la terapia con usted.

– Si, lo recuerdo. ¿No tenias un analista supervisor, alguien que observaba tus progresos con esos pacientes?

– Si. El doctor Martin Kaplan. Pero él…

– Murió -lo interrumpió el viejo analista-. Le conocía. Un ataque cardiaco. Muy triste.

Ricky empezó a hablar pero reparó en que Lewis hablaba con un tono extrañamente impaciente. Tomó nota de ello y prosiguió.

– Tengo problemas para relacionar nombres y caras.

– ¿Están bloqueados?

– Si. Debería recordarlos perfectamente, pero resulta que no consigo relacionar caras y nombres. Recuerdo una cara y un problema, pero no logro asignarle un nombre. Y viceversa.

– ¿Por qué crees que te pasa?

– Estrés -contestó Ricky tras una pausa-. Debido a la clase de tensión a la que estoy sometido, las cosas sencillas se vuelven imposibles de recordar. La memoria se distorsiona y deteriora.

El anciano asintió de nuevo.

– ¿No te parece que Rumplestiltskin lo sabe? ¿No te parece que conoce bastante los síntomas del estrés? Tal vez, a su modo, tiene mucho más conocimiento que tú, el médico. ¿Y eso no te dice mucho sobre quién podría ser?

– ¿Un hombre que sabe cómo reacciona la gente ante la presión y la ansiedad?

– Claro. ¿Un soldado? ¿Un policía? ¿Un abogado? ¿Un empresario?

– O un psicólogo.

– Si. Alguien de nuestra propia profesión.

– Pero un médico nunca…

– Nunca digas nunca.

Ricky se reclinó, escarmentado.

– He de concretar más -dijo-. Debo descartar a las personas que atendí en Bellevue, porque estaban demasiado enfermas para producir a alguien tan malvado. Eso me deja mi consulta privada y los pacientes que traté en la clínica.