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– Por supuesto que sí. Mi padre es clérigo. A él se lo he oído mencionar.

– ¿Sabe algo acerca del Consejo? -insistió De Vroome.

Randall titubeó.

– Según recuerdo, es… es una organización internacional que abarca a la mayor parte de los grupos eclesiásticos protestantes. No puedo recordar los detalles.

– Permítame refrescarle la memoria para que, al hacerlo, le describa una mejor imagen del altruista doctor Jeffries.

El rostro del clérigo holandés, según Randall, se había congelado. La voz vibrante se había tornado más gruesa.

– El Consejo Mundial de Iglesias, con sede en Ginebra, se compone de 239 iglesias anglicanas, ortodoxas y protestantes de noventa naciones, que cuentan con 400 millones de feligreses en todo el mundo. El Consejo Mundial es la única organización fuera de Roma que posee un potencial de autoridad y de control comparable al del Vaticano. Sin embargo, desde su creación en esta ciudad en el año de 1948, y hasta el presente, en ninguna forma se ha semejado al Vaticano. Como dijo el primer secretario general durante la primera asamblea: «Somos un Consejo de Iglesias, no el Consejo de una Iglesia indivisa.» Y como proclamó la tercera asamblea desde la India: «El Consejo Mundial de Iglesias es una confraternidad de Iglesias que reconocen al Señor Jesucristo como Dios y Salvador de acuerdo con las Escrituras.» En resumen el Consejo es un organismo liberalmente unido de varias Iglesias con distintos antecedentes sociales y raciales que buscan una comunicación intereclesiástica, una unidad cristiana, un consenso de fe y una acción social común. Entre asamblea y asamblea, que se celebran cada cinco o seis años, un Comité Central y un Comité Ejecutivo llevan a cabo la política. Ahora bien, los dos puestos más activos dentro de la organización son los del secretario general, que trabaja tiempo completo y percibe un sueldo, y el presidente, que tiene un puesto honorario. De estos dos, el que ejerce mayor influencia es el secretario general, quien encabeza al personal de la sede en Ginebra, compuesto de doscientas personas; es el oficial de enlace y coordinación entre las Iglesias asociadas y representa al Consejo ante el mundo exterior.

– Y sin embargo, ¿no es una figura con autoridad?

– Definitivamente no, tal como andan las cosas actualmente -dijo De Vroome-. El secretario general no tiene poder judicial. Repito, tiene influencia, y un potencial para ejercer el poder. Lo cual nos lleva a su erudito, espiritual y altruista doctor Bernard Jeffries. La jerarquía de la Iglesia ortodoxa (los decanos del clero, los conservadores firmemente establecidos) está promoviendo un plan para dominar la próxima asamblea del Consejo Mundial de Iglesias, nombrar al doctor Jeffries el próximo secretario general y, a través de él, reestructurar el Consejo Mundial y convertirlo en un Vaticano protestante, con su cuartel general en Ginebra. De esa manera, los conservadores gobernarán a través de edictos y proclamaciones, harán retroceder a los seguidores de todas las Iglesias hacia la fe ciega y acabarán con todas las esperanzas de una fe popular vital y operante. Y, ¿cómo logrará esto la maquinación ortodoxa? A través de la conmoción y la propaganda que engendrará la nueva Biblia que está preparando el grupo de Resurrección Dos.

Mientras escuchaba, Randall recordó vagamente haber oído con anterioridad el nombre del doctor Jeffries relacionado con el Consejo Mundial. Trató de recordar dónde lo había oído… De Valerie Hughes, la prometida del doctor Knight, en Londres. Había existido cierta lógica en aquella alusión anterior al doctor Jeffries como candidato al secretariado general del Consejo. Ahora, de acuerdo con la versión de De Vroome, los motivos que había detrás de la candidatura reflejaban una luz distinta e indigna.

Randall dijo lo que estaba pensando.

– ¿Está el doctor Jeffries al tanto de ese plan?

– ¿Al tanto? -dijo De Vroome-. Él está al frente del ardid, colaborando activamente y haciendo política secreta para promoverse a sí mismo para el secretariado general. Tengo pruebas (copias de la correspondencia sostenida entre Jeffries y sus conspiradores) que sustentan lo que he dicho.

– Y, ¿cree usted que el doctor Jeffries podrá lograrlo?

– Lo logrará si la nueva Biblia de ustedes le da la suficiente publicidad, distinción e importancia.

– Permítame modificar mi pregunta y planteársela de nuevo -dijo Randall-. ¿Cree usted que lo logrará?

– No -respondió llanamente el reverendo De Vroome, sonriendo una vez más-. No, no lo logrará; como tampoco lo lograrán sus editores.

– ¿Por qué no?

– Porque yo pretendo detenerlos, demoliendo el trampolín de Jeffries al poder… su nueva Biblia… desacreditándola y destruyéndola antes de que ustedes la puedan anunciar y distribuir en todo el mundo. Una vez que haya yo logrado eso, habrá otro secretario general en el Consejo Mundial de Iglesias. Verá usted, señor Randall, yo pretendo ser el próximo secretario general.

Randall mostró su asombro.

– ¿Usted? Pero yo pensé que usted estaba en contra de la autoridad eclesiástica y…

– Lo estoy -dijo De Vroome bruscamente-. Por eso es que debo ser el nuevo secretario general del Consejo Mundial, para protegerlo de los hambrientos de poder. Para preservarlo dentro de la unidad cristiana. Para hacerlo aún más sensible al cambio social.

Randall estaba perplejo. No sabía si el dominee era honesto en las virtudes que profesaba o si era tan ambicioso y político como aquellos a quienes combatía. Y había algo más. De Vroome acababa de mencionar la necesidad de destruir la nueva Biblia. Randall pensó que debía confrontar al reverendo con la insensatez de su propósito de destrucción.

– Yo no puedo opinar acerca de quién debería ser el próximo secretario general del Consejo Mundial -dijo Randall-, pero creo que puedo y debo discutir la actitud que usted ha tomado con respecto a una versión revisada del Nuevo Testamento que nunca ha visto ni leído, y de la cual sabe muy poco. Dejando de lado las conveniencias políticas, no puedo comprender por qué desea usted destruir (ésa fue la palabra que empleó, destruir) una Biblia que podrá proporcionar consuelo a millones de personas; una nueva fe y una nueva esperanza. Una obra que promoverá la fraternidad y el amor; los mismos objetivos que usted persigue a través de su movimiento. ¿Cómo justifica, moralmente, la destrucción de la Palabra, cuando ignora por completo su mensaje?

De Vroome frunció el ceño.

– No necesito conocer su mensaje de antemano -dijo severamente-, porque conozco a sus mensajeros.

– ¿Qué quiere usted decir con eso?

– Que yo sé todo lo que necesita saberse de las personas involucradas en el descubrimiento, la autentificación, la producción y la promoción de su Biblia.

Por primera vez, Randall sintió que perdía la paciencia.

– ¿Qué insinúa usted? -dijo irritado-. Yo he estado en contacto con todas las personas importantes del proyecto y, como ya le he dicho, he llegado a conocer algunas de ellas bastante bien. Estoy seguro de que la mayoría son decentes, sinceras, honestas y tienen integridad y buenos propósitos. Usted ni remotamente los conoce tan bien como yo.

– ¿De veras? -dijo De Vroome divertidamente. Luego se puso de pie-. En tal caso, veamos qué es lo que usted sabe… y lo que yo sé… acerca de su devoto y fiel rebaño.

Enfurecido por la arrogante suficiencia del clérigo, Randall trató de contenerse mientras observaba al dominee De Vroome dirigirse a su escritorio. De su sotana sacó una llave, abrió un cajón, sacó una carpeta de archivo, la abrió y la puso encima del escritorio. Se sentó, sacó un grueso manojo de papeles, los hojeó, reflexionó por un momento, y levantó las hojas para que las viera Randall.

– Éste es mi expediente del personal que colabora en Resurrección Dos -dijo De Vroome-. Es demasiado extenso para que usted lo lea.