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En unos segundos estaba llamando al número que acababan de darle. Le contestó otra mujer.

– Reparto de Prensa.

– Con el señor Ortiz, por favor -pidió con educación.

– Ortiz está en la zona de carga. ¿De qué se trata?

– Un problema con el reparto.

– ¿Ha llamado a Envíos?

– Sí. Es como conseguí este número. Y su nombre.

– ¿De qué clase de problema se trata?

– ¿Qué le parece si comento eso con el señor Ortiz?

– A lo mejor no vuelve hasta mañana -repuso la mujer tras un momento de duda.

– ¿Por qué no lo comprueba? -sugirió Ricky con frialdad-. De este modo podemos evitar una situación tan innecesaria como desagradable.

– ¿Qué clase de situación desagradable? -preguntó la mujer, a la defensiva.

– Pues que me presentara ahí acompañado de un policía y tal vez de mi abogado.

Ricky se marcó un farol con su mejor tono patricio de «soy un varón blanco rico y el mundo me pertenece».

La mujer hizo una pausa.

– Espere un momento -dijo después-. Avisaré a Ortiz.

Unos segundos más tarde, un hombre con acento hispano cogió el teléfono.

– Soy Ortiz. ¿Qué ocurre?

– Hacia las cinco y media de esta mañana dejaron un ejemplar del Times en la puerta de mi casa, como todos los días -explicó Ricky-. La única diferencia es que hoy alguien me ha puesto un mensaje dentro del periódico. Por eso llamo.

– No sé nada sobre…

– Señor Ortiz, no ha infringido ninguna ley y no es usted quien me interesa. Pero si no coopera conmigo, montaré un buen escándalo. Dicho de otro modo, todavía no tiene ningún problema, pero se lo voy a crear a no ser que me dé unas cuantas respuestas útiles.

Ortiz intentó asimilar la amenaza de Ricky.

– No sé de ningún problema -aseguró-. Ese tío me dijo que no habría ningún problema.

– Yo diría que mintió. Cuéntemelo -exigió Ricky en voz baja.

– Enfilamos la calle donde mi sobrino Carlos y yo tenemos repartos en seis edificios. Esa es nuestra ruta. Había una limusina negra aparcada en mitad de la calle con el motor en marcha, esperándonos. Un hombre bajó y nos dijo que necesitaba un periódico de ese edificio. Le pregunté por qué. Dijo que no era asunto mío y que no me preocupase, que sólo quería dar una sorpresa a un viejo amigo en su cumpleaños. Quería escribirle algo en el periódico.

– Continúe.

– Me dijo el piso y la puerta. Entonces sacó un bolígrafo y escribió en una página del periódico. Lo hizo sobre el capó de la limusina, pero no pude ver qué ponía.

– ¿Había alguien más?

Ortiz reflexionó un momento.

– Bueno, tenía que haber alguien al volante, seguro. Las ventanillas eran oscuras, pero tal vez había alguien más. El hombre miró dentro, como si comprobara con alguien si lo estaba haciendo bien, y terminó. Me devolvió el periódico y me dio veinte dólares…

– ¿Cuánto?

– Puede que fueran cien… -rectificó Ortiz en tono vacilante.

– ¿Y luego qué?

– Hice lo que me pidió, dejar el periódico en la puerta correcta.

– ¿Le esperaba fuera cuando salió?

– No. La limusina se había ido.

– ¿Podría describirme a ese hombre?

– Blanco, de traje oscuro, quizás azul. Corbata. Ropa muy buena. Parecía un tío forrado. Sacó el billete de cien de un fajo como si fuera calderilla para un mendigo.

– ¿Y su aspecto?

– Gafas oscuras, no demasiado alto, con un cabello bastante curioso, como si se lo hubieran dejado caer sobre la cabeza.

– ¿Como si llevase peluquín?

– Sí, podría haber sido un peluquín. Y una barbita, también.

A lo mejor también era postiza. No era corpulento, pero sin duda estaba bien alimentado. De unos treinta años…

Ortiz vaciló.

– ¿Qué?

– Recuerdo que las farolas se le reflejaban en los zapatos. Los llevaba muy lustrados. Eran carísimos. Esos mocasines con borlitas delante, ¿cómo se llaman?

– No lo sé. ¿Cree que podría reconocerlo si lo viera?

– Lo dudo. La calle estaba muy oscura. La única luz era la de las farolas. Y me parece que miré más el billete de cien que a él.

A Ricky eso le pareció razonable.

– ¿Anotó la matrícula de la limusina?

Ortiz tardó un momento en contestar.

– No, joder. No se me ocurrió. Mierda. Debería haberlo hecho, ¿verdad?

– Si -dijo Ricky.

Pero sabía que no era necesario, porque ya conocía al hombre que había estado esa mañana en la calle esperando la furgoneta de reparto: era el abogado que decía llamarse Merlin.

A media mañana recibió una llamada telefónica del director del First Cape Bank, el hombre que guardaba el efectivo que le quedaba en un cheque bancario a su nombre. El directivo del banco parecía nervioso y alterado. Mientras hablaba, Ricky intentó recordar su cara, pero no pudo, aunque estaba seguro de que lo había visto en persona alguna vez.

– ¿Doctor Starks? Soy Michael Thompson, del banco. Hablamos el otro día.

– Sí. Me está guardando un dinero, ¿verdad?

– Lo tengo bajo llave en el cajón de mi escritorio. No le llamo por eso. Ha habido un movimiento inusual en su cuenta.

– ¿Qué clase de movimiento inusual? -quiso saber Ricky.

El hombre pareció reflexionar antes de contestar.

– Bueno, no me gusta especular, pero parece que han intentado acceder a su cuenta sin autorización.

– ¿De qué modo?

Pareció dudar de nuevo.

– Bueno, como ya sabe, estos últimos años hemos incorporado la banca electrónica, como todo el mundo. Pero como somos una entidad pequeña y localizada…, bien, nos gusta considerarnos anticuados en muchos sentidos…

Ricky sabía que esas palabras eran el eslogan publicitario del banco. También sabía que el consejo de administración del banco acogería con entusiasmo cualquier absorción por parte de uno de los megabancos el día en que le llegara alguna oferta lo bastante jugosa.

– Sí -afirmó-. Ése ha sido siempre uno de los mayores atractivos que ofrecen a los clientes.

– Gracias. Nos gusta pensar que ofrecemos un servicio personalizado.

– Pero ¿qué hay de ese acceso sin autorización?

– Poco después de haber cerrado la cuenta de acuerdo con sus instrucciones, alguien quiso efectuar cambios en ella a través de nuestros servicios de banca electrónica. Nos enteramos de estos intentos porque un individuo llamó después de que el acceso les fuera denegado.

– ¿Llamaron?

– Alguien que afirmó ser usted.

– ¿Qué dijo?

– Era para quejarse. Pero en cuanto oyó que la cuenta estaba cerrada, colgó. Fue todo muy misterioso y algo desconcertante, porque nuestros registros informáticos indican que conocía su contraseña. ¿Se la ha proporcionado a alguien?

– No -dijo Ricky, pero por un momento se sintió idiota.

Su contraseña era 37383, el equivalente en cifras de las letras que componían la palabra FREUD, y era tan obvio que casi se sonrojó. Usar la fecha de su cumpleaños podría haber sido peor, pero lo dudaba.

– Bueno, supongo que hizo bien en cerrar la cuenta.

Ricky reflexionó por un instante antes de preguntar:

– ¿Tiene alguna forma de rastrear el número de teléfono o el ordenador que se usó para intentar acceder a mi cuenta?

El hombre vaciló.

– Pues sí -dijo-. Pero la mayoría de los ladrones electrónicos saben burlar a los investigadores. Usan ordenadores robados, códigos de teléfono ilegales y ese tipo de cosas para ocultar su identidad. A veces el FBI tiene éxito, pero disponen del sistema de seguridad informático más sofisticado del mundo. Nuestro sistema local es bastante menos efectivo. Y no se produjo ningún robo, de modo que la responsabilidad penal es limitada. La ley nos exige que informemos del intento a las autoridades bancarias, pero se tratará sólo de una entrada más en lo que lamentablemente es un archivo creciente. De todos modos, pediré que se ejecute ese programa para usted. Aunque no creo que nos lleve a ninguna parte.

Los ladrones de banca electrónica son muy listos. Solemos acabar en un callejón sin salida.