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– ¿Podría intentarlo y decirme cómo ha ido, por favor? Enseguida. Tengo algunas limitaciones de tiempo -dijo Ricky.

– Lo probaremos y le llamaremos -contestó el hombre antes de colgar.

Ricky se reclinó en la silla y se permitió la fantasía de que el banco le daría un nombre y un número de teléfono y que así descubriría la identidad de su torturador. Luego sacudió la cabeza, porque no se imaginaba que Rumplestiltskin, tan meticuloso y precavido en todo, cometiera un error tan simple. Era más probable que hubiese accedido a esa cuenta y hecho la llamada posterior con la precisa intención de proporcionar a Ricky un camino a seguir. Esa idea le preocupó.

Aun así, a medida que el día empezó a escapársele de las manos, Ricky se percató de que sabía mucho más sobre el hombre que lo acechaba. La pista de Rumplestiltskin en el poema había sido curiosamente generosa, en especial para alguien que había insistido al principio en que sus preguntas pudieran contestarse con un «sí» o un «no». La respuesta había acortado mucho la distancia que le separaba del nombre del hombre. Veinte años atrás lo situaban en un periodo entre 1978 y 1983. Y su paciente era una mujer soltera, lo que descartaba bastante gente. Ahora tenía una base para trabajar.

Se dijo que sólo necesitaba reconstruir cinco años de terapias.

Examinar todas las pacientes femeninas de ese período. En algún lugar estaría la mujer que poseía la combinación adecuada de neurosis y trastornos que habría sido dirigida después al niño.

«Encuentra la psicosis en flor», pensó.

Siguiendo su formación y su costumbre, se sentó e intentó aislarse para recordar.

«¿Quién era yo hace veinte años? -se preguntó-. ¿A quién trataba?»

12

El psicoanálisis tiene un principio que está en la base de toda terapia: todo el mundo lo recuerda todo. Puede que no se recuerde con precisión fotográfica, que las percepciones y las reacciones estén enturbiadas o sesgadas por todo tipo de fuerzas emocionales, que los hechos recordados con claridad sean en realidad turbios pero, cuando por fin se revisa, todo el mundo lo recuerda todo. Las heridas y los temores pueden acechar escondidos bajo capas de estrés, pero están ahí y pueden encontrarse, por muy potentes que sean las energías psicológicas de la negación. Ricky era partidario de este proceso de eliminación de capas para llegar al meollo de los recuerdos y descubrir la capa dura de debajo.

Así pues, empezó a sondear su propia memoria. De vez en cuando lanzaba una mirada a los retazos de notas que constituían sus archivos, enfadado consigo mismo por no ser más preciso.

A cualquier otro médico, enfrentado con un asunto de años anteriores, le bastaría con quitar el polvo a una carpeta y extraer de ella los datos necesarios. Pero su tarea era mucho más compleja, porque todas sus carpetas estaban archivadas en su memoria. Aun así, Ricky sintió que podía lograrlo. Muy concentrado, con un bloc en el regazo, se dedicó a reconstruir su pasado.

Una tras otra, fueron cobrando forma imágenes de personas.

Era un poco como intentar conversar con fantasmas.

Descartó a los hombres para dejar sólo a las mujeres. Los nombres le acudieron despacio; de modo bastante curioso, casi era más fácil recordar las quejas. Anotó en el bloc cada imagen de una paciente, cada detalle sobre un tratamiento. Todavía era disperso, inconexo, ineficiente y poco coherente, pero se dijo que estaba avanzando.

Cuando alzó los ojos, la consulta se había llenado de sombras.

El día había pasado mientras él estaba absorto. En las hojas que tenía delante había plasmado doce recuerdos distintos del periodo en cuestión. En esa época, dieciocho mujeres como mínimo habían hecho algún tipo de terapia con él. Era una cifra manejable, pero le preocupaba que hubiera otras que era incapaz de recordar.

Del grupo que recordaba, sólo tenía el nombre de la mitad. Y se trataba de pacientes de mucho tiempo. Tenía la inquietante sensación de que la madre de Rumplestiltskin era una mujer a la que sólo había visto brevemente.

La memoria y los recuerdos eran como las amantes de Ricky: ahora le parecían esquivas y veleidosas.

Al levantarse de la silla tenía las rodillas y los hombros entumecidos. Se estiró despacio, se agachó y se frotó la recalcitrante rodilla, como si pudiera vigorizaría. Se dio cuenta de que no había probado bocado en todo el día y, de repente, se sintió hambriento. No tenía demasiadas cosas para preparar en la cocina, y se volvió para mirar por la ventana la noche que caía sobre la ciudad, a sabiendas de que tendría que salir a comprar algo. La idea de salir de casa casi apagó su hambre y le secó la garganta.

Era una reacción curiosa. Había tenido tan pocos miedos en la vida, tan pocas dudas… Ahora, el mero hecho de salir de casa le hacía vacilar. Pero se armó de valor y decidió dirigirse dos manzanas al sur, a un bar donde podría tomar un bocadillo. No sabía si le estarían vigilando (esto se estaba convirtiendo en una duda constante para él), pero decidió ignorar la sensación y continuar.

Y se recordó que había hecho progresos.

El calor de la calle pareció abofetearle, como si hubiera encendido una estufa de gas en su cara. Caminó las dos manzanas como un soldado, con la mirada al frente. El local estaba a mitad de la manzana, con media docena de mesitas fuera en verano y un interior estrecho y mal iluminado, una barra situada en un lado y otras diez mesas apiñadas en el resto del espacio. Había una mezcla de adornos en las paredes que iban desde recuerdos deportivos hasta carteles de Broadway, fotografías de actores y actrices y algún que otro político. Era como si el local no hubiese logrado forjarse del todo una identidad como punto de reunión de un grupo concreto y, por ello, procurara satisfacer a una clientela diversa creando un batiburrillo en su interior. Pero la cocina, como en muchos sitios parecidos de Manhattan, preparaba una hamburguesa y un bocadillo de carne con queso más que aceptables y, de vez en cuando, incluía algún plato de pasta en el menú, todo a precios bastante económicos, algo en lo que Ricky no pensó hasta entrar por la puerta. Ya no tenía ninguna tarjeta de crédito disponible, y su efectivo era escaso. Tomó nota mentalmente de que debía empezar a llevar cheques de viaje encima.

El interior del local estaba en penumbra, y parpadeó para que sus ojos se habituasen a la luz mortecina. Había unas cuantas personas en el bar y una mesa o dos vacías. Una camarera de mediana edad lo vio vacilar.

– ¿Quieres cenar, cariño? -le preguntó con una familiaridad que parecía fuera de lugar en un bar que favorecía el anonimato.

– Sí -contestó.

– ¿Mesa para uno?

Su tono indicaba que sabía que iba solo y que comía solo todas las noches, pero que alguna cortesía anticuada, fuera de lugar en la gran ciudad, le exigía hacer esa pregunta.

– Si otra vez.

– ¿Prefieres sentarte a la barra o a una mesa?

– Una mesa. A ser posible, en el fondo.

La camarera se giró y vio una vacía en la parte de atrás.

– Sígueme -indicó. Lo condujo hasta una mesa y abrió un menú delante de Ricky-. ¿Algo de beber?

– Una copa de vino. Tinto, por favor.

– Marchando. El especial del día son los linguíni con salmón.

Están de rechupete.

Ricky observó cómo la camarera se dirigía hacia la barra. El menú tenía cubiertas de plástico y era mucho más grande físicamente de lo necesario para la modesta selección que ofrecía. Ricky estudió la lista de hamburguesas y de entrantes descritos con un florido entusiasmo literario que quería ocultar la simplicidad de su realidad. Dejó el menú sobre la mesa, a la espera de que la camarera le sirviese el vino. La chica había desaparecido; seguramente había ido a la cocina.

En su lugar, delante de él, estaba Virgil.

Sostenía en las manos dos copas de vino tinto. Vestía unos vaqueros desteñidos y una camiseta lila, y llevaba bajo el brazo un caro portafolios de piel color caoba. Dejó las bebidas en la mesa, apartó una silla y se sentó frente a él. Alargó la mano y le arrebató el menú.