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Ricky:

He tenido que irme de modo inesperado y no creo que regrese a tiempo de verte. Creo que para encontrar a la persona fundamental deberías examinar el ámbito que dejaste y no el ámbito al que llegaste. También me pregunto si al ganar el juego no perderás o, al revés, si al perder puedes ganar. Evalúa bien tus alternativas.

Te ruego que no vuelvas a ponerte en contacto conmigo por ninguna razón ni propósito.

DOCTOR LEWIS

Retrocedió de golpe, como si le hubiesen abofeteado.

El café pareció escaldarle la lengua y la garganta. Se sonrojó, lleno de confusión y rabia. Releyó las palabras tres veces, pero en cada ocasión se volvían más confusas y menos claras, cuando debería verlas más nítidas. Dobló la hoja de papel y se la metió en el bolsillo. Se acercó al fregadero y vio que el montón de platos de la noche anterior estaban lavados y ordenados sobre la encimera.

Vertió el café en la pila de porcelana blanca, abrió el grifo y observó cómo el líquido marrón se arremolinaba desagüe abajo. Aclaró la taza y la dejó a un lado. Se agarró un momento al borde del mármol para intentar tranquilizarse. Entonces oyó un coche que subía por el camino de grava de la entrada.

Lo primero que se le ocurrió fue que se trataba de Lewis, que volvía con una explicación, así que casi corrió hasta la puerta.

Pero lo que vio, en cambio, lo sorprendió.

Era el mismo taxista que lo había recogido el día anterior en la estación de Rhinebeck. El hombre le saludó con la mano y bajó la ventanilla a la vez que el coche se detenía.

– Hola, doctor. ¿Cómo está? Será mejor que se dé prisa si no quiere perder el tren.

Ricky vaciló. Se volvió hacia la casa porque le pareció que tendría que hacer algo, dejar una nota o hablar con alguien -pero por lo que sabía, estaba vacía-. Una mirada al establo reacondicionado le indicó que el coche de Lewis tampoco estaba.

– Venga, doc. No tenemos mucho tiempo y el próximo tren no sale hasta última hora de la tarde. Se pasará el día en la estación si pierde éste. Suba, tenemos que ponernos en marcha.

– ¿Cómo ha sabido que tenía que recogerme? -pregunto Ricky-. Yo no lo llamé.

– Pues alguien lo hizo. Seguramente el hombre que vive aquí.

Recibí un mensaje en el busca diciendo que viniera aquí a recoger al doctor Starks enseguida, y que me asegurara de que llegara al tren de las nueve y cuarto. Así que quemé neumáticos y aquí estoy, pero si no sube no va a tomar ese tren, y le aseguro que aquí no hay demasiado que hacer para distraerse todo un día.

Poco después, Ricky se sentaba en el asiento trasero. Sintió algo de culpa por dejar la casa abierta, pero la desechó con un interior “a la mierda».

– Muy bien -dijo-. Vámonos.

El taxista aceleró con brusquedad, levantando grava y polvo.

En unos minutos llegaron al cruce en que la carretera de acceso al puente de Kingston-Rhinecliff sobre el Hudson se encuentra con River Road. Un policía de tráfico de Nueva York ocupaba el centro de la calzada y bloqueaba el paso por la serpenteante carretera nacional. El policía, un hombre joven con un sombrero de ala ancha, una guerrera gris y la típica expresión dura de estar de vuelta de todo que contradecía su juventud, indicó al taxi que se parara a la izquierda. El conductor bajó la ventanilla y le gritó desde el otro lado de la carretera.

– Oiga, ¿no puedo pasar? Tengo que llegar antes de que salga el tren.

– Imposible -dijo el policía sacudiendo la cabeza-. La carretera está bloqueada a un kilómetro de aquí hasta que la ambulancia y la grúa terminen con su trabajo. Tendrán que dar un rodeo. Si se dan prisa, llegarán a tiempo.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Ricky.

El taxista se encogió de hombros.

– ¡Oiga! -gritó el hombre al policía-. ¿Qué ha pasado?

– Un hombre mayor que iba con prisas se salió de la carretera en una curva -explicó el policía-. Se estrelló contra un árbol. Puede que tuviera un ataque cardiaco y perdiera el conocimiento.

– ¿Ha muerto? -quiso saber el taxista.

El policía se encogió de hombros.

– Los de la ambulancia están ahí ahora. Han pedido unas tijeras hidráulicas.

– ¿Qué coche era? -preguntó Ricky, que se incorporó de golpe y, asomado a la ventanilla del conductor, repitió gritando-: ¿Qué clase de coche era?

– Un viejo Volvo azul -dijo el policía mientras indicaba al taxi que siguiera la marcha.

El taxista aceleró.

– Mierda -dijo-. Tenemos que dar la vuelta. Vamos a llegar justos.

– ¡He de verlo! -exclamó Ricky, presa del nerviosismo-. El coche…

– Si nos paramos no llegaremos a tiempo.

– Pero ese coche, el doctor Lewis…

– ¿Cree que se trata de su amigo? -preguntó el taxista, y siguió alejándose del lugar del accidente, de modo que Ricky no alcanzó a verlo.

– Tenía un viejo Volvo azul.

– Joder, aquí hay a montones.

– Pare, por favor…

– La policía no le dejará acercarse. Y aunque pudiera, ¿qué haría?

Ricky no tenía respuesta a eso. Se dejó caer de nuevo en el asiento, como si le hubieran abofeteado. El taxista aceleró bruscamente.

– Llame a la policía de tráfico de Rhinebeck. Ahí le darán detalles. O llame a urgencias del hospital y ellos le informarán. A no ser que quiera ir ahora, pero no se lo aconsejo. Estaría sentado esperando a los médicos de urgencias y tal vez al forense y al policía que lleve la investigación, y seguiría sin saber mucho más que ahora. ¿No tiene que ir a algún lugar importante?

– Sí -afirmó Ricky, aunque no estaba seguro de ello.

– ¿Era un buen amigo suyo?

– No -contestó Ricky-. No era ningún amigo. Sólo alguien a quien conocía. A quien creía conocer.

– Pues ya ve -dijo el taxista-. Creo que llegaremos a tiempo a la estación.

Volvió a acelerar para pasar un semáforo en ámbar justo cuando se ponía rojo.

Ricky se recostó en el asiento tras echar un solo vistazo por encima del hombro a través de la ventanilla trasera, donde el accidente y quien lo hubiera tenido permanecían fuera de su vista. Intentó ver luces parpadeantes y oír sirenas, pero no lo consiguió.

Arribaron a la estación en el último minuto. Las prisas en llegar parecían haber obstaculizado cualquier oportunidad de analizar su visita al doctor Lewis. Corrió frenético por el andén casi vacío, sus zapatos resonando con fuerza, mientras el tren se detenía con el ruido agresivo de sus frenos hidráulicos. Como en el viaje de ida, sólo había unas pocas personas esperando para viajar a Nueva York entre semana y a media mañana. Un par de hombres de negocios que hablaban por sus móviles, tres mujeres que al parecer iban de compras y algunos adolescentes con ropa informal. El calor creciente del verano parecía exigir un ritmo lento que no era habitual en Ricky. Le pareció que la urgencia del día estaba fuera de lugar y que no volvería a la normalidad hasta que hubiese regresado a la ciudad.

El vagón estaba casi vacío, sólo había unas pocas personas repartidas por las hileras de asientos. Se dirigió a la parte posterior, se sentó en un rincón x’ apoyó la mejilla contra la ventanilla para i 8o contemplar el paisaje, sentado de nuevo en el lado donde podía ver el río Hudson.

Se sentía como una boya soltada de su amarre: antes, un indicador sólido y fundamental de bajíos y corrientes peligrosas; ahora, a la deriva y vulnerable. No sabía muy bien qué pensar de la visita al doctor Lewis. Tal vez había avanzado algo, pero no estaba seguro. No se sentía más próximo a lograr encontrar su relación con el hombre que le amenazaba que antes de haber viajado río arriba. Después, pensándolo mejor, se dio cuenta de que eso no era cierto. El problema era que tenía alguna clase de bloqueo entre él y el recuerdo adecuado. La paciente correcta, la relación correcta parecía estar fuera de su alcance, por mucho que alargara la mano hacia ella.