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Nada arriesgado ni agresivo, sólo un crecimiento modesto y regular. Tampoco eran demasiado considerables. De todos los profesionales relacionados con el ámbito de la medicina, los psicoanalistas figuraban entre los más limitados en cuanto a lo que podían cobrar y a la cantidad de pacientes que podían atender. No eran como los radiólogos, que tenían tres pacientes a la misma hora en salas distintas, ni como los anestesistas, que iban de una operación a otra como si de una cadena de montaje se tratara. Los psicoanalistas no solían hacerse ricos, y Ricky no era la excepción. La casa de Cape Cod y el piso eran de propiedad, pero eso era todo. Ningún Mercedes. Ningún yate fondeado en Long Island Sound. Sólo algunas inversiones prudentes destinadas a proporcionarle suficiente dinero para jubilarse, si alguna vez decidía reducir el volumen de pacientes. Ricky hablaba con su corredor una o dos veces al año, nada mas. Siempre había supuesto que era uno de los peces más pequeños de la firma.

– ¿Doctor Starks? -El agente de bolsa se dejó oír con brusquedad y hablando deprisa-. Disculpe que le haya hecho esperar, pero estábamos intentando resolver un problema…

– ¿Qué clase de problema?

Ricky parecía tener el estómago contraído.

– Bueno, ¿ha abierto usted una cuenta bursátil con uno de esos nuevos corredores de bolsa off-line? Porque…

– No, no lo he hecho. En realidad, no sé de qué me está hablando.

– Bueno, eso es lo extraño. Al parecer ha habido muchas operaciones de un día en su cuenta.

– ¿Operaciones de un día?

– Es contratar operaciones bursátiles con rapidez para intentar mantenerse por delante de las fluctuaciones del mercado.

– Entiendo. Pero yo no lo he hecho.

– ¿Alguien más tiene acceso a sus cuentas? Tal vez su esposa…

– Mi esposa murió hace tres anos -repuso Ricky con frialdad.

– Por supuesto -contestó el agente de inmediato-. Lo recuerdo.

Disculpe. Pero acaso alguien más. ¿Tiene hijos?

– No. ¿Dónde está mi dinero?

Ricky fue cortante, exigente.

– Bueno, estamos comprobándolo. Puede convertirse en un asunto para la policía, doctor Starks. De hecho, es lo que estoy empezando a pensar. Es decir, si alguien logró acceder de modo ilegal a su cuenta…

– ¿Dónde está mi dinero? -insistió Ricky.

– No puedo afirmarlo con precisión -contestó el agente tras vacilar-. Nuestros auditores internos están revisando la cuenta.

Lo único que puedo decirle es que ha habido una actividad importante…

– ¿Qué quiere decir? El dinero estaba ahí…

– Bueno, no exactamente. Hay literalmente docenas, puede que incluso centenares de contrataciones, transferencias, ventas, inversiones…

– ¿Dónde está ahora?

– Una serie de transacciones complicadas y agresivas -prosiguió el corredor.

– No está contestando mi pregunta, señor Williams -se quejó Ricky con exasperación-. Mi dinero. Mi plan de jubilación, mis fondos en efectivo…

– Estamos comprobándolo. He puesto a mis mejores hombres a trabajar en ello. Nuestro jefe de seguridad lo llamará en cuanto hayan hecho algún progreso. No puedo creer que, con toda esta actividad, nadie haya detectado nada extraño.

– Pero mi dinero…

– Ahora mismo no hay dinero -indicó el agente lentamente-.

O por lo menos no lo encontramos.

– No es posible.

– Ojalá, pero lo es. No se preocupe, doctor Starks. Nuestros investigadores rastrearán las transacciones. Llegaremos al fondo de esto. Y sus cuentas, o parte de ellas, están aseguradas. Al final lo arreglaremos. Sólo llevará algo de tiempo y, como le dije, puede ‘que tengamos que involucrar a la policía y a la comisión de vigilancia del mercado de valores porque, por lo que me dice, cabe suponer algún tipo de robo.

– ¿Cuánto tiempo?

– Es verano y tenemos parte del personal de vacaciones. Supongo que un par de semanas, como mucho.

Ricky colgó. No disponía de un par de semanas.

Al final del día había podido determinar que la única cuenta que no había sido robada y reventada era la cuenta corriente del First Cape Bank de Wellfleet. Era una cuenta destinada sólo a facilitar las cosas en verano. Su saldo era de diez mil dólares, dinero que usaba para pagar facturas en el mercado de pescado y la tienda de ultramarinos, la tienda de licores y la ferretería. Con ella pagaba sus herramientas de jardinería y las plantas y semillas. Era dinero para disfrutar de las vacaciones sin problemas. Una cuenta doméstica para el mes que pasaba en la casa de veraneo.

Le sorprendió un poco que Rumplestiltskin no hubiera arremetido también contra esos fondos. Estaba jugando con él, casi como si hubiera dejado en paz esa parte del dinero para burlarse de él. A pesar de eso, pensó que necesitaba encontrar una forma de hacerse con los fondos antes de que desaparecieran también en algún extraño limbo financiero. Llamó al director del First Cape Bank y le dijo que iba a cerrar la cuenta y quería retirar el saldo en efectivo.

El director le informó que tendría que estar presente para esa transacción. Ricky deseó que las demás instituciones que manejaban su dinero hubieran seguido la misma política. Explicó al director que había tenido algunos problemas con otras cuentas y que era importante que nadie excepto él tuviera acceso al dinero.

El director se ofreció a librar un cheque bancario, que guardaría personalmente hasta la llegada de Ricky.

Ahora el problema era cómo ir hasta allí.

Olvidado en el escritorio, había un billete de avión abierto de La Guardia a Hyannis, Massachusetts. Se preguntó si la reserva seguiría operativa. Abrió la cartera y contó unos trescientos dólares en efectivo. En el cajón superior de la cómoda de su dormitorio tenía otros mil quinientos dólares en cheques de viaje. Era un anacronismo; en esta era de efectivo al instante obtenido en cajeros automáticos que pululaban por todas partes, la idea de que alguien guardara cheques de viaje para emergencias era arcaica.

Ricky sintió cierta satisfacción al pensar que sus ideas anticuadas resultaran útiles. Se preguntó si no seria una noción que debería tener más presente.

Pero no tenía tiempo para cavilar acerca de ello.

Podría ir a Cape Cod, y volver. Tardaría veinticuatro horas como mínimo. De pronto lo invadió una sensación de letargo, casi como si no pudiera mover los músculos, como si las sinapsis cerebrales que emitían órdenes a los tendones y los tejidos de todo su cuerpo se hubieran declarado en huelga. Un profundo agotamiento que parodiaba su edad le recorrió el cuerpo. Se sintió torpe, estúpido y fatigado.

Se balanceó en la silla con la cabeza echada hacia atrás. Reconoció los signos de una incipiente depresión clínica con la misma rapidez con que una madre identificaría un resfriado al primer estornudo de su hijo. Extendió las manos hacia delante para detectar algún temblor. Su pulso seguía firme.

«¿Durante cuánto tiempo más?», se preguntó.