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– Empecemos por la clínica.

Ricky cerró los ojos por un momento, como si eso pudiera ayudarle a evocar el pasado. La clínica para pacientes externos del Columbia Presbyterian era un laberinto de pequeñas salas en la planta baja del enorme hospital, cerca de la entrada de urgencias. La mayoría de los pacientes provenía de Harlem o del South Bronx.

Eran sobre todo personas de clase obrera, pobres y luchadoras, de varias razas, tendencias y posibilidades, que consideraban la enfermedad mental y la neurosis como algo exótico y distante. Ocupaban la tierra de nadie de la salud mental, entre la clase media y la indigencia. Sus problemas eran reales: drogadicciones, abusos sexuales, malos tratos físicos, madres abandonadas por su marido con hijos de ojos fríos y endurecidos, cuyas metas en la vida parecían reducirse a unirse a una banda callejera. Sabía que en este grupo de desesperados y necesitados había bastantes personas que se habían convertido en peligrosos delincuentes. Traficantes de droga, proxenetas, ladrones y asesinos. Recordó que algunos pacientes producían una sensación de crueldad, casi como un olor perceptible. Eran los padres que contribuían diligentemente a crear la generación siguiente de psicópatas criminales de las zonas deprimidas de la ciudad, personas crueles que dirigirían su cólera contra los suyos. Si atacaban a alguien de un nivel económico distinto, era por casualidad, no por designio: el ejecutivo en un Mercedes que tiene una avería en el Cross Bronx Expressway de camino a su casa en Darien después de trabajar hasta tarde en la oficina del centro, el turista rico de Suecia que toma la línea de metro equivocada a la hora equivocada en la dirección equivocada.

«Vi mucha maldad -pensó-. Pero me alejé de ella.»

– No lo sé -contestó Ricky por fin-. Las personas que atendí en la clínica eran todas desfavorecidas. Gente marginada. Yo diría que la persona que busco está entre los primeros pacientes que tuve en mi consulta. Rumplestiltskin ya me ha dicho que se trata de su madre. Pero yo la conocí por su apellido de soltera. Se refirió a una «señorita».

– Significativo -afirmó el doctor Lewis, al parecer muy interesado-. Entiendo por qué piensas eso. Y creo que es importante limitar los ámbitos de una investigación. Así que, de todos esos pacientes, ¿cuántos eran mujeres solteras?

Ricky lo pensó y recordó un puñado de rostros.

– Siete -contestó.

– Siete -repitió Lewis tras una pausa-. Muy bien. Ahora ha llegado el momento de hacer un acto de fe, ¿no crees? Debes tomar una decisión.

– No le entiendo.

El anciano esbozó una fingida sonrisa.

– Hasta este instante te has limitado a reaccionar a la horrenda situación en que estás atrapado, Ricky. Fuegos que necesitaban sofocarse y extinguirse. Tus finanzas. Tu reputación profesional.

Tus pacientes. Tu carrera. Tus parientes. De todo este embrollo has logrado plantear una sola pregunta a tu torturador, y eso te ha proporcionado una dirección: una mujer que engendró al niño que se ha convertido en el psicópata que busca tu suicidio. Pero lo que tienes que plantearte es esto: ¿te han dicho la verdad?

Ricky tragó saliva con dificultad.

– Tengo que suponer que sí.

– ¿No es una suposición peligrosa?

– Claro que sí -contestó Ricky-. Pero ¿qué opción tengo? Si creyera que Rumplestiltskin me está llevando en una dirección equivocada, no tendría posibilidad alguna, ¿no?

– ¿Has pensado que tal vez no debas tener ninguna posibilidad?

Era una afirmación tan directa y aterradora que sintió la nuca húmeda de sudor.

– En ese caso, debería suicidarme y punto.

– Supongo que sí. O no hacer nada; vivir y ver qué le pasa a otro. Quizá se trate de un farol, ¿sabes? Quizá no pase nada. Quizá tu paciente, Zimmerman, se lanzó a esa vía del metro en un momento inoportuno para ti y ventajoso para Rumplestiltskin. Quizá, quizá, quizá. A lo mejor el juego consiste en que no tengas ninguna posibilidad. Sólo estoy pensando en voz alta, Ricky.

– No puedo abrir la puerta a esa idea.

– Una respuesta interesante para un psicoanalista -aseguré Lewis-. Una puerta que no puede abrirse. Va en contra de todo aquello en lo que creemos.

– Es que no tengo tiempo, ¿sabe?

– El tiempo es elástico. Quizá sí. Quizá no.

Ricky se movió, incómodo. Tenía la cara enrojecida y se sentía como un adolescente con pensamientos y sentimientos de adulto pero considerado aún un niño.

Lewis se frotó el mentón con la mano, todavía pensativo.

– Creo que tu torturador es alguna clase de psicólogo -indicó, casi sin darle importancia, como si hiciera una observación sobre el tiempo-. O de una profesión relacionada.

– Creo que tiene razón. Pero su razonamiento…

– El juego, como lo definió Rumplestiltskin, es como una sesión en el diván. Sólo que dura más de cincuenta minutos. En cualquier sesión de un psicoanálisis debes examinar una serie mareante de verdades y ficciones.

– Tengo que trabajar con lo que hay.

– Ya. Pero nuestro trabajo consiste a menudo en ver lo que el paciente no dice.

– Cierto.

– Entonces…

– Quizá sea todo mentira. Lo sabré en una semana. Justo antes de suicidarme o de poner otro anuncio en el Times. Lo uno o lo otro.

– Es una idea interesante. -El viejo médico parecía cavilar-.

Podría lograr el mismo objetivo e impedir que lo localizara la policía u otra autoridad simplemente mintiendo. Nadie podría descubrirlo. Y tú estarías muerto o arruinado. Es diabólico, e ingenioso a su propio modo.

– No creo que estas especulaciones me estén resultando útiles -dijo Ricky-. Siete mujeres en tratamiento, una de las cuales dio a luz a un monstruo. ¿Cuál?

– Recuérdamelas -pidió Lewis, a la vez que señalaba con la mano el exterior y la noche que parecía envolverlos, como si quisiera que la memoria de Ricky saliera de la oscuridad rumbo a la habitación bien iluminada.

15

Siete mujeres.

De las siete que acudieron a él por aquel entonces para recibir tratamiento, dos estaban casadas, tres prometidas o con relaciones estables y dos sexualmente inactivas. Su edad oscilaba entre los veinte y pocos y los treinta y pocos años. Todas eran lo que solía llamarse «mujeres profesionales», en el sentido de que eran corredoras de bolsa, secretarias ejecutivas, abogadas o empresarias.

Había también una editora y una profesora universitaria. Cuando Ricky se concentró, empezó a recordar las distintas neurosis que habían llevado a cada una de ellas a su puerta. Cuando estas enfermedades empezaron a aflorar a su memoria, los tratamientos hicieron lo mismo.

Despacio, volvieron a él voces, palabras pronunciadas en su consulta. Momentos concretos, avances, comprensiones que regresaron a su conciencia, propiciados por las preguntas directas del viejo médico. La noche envolvió a los dos hombres y lo anuló todo salvo la pequeña habitación y los recuerdos de Ricky Starks.

No estaba seguro de cuánto rato había pasado en el proceso, pero sabía que era tarde. Se detuvo casi a mitad de un recuerdo y miró de repente al hombre sentado frente a él.

Los ojos del doctor Lewis seguían brillando con una energía de otro mundo, alimentada, en opinión de Ricky, por el café, pero más bien por los recuerdos o quizá por otra cosa, alguna fuente oculta de entusiasmo.

Ricky sintió sudor en la nuca. Lo atribuyó al aire húmedo que se colaba por las ventanas abiertas y que auguraba una lluvia refrescante que no llegaba.

– No está ahí, ¿verdad, Ricky? -preguntó de pronto el doctor Lewis.

– Son las mujeres que trate.

– Y todos los tratamientos tuvieron más o menos éxito por lo que me cuentas y por lo que recuerdo que me dijiste en nuestras sesiones. Y apostaría a que todas ellas siguen llevando una vida relativamente productiva. Detalle, añadiré, que podría comprobarse investigando un poco.