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– Ahora es usted quien parece dar excusas -comentó Ricky sacudiendo la cabeza-. De lo que más o menos me acusó a mi la primera vez que hablamos.

Este comentario silenció a la detective Riggins, que dirigió una larga mirada a Ricky antes de proseguir.

– Me parece que debería hablar de esto con alguien que pueda ayudarle, doctor.

– ¿Con quién? Usted es policía. Le he hablado de delitos, o de lo que podrían serlo. ¿No debería hacer alguna clase de informe?

– ¿Quiere presentar una denuncia formal?

Ricky la miró con dureza.

– ¿Debería hacerlo? ¿Cómo sigue el trámite?

– Yo le presento a mi supervisor, que pensará que es una locura y la canalizará a través de la burocracia policial, y en un par de días recibirá una llamada de algún detective que se mostrará todavía más escéptico que yo. ¿A quién ha contado todo esto?

– Bueno, a mi banco y a la Sociedad Psicoanalítica.

– Si creen que existe actividad delictiva deberían pasar el asunto al FBI o a la policía estatal. Tal vez deba usted hablar con alguien de Extorsión y Fraudes. Yo en su lugar me plantearía contratar un detective privado. Y un buen abogado, porque podría necesitarlos.

– ¿Cómo puedo ponerme en contacto con el departamento de Extorsión y Fraudes?

– Le daré un nombre y un teléfono.

– ¿No cree que usted debería investigar estas cosas como seguimiento del caso Zimmerman?

Esta pregunta hizo dudar a la detective Riggins. No había tomado ninguna nota durante la conversación.

– Podría hacerlo -indicó con precaución-. Me lo pensaré.

Cuesta reabrir un caso una vez se ha cerrado.

– Pero no es imposible.

– Difícil. Pero no imposible.

– ¿Puede obtener autorización de un superior? -preguntó Ricky.

– No creo que quiera abrir aún esa puerta. Si digo a mi jefe que hay un problema oficial, deberán seguirse muchos pasos burocráticos. Creo que echaré un vistazo por mi cuenta. ¿Sabe qué, doctor?, comprobaré algunas cosas y luego hablaré con usted. Primero iré a examinar el ordenador personal de Zimmerman. Puede que el archivo que contiene la nota de suicidio indique la hora. Lo haré esta noche o mañana. ¿Qué le parece?

– Bien. Esta noche sería mejor que mañana. Tengo algunas limitaciones de tiempo. Y entonces podría darme también el nombre y el teléfono de alguien de Extorsión y Fraudes.

Parecía un acuerdo razonable. La mujer asintió. Ricky sintió cierta satisfacción al observar que su tono algo burlón y sarcástico había cambiado después de que él plantease la posibilidad de que hubiera metido la pata. Incluso aunque considerara remota esta posibilidad, en un mundo donde las promociones y los ascensos estaban tan relacionados con las investigaciones bien acabadas, haber pasado por alto un asesinato y haberlo catalogado de suicidio era un error muy perjudicial para la hoja de servicios.

– Espero que me llame lo antes que pueda -dijo Ricky.

Después se levantó, como si se hubiera anotado un punto. No era una sensación de victoria pero, por lo menos, le hacia sentir menos solo en el mundo.

Fue en taxi hasta el Metropolitan Opera House, que estaba vacío salvo por unos cuantos turistas y algunos guardias de seguridad.

Sabía que había una hilera de cabinas telefónicas frente a los lavabos. La ventaja era que desde ese sitio podía hacer una llamada a la vez que vigilaba que nadie intentara acercarse lo suficiente para averiguar a quién llamaba.

El número del doctor Lewis había cambiado, como esperaba.

Pero lo pasaron a otro número con un prefijo distinto.

Tuvo que insertar la mayoría de las monedas de veinticinco centavos que tenía. Mientras el teléfono sonaba, pensó que Lewis debía de tener ya unos ochenta años, y no estaba seguro de si seria de ayuda. Pero Ricky sabía que era el único modo en que podría apreciar su situación más o menos como era debido y, por desesperado que fuera ese paso, debía darlo.

El teléfono sonó por lo menos ocho veces antes de que le contestaran.

– ¿Diga?

– El doctor Lewis, por favor.

– Al habla.

Ricky llevaba veinte años sin oír aquella voz, y aun así se emocionó, lo que le sorprendió. Era como si en su interior se desatara de repente un torbellino de odios, miedos, amores y frustraciones.

Se obligó a conservar cierta calma.

– Doctor Lewis, soy el doctor Frederick Starks.

Ambos guardaron silencio un momento, como si el mero encuentro telefónico después de tantos años resultara abrumador.

Lewis habló primero.

– ¡Vaya! Me alegro de oírte, Ricky, incluso después de tantos años. Estoy bastante sorprendido.

– Siento ser tan brusco, doctor. Pero no sabía a quién más recurrir.

De nuevo se produjo un breve silencio.

– ¿Tienes problemas, Ricky?

– Sí.

– Y las herramientas del autoanálisis no son suficientes.

– Así es. Me preguntaba si tendría un rato para hablar conmigo.

– Ya no recibo pacientes -dijo Lewis-. La jubilación. La edad.

Los achaques. El envejecimiento, que es terrible. Vas perdiendo toda clase de cosas.

– ¿Me recibirá?

– Por tu voz parece bastante urgente -comentó el anciano tras una pausa-. ¿Es importante? ¿Son problemas graves?

– Corro un gran peligro, y tengo poco tiempo.

– Vaya, vaya, vaya. -Ricky pudo captar la sonrisa en el rostro del viejo analista-. Eso suena verdaderamente enigmático. ¿Crees que puedo ayudarte?

– No lo sé. Pero podría ser.

El viejo analista reflexionó antes de contestar.

– Has hablado como alguien de nuestra profesión. Está bien, pero tendrás que venir aquí. Ya no tengo consulta en la ciudad.

– ¿Dónde debo ir?

– Estoy en Rhinebeck -dijo Lewis, y añadió una dirección en River Road-. Un lugar maravilloso para un jubilado, excepto que en invierno hace un frío terrible. Pero ahora está precioso. Puedes tomar un tren en la estación Pennsylvania.

– ¿Le iría bien esta tarde?

– Cuando quieras. Esa es una de las ventajas de la jubilación. No hay compromisos impostergables. Toma un taxi en la estación y te estaré esperando hacia la hora de cenar.

Se apretujó en un asiento del rincón lo más al final del tren y se pasó la mayor parte de la tarde mirando por la ventanilla. El tren viajó directo al norte siguiendo el curso del río Hudson, a veces tan cerca de la orilla que el agua quedaba sólo a unos metros de distancia. Ricky se sintió fascinado por las distintas tonalidades de azul verdoso que adquiría el río: el casi negro cerca de las orillas, que se convertía en un azul más claro y vibrante hacia el centro. Unos veleros surcaban el agua y dejaban una estela blanca a su paso, y algún que otro buque portacontenedores enorme y desgarbado navegaba por la zona más profunda. A lo lejos, las Palisades se elevaban convertidas en columnas de roca entre grises y marrones, coronadas por grupos de árboles verde oscuro. Había mansiones con amplios jardines; casas tan enormes que la riqueza que encerraban parecía inimaginable. En West Point atisbó la academia militar en lo alto de una colina con vistas al río; los edificios imperturbables le parecieron tan grises y tensos como las líneas uniformadas de cadetes. El río era ancho y cristalino, y le resultó fácil imaginar al explorador que dio su nombre a estas aguas quinientos años antes. Observó un rato la superficie, sin saber muy bien en qué sentido discurría la corriente, si hacia la ciudad de Nueva York para desembocar en el océano, o si ascendía al norte, empujada por las mareas y la rotación de la Tierra. El hecho de no saberlo, de ser incapaz de decir en qué dirección corría el agua a partir de la observación de su superficie, le inquietó un poco.

Sólo un grupo reducido de personas bajó del tren en Rhinebeck, y Ricky se entretuvo en el andén para observarlas, preocupado aún por si, a pesar de sus esfuerzos, alguien hubiera logrado seguirle. Unos adolescentes con vaqueros o pantalón corto se reían; una madre de mediana edad tiraba de tres niños e intentaba mostrarse paciente con un chiquillo rubio que no paraba de corretear; un par de empresarios agobiados hablaban por el móvil mientras salían de la estación. Ninguna de las personas que bajaron del tren miró siquiera a Ricky, salvo el niño rubio, que se detuvo y le dirigió una mueca antes de subir corriendo el tramo de escaleras que conducía al exterior del andén. Ricky esperó hasta que el tren se puso en marcha con unos fuertes resoplidos metálicos a medida que ganaba impulso. Seguro de que nadie se había rezagado, subió al vestíbulo. Era un viejo edificio de ladrillo con un suelo embaldosado donde los pasos resonaban y recorrido por un aire fresco que desafiaba el calor de última hora de la tarde. Un único cartel con una flecha roja sobre una ancha puerta doble rezaba: TAXIS. Salió de la estación y vio uno solo: un sedán blanco enlodado, con un distintivo en la puerta, un símbolo apagado en el techo y una abolladura enorme en el guardabarros delantero. El conductor parecía a punto de marcharse, pero vio a Ricky y retrocedió con brusquedad hacia el bordillo.