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Virgil mantuvo la mirada en el plato mientras con el tenedor jugueteaba con la pasta y el trozo de salmón. Cuando levantó la mirada para encontrarse con la de Ricky, sus ojos apenas ocultaban la rabia.

– ¿Tú te encargarías de que volviera a tener una vida normal?

¿Eres mago? Y ¿qué te hace pensar que una vida normal sea tan maravillosa?

– Si no eres una delincuente, ¿por qué estás ayudando a uno? -insistió él, sin hacer caso a su pregunta-. Si no eres una sádica, ¿por qué trabajas para uno? Si no eres una psicópata, ¿por qué te unes a uno? Y si no eres una asesina, ¿por qué ayudas a uno?

Virgil lo siguió mirando. Toda la excentricidad y la vivacidad despreocupada de su actitud habían desaparecido, sustituidas por una repentina severidad glacial.

– Quizá porque me paga bien -dijo despacio-. Hoy en día hay mucha gente dispuesta a hacer cualquier cosa por dinero. ¿Podrías creer eso de mí?

– Me costaría -contestó Ricky, prudente, aunque probablemente no le costaría nada.

– Así que descartas el dinero como mi móvil. ¿Sabes?, no estoy segura de que debas hacerlo. -Meneó la cabeza-. ¿Otro motivo tal vez? ¿Qué otros motivos podría tener? Tú debes de ser el experto en ese terreno. ¿No define bastante bien lo que haces el concepto «búsqueda de motivos»? ¿Y no forma también parte del juego que estamos practicando? Vamos, Ricky. Ya hemos tenido dos sesiones juntos. Si no es el dinero, ¿cuál es mi motivo?

– No te conozco suficiente… -empezó sin convicción mientras la miraba con dureza.

La joven dejó el cuchillo y el tenedor con una lentitud que indicaba que no le gustaba esta respuesta.

– Hazlo mejor, Ricky. Por mi. Después de todo, a mi modo, estoy aquí para guiarte. El problema es que la palabra «guía» tiene connotaciones positivas que pueden ser incorrectas. Puede que tenga que dirigirte hacia donde no quieras ir. Pero una cosa si es segura: sin mí no te acercarás a una respuesta, lo que significará tu muerte, o la de alguien cercano a ti y que no sabe nada de todo esto. Y morir a ciegas es estúpido, Ricky. Un crimen peor en cierto sentido.

Así que contesta a mi pregunta: ¿qué otros motivos podría tener?

– Me odias. Tanto como ese R, sólo que no sé por qué.

– El odio es una emoción imprecisa, Ricky. ¿Crees que la conoces?

– Es algo de lo que se habla todos los días en mi consulta.

– No, no, no. -Virgil sacudió la cabeza-. Oyes hablar de cólera y frustración, que son elementos secundarios del odio. Oyes hablar de abuso y crueldad, que también tienen papeles destacados en ese escenario, pero que son sólo comparsas. Y, sobre todo, oyes hablar de inconveniencias. Las aburridas y monótonas inconveniencias de siempre. Y eso guarda tan poca relación con el puro odio como una aislada nube negra con una tormenta. Esa nube tiene que unirse a otras y crecer vertiginosamente antes de descargar.

– Pero tú…

– No te odio, Ricky. Aunque quizá podría llegar a hacerlo.

Prueba con otra cosa.

No se lo creyó en absoluto, pero en ese momento se sentía perdido al intentar dar con una respuesta. Inspiró con fuerza.

– Amor, entonces -soltó Ricky de repente.

– ¿Amor?

Virgil sonrió de nuevo.

– Intervienes porque estás enamorada de ese hombre, Rumplestiltskin.

– Es una idea curiosa. Sobre todo porque te dije que no sé quién es. Nunca lo he visto.

– Si, ya me lo dijiste. Pero no me lo creo.

– Amor. Odio. Dinero. ¿Esos son los únicos motivos que se te ocurren?

– Acaso miedo -aventuró Ricky tras dudar.

– Eso está bien pensado, Ricky -asintió ella-. El miedo puede provocar todo tipo de comportamiento inusual, ¿verdad?

– Si.

– ¿Sugiere tu análisis que tal vez el señor R me amenace de algún modo? ¿Como un secuestrador que obliga a sus víctimas a dar dinero con la patética esperanza de que les devuelva al perro, al hijo o a quien sea que se haya llevado? ¿Me comporto como una persona a la que piden que actúe en contra de su voluntad?

– No -admitió Ricky.

– Muy bien. ¿Sabes, Ricky?, eres un hombre que no aprovecha las oportunidades que se le presentan. Es la segunda vez que me he sentado frente a ti, y en lugar de intentar ayudarte a ti mismo, me has suplicado que te ayude, cuando no tienes nada que te haga merecedor de mi colaboración. Debería haberlo previsto, pero tenía esperanzas. De verdad. Ya no muchas, sin embargo… -Agitó la mano en el aire para descartar una respuesta-. Vamos al grano.

– ¿Recibiste la respuesta a tus preguntas en el periódico de esta mañana?

– Si -confirmó Ricky tras una pausa.

– Perfecto. Es por eso que me ha enviado aquí esta noche. Para comprobarlo. Pensó que no seria justo que no recibieras las respuestas que estabas buscando. Me sorprendió, por supuesto. El señor R ha decidido acercarte mucho a él. Más de lo que a mi me parecería prudente. Elige bien tus próximas preguntas, Ricky, si quieres ganar. Me parece que te ha dado una gran oportunidad.

Pero mañana por la mañana sólo te quedará una semana. Siete días y dos preguntas más.

– Sé el tiempo que tengo.

– ¿De verdad? Creo que aún no lo has captado. Aún no. Pero, ya que hemos estado hablando sobre motivaciones, el señor R te manda algo para ayudarte a acelerar el ritmo de tu investigación.

Virgil se agachó y levantó el portafolios, que había dejado en el suelo. Lo abrió con lentitud y sacó un sobre de papel manila parecido a los otros que Ricky había recibido. Se lo tendió por encima de la mesa.

– Ábrelo -dijo-. Está lleno de motivación.

Ricky lo hizo. Contenía media docena de fotografías en blanco y negro de 20 x 25 Las sacó y las examinó. Había tres sujetos distintos, cada uno en el centro de dos fotografías. Las primeras instantáneas eran de una joven de unos dieciséis años, en vaqueros y con una camiseta manchada de sudor; llevaba un cinturón de herramientas a la cintura y empuñaba un martillo. Parecía estar trabajando en unas obras. Las dos fotografías siguientes eran de otra chica, más joven, de unos doce años, que remaba en una canoa en un lago de una región boscosa. La primera instantánea tenía mucho grano, mientras que la segunda, tomada al parecer con un teleobjetivo, era un primer plano tan cercano que permitía verle el aparato corrector en la boca. Y, por último, dos más de otro adolescente, un muchacho de pelo largo y sonrisa despreocupada que hablaba con un vendedor ambulante en lo que parecía una calle de París.

Las seis fotografías tenían todo el aspecto de haber sido tomadas sin que los que aparecían en ellas lo supieran.

Ricky las observó con atención y alzó los ojos hacia Virgil. La joven ya no sonreía.

– ¿Reconoces a alguien? -preguntó con frialdad.

Ricky negó con la cabeza.

– Vives en un aislamiento increíble, Ricky. Míralas un poco más. ¿Sabes quiénes son estos chicos?

– No. No lo sé.

– Son fotografías de algunos de tus parientes lejanos. Cada uno de esos chicos está en la lista de nombres que el señor R te envió al principio del juego.

Ricky observó de nuevo las fotografías.

– París, Francia; Habitat for Humanity, Honduras, y el lago Winnipesaukee en New Hampshire -enumeró ella-. Tres chicos de veraneo. Igual que tú.

Ricky asintió.

– ¿Ves lo vulnerables que son? ¿Crees que costó demasiado sacarles esas fotos? ¿Podría cambiar alguien la cámara por un fusil de largo alcance? ¿Seria fácil arrancar a alguno de esos chicos del ambiente que están disfrutando? ¿Crees que alguno de ellos tiene idea de lo cerca que podría estar de la muerte? ¿Imaginas que alguno tiene siquiera la más remota sospecha de que su vida podría terminar de modo repentino y sangriento en siete breves días?

– Virgil señaló las fotografías-. Échales otro vistazo, Ricky -pidió.

Esperó a que él asimilara las imágenes y luego alargó la mano hacia las fotografías-. Creo que bastará con que conserves los retratos mentales, Ricky. Métete en la cabeza las sonrisas de esos chicos. Intenta imaginar las sonrisas que podrían esbozar en el futuro cuando crezcan y lleguen a ser adultos. ¿Qué clase de vida podrían tener? ¿En qué clase de personas se convertirían? ¿Le robarás el futuro a uno de ellos, o a alguien como ellos, con tu empeño en aferrarte a los pocos y patéticos años que te quedan?