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– No son medicamentos que puedan mezclarse, doctor Starks -comentó el farmacéutico tras vacilar-. Debería ir con cuidado con las dosis y las combinaciones.

– Descuide. Iré con cuidado.

– Sólo quería que supiera que una sobredosis podría ser mortal.

– Ya lo sé -aseguró Ricky-. Pero cualquier cosa tomada en exceso puede matarnos.

El farmacéutico lo consideró un chiste y rió.

– Supongo que sí -contestó-. Pero con algunas cosas te vas de este mundo con una sonrisa en los labios. El chico estará en su casa antes de una hora. ¿Quiere que se lo anote en la cuenta? Hace mucho que no la usa.

– Sí, gracias -dijo Ricky tras pensar un momento.

Sintió una punzada de dolor, como si el hombre le hubiese atravesado el corazón con la pregunta más inocente del mundo.

La última vez que había usado la cuenta de la farmacia había sido cuando su mujer yacía agonizante y había comprado morfina para que le enmascarara el dolor. De eso hacía por lo menos tres años.

Aplastó el recuerdo mentalmente e inspiró hondo.

– Diga al chico que llame a la puerta tal como voy a decirle, por favor: tres timbres cortos, tres timbres largos, tres timbres cortos -explicó-. De ese modo sabré que es él y abriré.

El farmacéutico pareció pensar un instante.

– ¿No es eso un SOS en código Morse? -preguntó.

– Exacto -confirmó Ricky.

Colgó y se reclinó en la silla. Tenía la cabeza llena de imágenes de su esposa en sus últimos días. Era demasiado doloroso para él, así que sus ojos se dirigieron hacia el escritorio. Observó que la lista de familiares que Rumplestiltskin le había enviado estaba situada en un lugar destacado en el centro del cartapacio y, en un ofuscante momento de duda, no recordó haberlo dejado en ese sitio. Alargó la mano despacio hacia la hoja, pensando de repente en las imágenes de los adolescentes de las fotografías que Virgil le había enseñado. Empezó a repasar los nombres para tratar de relacionar las caras con las palabras, que se mostraban borrosas como un espejismo en una carretera. Intentó serenarse, pensando que tenía que establecer la relación, que era importante, que la vida de un inocente podría correr peligro.

Mientras intentaba concentrarse, bajó la mirada.

Se sintió súbitamente confuso. Empezó a mirar alrededor con rapidez mientras lo asaltaba una inquietud terrible. Se le secó la boca y, de golpe, sintió náuseas.

Recogió las notas, los blocs y demás papeles de la mesa, buscando.

Pero también supo que lo que buscaba ya no estaba.

Alguien se había llevado de la mesa la carta de Rumplestiltskin, la que describía los parámetros del juego y contenía la primera pista. La prueba material de la amenaza a Ricky había desaparecido. Lo único que quedaba, como supo de inmediato, era la realidad.

13

Tachó otro día con una equis en el calendario y anotó dos números de teléfono en un bloc. El primero era el de la detective Riggins. El segundo era uno que no usaba desde hacia años y, aunque dudaba que siguiera en funcionamiento, había decidido probar de todos modos. Era del doctor William Lewis. Veinticinco años antes, el doctor Lewis había sido su mentor, el médico que psicoanalizó a Ricky mientras éste obtenía su título. Es una faceta curiosa del psicoanálisis que cualquiera que desee practicarlo deba antes someterse a él. Un cirujano cardíaco no ofrecería su propio tórax al bisturí como parte de su formación, pero un analista lo hace.

Esos dos números representaban polos opuestos de ayuda. No estaba seguro de si alguno de ellos podía proporcionarle ninguna pero, a pesar de la recomendación de Rumplestiltskin de que no contara los hechos a nadie, ya no creía poder evitarlo. Necesitaba hablar con alguien. Pero ¿quién?

La detective contestó al segundo tono anunciando simplemente y con brusquedad quién era:

– Riggins al aparato.

– Soy el doctor Frederick Starks. No sé si se acordará de mi, pero la semana pasada hablamos sobre la muerte de uno de mis pacientes.

Hubo un momento de duda que no obedecía a la dificultad de reconocerlo, sino más bien a la sorpresa.

– Claro, doctor. Le mandé una copia de la nota de suicidio que encontramos el otro día. Creía que eso dejaba las cosas bastante claras. ¿Qué le preocupa ahora?

– ¿Podría hablar con usted sobre algunas de las circunstancias que rodearon la muerte del señor Zimmerman?

– ¿Qué clase de circunstancias, doctor?

– Preferiría no comentarlo por teléfono.

– Eso suena muy melodramático, doctor. -Soltó una risita-. De acuerdo. ¿Quiere venir aquí?

– Supongo que tendrán alguna sala donde podamos hablar en privado.

– Por supuesto. Tenemos una horrible sala de interrogatorios donde obtenemos confesiones de los sospechosos. Más o menos lo mismo que usted hace en su consulta, sólo que menos civilizado y más expeditivo.

Ricky paró un taxi en la esquina y pidió que le llevara unas diez manzanas al norte y le dejara en la esquina de Madison con la Noventa y seis. Entró en la primera tienda que vio, una zapatería femenina, dedicó noventa segundos exactos a examinar los zapatos a la vez que miraba con disimulo por el escaparate a la espera de que cambiara el semáforo de la esquina. En cuanto lo hizo, salió, cruzó la calle y paró otro taxi. Pidió al conductor que se dirigiera al sur hasta la estación Grand Central.

Grand Central no estaba demasiado abarrotada para ser un mediodía de verano. Un flujo regular de gente se dispersaba por el interior cavernoso hacia los trenes de cercanías o los enlaces del metro evitando los esporádicos indigentes que cantaban o murmuraban cerca de las entradas sin prestar atención a los grandes anuncios vibrantes que llenaban la estación de una luz que parecía de otro mundo. Ricky se incorporó a la corriente de personas que procuraba vacilar lo menos posible en su paso por la estación.

Era un lugar en que la gente intentaba no mostrar indecisión, y se unió al desfile de personas decididas y resueltas con esa pétrea expresión urbana que parecía servirles de armadura frente a los demás, de modo que todos los que viajaban eran como una pequeña isla emocional, anclada interiormente, que no iba a la deriva flotando, sino que se movía de modo constante en una corriente diferenciada y reconocible. Él, por otro lado, carecía de rumbo pero disimulaba. Tomó el primer metro que llegó, en dirección al oeste, viajó sólo una parada y bajó deprisa para abandonar el sofocante andén y sumergirse en el aire caliente de la calle y parar de nuevo el primer taxi que vio. Se aseguró de que el coche estuviera orientado hacia el sur, que era el sentido contrario al que se dirigía. Pidió al taxista que diera la vuelta a la manzana y bajara por una calle lateral, en la que tuvo que abrirse paso entre camiones de reparto sin que Ricky dejara de mirar por la ventanilla trasera para detectar si alguien lo seguía.

Pensó que si Rumplestiltskin, Virgil, Merlín o cualquier otro secuaz podía seguirlo a lo largo de esa ruta sin que él lo viera, no tenía la menor posibilidad. Se arrellanó en el asiento y viajó en silencio hasta la comisaría de la Noventa y seis con Broadway.

Riggins se levantó cuando Ricky cruzó la puerta de la oficina de detectives. Parecía menos exhausta que la primera vez que se vieron, aunque su vestimenta no había cambiado demasiado: elegantes pantalones oscuros, zapatillas de deporte, camisa de hombre azul celeste y una corbata roja anudada con holgura. La corbata rozaba la pistolera que llevaba en el hombro izquierdo.

A Ricky le pareció un aspecto de lo más curioso. La mujer combinaba la ropa masculina con una presencia femenina: el maquillaje y el perfume contradecían la masculinidad del atuendo. El cabello le caía en rizos lánguidos sobre los hombros, pero las zapatillas de deporte delataban urgencia e inmediatez.

Le estrechó la mano con firmeza.