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– Hizo una pausa y luego, con la rapidez de una serpiente, le arrebató las fotografías de las manos-. Yo me las quedaré -comentó mientras volvía a guardarlas en el portafolios. Apartó la silla a la vez que dejaba caer un billete de cien dólares sobre el plato a medio comer-. Me has hecho perder el apetito -dijo-. Pero sé que tu situación financiera se ha deteriorado. Así que invito yo.

Se volvió hacia la camarera, que estaba en una mesa cercana.

– ¿Tienen pastel de chocolate? -preguntó.

– De queso con chocolate -respondió la mujer.

Virgil asintió.

– Tráigale un trozo a mi amigo -pidió-. Su vida se ha vuelto amarga de repente y necesita algo dulce para superar los próximos días.

Luego se giró y se marchó. Ricky se quedó solo. Cogió el vaso de agua y la mano le tembló, haciendo vibrar los cubitos.

Volvió a casa en la oscuridad creciente de la ciudad, en un aislamiento casi total.

El mundo a su alrededor parecía una desaprobación llena de conexiones, un fastidio casi constante de gente que se encontraba con gente en la interacción de la existencia. Sintió que era casi invisible a su paso por las calles de vuelta a casa. Casi transparente. Nadie que pasara a su lado a pie o en coche, ni una sola persona, repararía en él, en su visión del mundo. Su rostro, su aspecto, su ser, no significaban nada para nadie salvo para el hombre que lo acechaba. Y su muerte se había convertido en algo de, y nunca mejor dicho, vital importancia para un familiar anónimo. Rumplestiltskin, y en su nombre Virgil y Merlin, y puede que otros personajes que todavía no conocía, eran puentes entre la vida y la muerte. Ricky tenía la impresión de haber entrado en el infierno que ocupaban las personas a las que un médico había dado el peor diagnóstico o a las que un juez había fijado la fecha de su ejecución, las pocas que conocían el día de su muerte. Notaba una especie de nube de desesperación suspendida sobre su cabeza. Recordó el famoso personaje de dibujos animados de su juventud, el fabuloso Joe Bílspk de Al Capp, condenado a caminar bajo una nube de lluvia personal de la que caían gotas de agua y relámpagos allá donde fuera.

Las caras de los tres adolescentes de las fotografías eran como fantasmas para él: etéreas, diáfanas. sabía que tenía que rodearlos de sustancia para que le resultaran reales. Le hubiera gustado conocer sus nombres, y sabía también que tenía que tomar algunas medidas para protegerlos. Mientras fijaba sus caras en la memoria reciente, apretó el paso. Vio el aparato corrector en una sonrisa, la melena, el sudor del esfuerzo desinteresado, y a medida que veía cada fotografía con la misma claridad que cuando Virgil se las había enseñado en el restaurante, sus músculos se tensaron y se dio más prisa. Oía el repiqueteo de sus zapatos en la acera, casi como si el sonido procediera de algún lugar ajeno a su vida, hasta que reparó en que casi estaba corriendo. Algo se desató en su interior, y se dejó vencer por una sensación que no reconoció, pero que para los que se apartaban a un lado para dejarlo pasar debía de parecer verdadero pánico.

Ricky corrió, y el aire no le llegaba a los pulmones y le raspaba los labios. Una manzana después de otra, sin detenerse para cruzar las calles y dejando a su paso un estallido de cláxones de taxis y palabrotas, sin ver ni oír, con la cabeza llena sólo de imágenes de muerte. No redujo la velocidad hasta que vio la entrada de su casa. Entonces se detuvo y se agachó para tomar aliento, con los ojos escocidos de sudor. Permaneció así, intentando recobrarse durante lo que parecieron varios minutos, eliminándolo todo salvo el calor y el dolor muscular, sin oír otra cosa que su respiración dificultosa.

«No estoy solo», pensó cuando levantó por fin los ojos.

No era una sensación distinta a la experimentada los últimos días al verse desbordado por esa misma ansiedad. Era casi previsible, basada sólo en una brusca paranoia. Intentó controlarse para no rendirse a la sensación, casi como si no quisiera ceder a una pasión secreta, como el antojo de comer un dulce o las ganas de fumar. No fue capaz.

Se volvió rápidamente para descubrir a quien lo estuviera observando, aunque sabía que eso era inútil. Sus ojos volaron de los posibles sospechosos que paseaban sin prisas por la calle a las ventanas vacías de los edificios cercanos. Fue girando como si buscase algún movimiento delator que desenmascarase la persona encargada de vigilarlo, pero todas las posibilidades parecían remotas, escurridizas.

Observó su casa. Se le ocurrió que alguien la había allanado en su ausencia. Virgil había sido el cebo. Avanzó y se detuvo. Con un acopio de fuerza de voluntad, se obligó a controlar las emociones que se revolvían en su interior y se ordenó conservar la calma, concentrarse y estar atento. Inspiró hondo y se recordó que había muchas probabilidades de que, en cuanto salía de su casa, con independencia del motivo, Rumplestiltskin o sus secuaces se colaran en ella. Esa vulnerabilidad no podía remediarse con una visita del cerrajero y había quedado demostrada el otro día, cuando se había encontrado sin luces al llegar.

Tenía el estómago tenso, como un atleta al llegar a la meta.

Pensó que todo lo que le había pasado operaba a dos niveles.

Cada mensaje de Rumplestiltskin era a la vez simbólico y literal.

Su casa ya no era segura.

Inmóvil en la calle, frente a la casa en que había vivido la mayoría de su vida adulta, Ricky se sintió casi apabullado al darse cuenta de que quizá no quedara ningún rincón de su existencia en el que Rumplestiltskin no hubiera penetrado.

«Tengo que encontrar un lugar seguro», pensó por primera vez.

Sin tener idea de dónde podría descubrir tal sitio (si interna o externamente), subió los peldaños de la entrada.

Para su sorpresa, no había ningún indicio de intrusión. La puerta no estaba entornada. Las luces iban bien. El aire acondicionado zumbaba de fondo. No tuvo la sensación abrumadora de temor ni la intuición de que hubiera entrado nadie. Cerró la puerta con llave con alivio. Sin embargo, el corazón le seguía palpitando y tenía el mismo temblor en las manos que había notado antes en el restaurante, cuando Virgil se había ido. Levantó una mano frente a la cara para comprobar la existencia de tics nerviosos, pero tenía el pulso engañosamente firme. Ya no se fiaba de eso; era casi como si pudiera notar que una flojedad se había apoderado de sus músculos y tendones, y que en cualquier instante perdería el control.

El agotamiento alcanzaba hasta el último rincón de su cuerpo con un martilleo terrible. Le costaba respirar, pero no entendía por que.

– Necesitas una buena noche de descanso -se dijo en voz alta, y reconoció el tono que usaría con un paciente dirigido a si mismo-. Tienes que dormir, pensar y avanzar.

Por primera vez se planteó coger el recetario y prescribirse algún medicamento que le ayudara a relajarse. Sabía que tenía que concentrarse y le parecía que eso le estaba resultando cada vez más difícil. Detestaba las pastillas pero pensó que, por esta vez, podía necesitarlas. Un antidepresivo. Un somnífero para descansar un poco. Y quizás unas anfetaminas para concentrarse por la mañana y el resto de la semana hasta que se cumpliera el plazo de Rumplestiltskin.

Ricky tenía en el escritorio un vademécum que rara vez usaba y se dirigió hacia ahí con la idea de que la farmacia abierta veinticuatro horas que había a un par de manzanas le mandara a casa lo que pidiera por teléfono. Ni siquiera tendría que aventurarse a salir.

Sentado tras el escritorio, repasó con rapidez las entradas del vademécum y no tardó en decidir lo que necesitaba. Encontró el recetario y, al llamar a la farmacia, leyó su número de colegiado por primera vez en lo que le parecieron años. Tres fármacos distintos.

– ¿Nombre del paciente? -preguntó el farmacéutico.

– Son para mi -dijo Ricky.