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– ¿Quiere que lo lleve? -preguntó.

– Sí, por favor.

– Pues soy el único que queda. Ya me iba cuando le vi salir por la puerta. Suba.

Ricky lo hizo y le dio la dirección del doctor Lewis.

– Ah, una propiedad excelente -afirmó el conductor, y aceleró haciendo rechinar los neumáticos.

Una estrecha carretera serpenteante llevaba hasta la casa del viejo analista. Unos robles majestuosos creaban una cubierta que sombreaba el asfalto, de modo que la tenue luz de la tarde veraniega se filtraba lentamente, como harina a través de un cedazo, y proyectaba sombras a derecha e izquierda. El paisaje mostraba unas colinas suaves, como las olas de un modesto mar. Vio manadas de caballos en algunos campos y, a lo lejos, grandes mansiones. Las casas más cercanas a la carretera eran antiguas, a menudo de madera, y tenían placas en un lugar destacado, de modo que se supiese que tal casa se había construido en 1788 o tal otra en í 8oz. Vio jardines coloridos y más de un propietario en camiseta montado en una cortadora de césped para segar con dinamismo una franja inmaculada de hierba. Le pareció que era un lugar de escapada. Supuso que la mayoría de esa gente tenía su vida principal en el ajetreado Manhattan, trabajando con dinero, poder y/o prestigio. Eran casas de fin de semana y de veraneo, carísimas pero con un auténtico concierto de grillos por la noche.

El taxista comentó:

– No está mal, ¿verdad? Algunas de estas casas cuestan unos cuantos dólares.

– Imagino que ha de ser imposible encontrar mesa en un restaurante los fines de semana -contestó Ricky.

– Así es, en verano y en vacaciones. Pero no todos son de ciudad. Hay algunas personas que han echado raíces, las suficientes para que no sea un pueblo fantasma. Es un lugar bonito. -Redujo la velocidad y dobló a la izquierda para tomar un camino de entrada-. El problema es que está demasiado cerca de la ciudad.

Bueno, ya hemos llegado. Es aquí -dijo.

El doctor Lewis vivía en una vieja casa de labranza reacondicionada, con un diseño sencillo de dos plantas, pintada de un blanco reluciente y con una placa que indicaba 1791. No era ni mucho menos la más grande de las casas que habían pasado. Tenía un enrejado con parras, flores plantadas en el sendero de entrada y un pequeño estanque con peces al borde del jardín. A un lado había una hamaca y unas cuantas tumbonas de madera con la pintura blanca medio desconchada. Un Volvo familiar azul de diez años estaba estacionado frente a un antiguo establo que ahora servía de garaje.

El taxi se marchó y Ricky se detuvo al final del camino de grava. De repente se dio cuenta de que había ido con las manos vacías. No llevaba ninguna bolsa, ningún detalle, ni siquiera la proverbial botella de vino blanco. Inspiró hondo y sintió una oleada de emociones contradictorias. No era precisamente miedo, pero sí la sensación que un niño tiene al saber que debe informar de alguna travesura a sus padres. Ricky sonrió, porque sabía que ese nerviosismo era normal; la relación entre analista y analizado es profunda y provocadora, y opera de muchas formas distintas, incluso como entre alguien con autoridad y un niño. Eso formaba parte del proceso de transferencia, en el que el analista va adoptando distintos papeles que conducen, en última instancia, a la comprensión.

Pocas profesiones médicas ejercen un impacto así en sus pacientes.

Seguramente un traumatólogo ni siquiera recuerda la rodilla o la cadera que operó años atrás. Pero es probable que el analista recuerde, si no todo, si gran parte, ya que la mente es mucho más sofisticada que una rodilla, aunque a veces no tan eficiente.

Avanzó despacio hacia la entrada, asimilando todo lo que veía.

Se recordó que ésta es otra de las claves del análisis: el terapeuta conoce casi todas las intimidades emocionales y sexuales del paciente, quien por su parte apenas sabe nada sobre el terapeuta. El misterio imita los misterios fundamentales de la vida y la familia; y adentrarse en lo desconocido produce siempre fascinación e inquietud.

«El doctor Lewis me conoce -pensó-. Pero ahora yo sabré algo de él, y eso cambia las cosas.» Esta observación le inquietó aún mas.

A mitad de los peldaños de la entrada, la puerta principal se abrió de golpe. Oyó su voz antes de verlo.

– Me apuesto a que te sientes algo incómodo.

– Me ha leído los pensamientos -contestó Ricky, en lo que era una especie de broma entre analistas.

Lewis lo condujo a un estudio, junto al recibidor de la vieja casa. Ricky dirigió los ojos de un lado a otro para grabarse los detalles mentalmente. Libros en un estante. Una pantalla de Tiffany.

Una alfombra oriental. Como muchas casas antiguas, el interior tenía una atmósfera oscura, en contraste con unas relucientes paredes blancas. Le pareció fresco, nada cargado, como si las ventanas hubiesen estado abiertas la noche anterior y la casa hubiese conservado el recuerdo de unas temperaturas más bajas. Detectó un ligero olor a lila y oyó los ruidos distantes de una cocina en la parte de atrás.

El doctor Lewis era un hombre delgado, algo encorvado, calvo, con unos agresivos mechones de pelo que le salían detrás de las orejas, lo que le confería un aspecto de lo más curioso. Llevaba unas gafas apoyadas en la punta de la nariz, de modo que rara vez parecía mirar realmente a través de ellas. Tenía algunas manchas de la edad en el dorso de las manos y un ligerísimo temblor de dedos. Se movió despacio, cojeando un poco, y se instaló por fin en un sillón de orejas de piel roja, muy mullido, a la vez que indicaba a Ricky que se sentara en una butaca algo más pequeña.

Ricky se arrellanó entre los cojines.

– Estoy encantado de verte, Ricky, incluso después de tantos años. ¿Cuánto hace?

– Más de una década, sin duda. Tiene buen aspecto, doctor.

Lewis sonrió y meneó la cabeza.

– No deberías empezar con una mentira tan evidente, aunque a mi edad las mentiras se agradecen más que la verdad. Las verdades son siempre inoportunas. Necesito una cadera nueva, una vejiga nueva, una próstata nueva, ojos y orejas nuevos, y unos cuantos dientes nuevos. Unos pies nuevos también me irían bien.

Quizá necesitaría también un corazón nuevo. Además, no estaría de más renovar el coche del garaje y las cañerías de la casa. Ahora que lo pienso, las mías también. El tejado está bien, sin embargo. -Se dio unos golpecitos en la frente y añadió en tono socarrón-: El mío también. Pero no has venido para saber cómo estoy.

He olvidado tanto mi formación como mis modales. Supongo que te quedarás a cenar, y he pedido que te preparen la habitación de huéspedes. Y ahora será mejor que cierre la boca, que es lo que creemos hacer tan bien en nuestra profesión, para dejar que me cuentes el motivo de tu visita.

Ricky vaciló, sin saber muy bien por dónde empezar. Miró al anciano hundido en el sillón de orejas y sintió como si una cuerda se rompiera de repente en su interior. Notó que perdía el dominio de sí mismo, y habló con labios temblorosos:

– Creo que sólo me queda una semana de vida.

Lewis enarcó las cejas.

– ¿Estás enfermo?

Ricky meneó la cabeza.

– Me parece que tendré que suicidarme -contestó.

El viejo analista se inclinó hacia delante.

– Eso es un problema -dijo.