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Dejó caer el manojo de papeles sobre la carpeta abierta, recargó los codos en la orilla del escritorio y apoyó el mentón sobre el puño cerrado de su mano derecha.

– En unos cuantos minutos puedo decirle lo que usted quiera saber acerca de cualquiera de los miembros de la manada de Resurrección Dos.

– Podría estarme diciendo puras mentiras.

– Sólo tiene que hablar con cada una de las personas de quienes yo le informe para verificar lo que le diga. Más aún, lo invito a que lo haga.

– Adelante -dijo Randall agriamente.

– Ya nos hemos hecho cargo del desinteresado doctor Jeffries -dijo De Vroome, cuyo tono de voz aún era calmado y objetivo- Examinemos a algunos otros del grupo; por ejemplo, a George L. Wheeler, el acaudalado editor religioso norteamericano que lo contrató a usted para este proyecto. ¿Qué sabe usted acerca de él? ¿Está enterado de que ese capitán de industria estaba al borde de la quiebra cuando gestionó la venta de su negocio al señor Towery, presidente de Cosmos Enterprises? Pues sí, esto es verdad. Pero el convenio no se ha consumado, sino que contingentemente depende del éxito de la publicación de la nueva Biblia. Para Wheeler, la nueva Biblia debe ser un éxito, a efecto de que él pueda sobrevivir en los negocios y sostener su posición social. En cuanto a Towery, su único interés al apoderarse de la casa editorial de Wheeler es el de adquirir el prestigio que su conexión con la nueva Biblia le dará dentro de su prominente círculo bautista. Ésa es la razón por la cual Wheeler lo ha contratado a usted… para complacer a Towery y para salvar el cuello, asegurándose de que la nueva Biblia se convierta en la más famosa de la Historia.

– No me está diciendo nada que yo no supiera ya -dijo Randall, profundamente molesto por la arrogancia de De Vroome y renuente a admitir que acababa de enterarse de algo nuevo.

No sabía que la supervivencia del negocio de Wheeler dependía del éxito del Nuevo Testamento Internacional.

– ¿No le he dicho nada que usted no supiera? -repitió de Vroome-. Bueno, tal vez pueda superarme. Ahora tomemos a la nueva Bernadette de Lourdes, su pequeña y sencilla secretaria, la señorita Lori Cook. Usted estuvo en el «Hospital de la Universidad Libre» esta mañana y fue testigo de los resultados de un milagro, ¿no es verdad? La señorita Cook había estado lisiada desde la infancia, pero ayer tuvo una aparición y ahora ya puede caminar normalmente. ¡Imagínese! Lo siento por usted y por ella, porque la verdad es que… la señorita Lori Cook siempre pudo caminar normalmente. Pero ella no es una traidora al proyecto; tan sólo es una farsante patética, enferma y neurótica. Era fácil comprobar su historial clínico en los Estados Unidos sin quebrarse la cabeza. Bastó una llamada telefónica a un clérigo de nuestro movimiento, que vive en la cercanías de la casa de la señorita Cook, para enterarnos de la verdad; y las pruebas y los documentos vienen en camino. Nosotros tenemos evidencia de sus hazañas atléticas en la secundaria, proezas que exigían piernas fuertes y vigorosas. Su verdadera aflicción radicaba en ser fea; nunca recibió atención ni cariño, y fue entonces que decidió, al unirse a su proyecto, hacerse la coja y ganarse el afecto a través de la compasión. Recientemente, Lori vio la posibilidad de recibir más atención desempeñando el papel de Bernadette, así que ahora lo está haciendo. Está siendo curada y atendida, y está recibiendo cariño. Pronto se convertirá en leyenda. Pero, señor Randall, no auspicien ustedes esa leyenda sólo para promover la Biblia. Porque si lo hacen, nosotros nos veremos forzados a denunciarla (y también a ustedes) públicamente. Yo no quisiera lastimar a la pobre chiquilla. No le pido a usted que me crea, o mi palabra aquí…

– No le creo -dijo Randall, sacudido por la revelación que le había hecho De Vroome.

– …Sólo le pediré que no sea tan temerario como para utilizar a Lori Cook en su publicidad; porque si lo hace, se arrepentirá.

De Vroome levantó a uno de los gatos y lo puso sobre su regazo, y luego examinó los papeles que tenía enfrente de él.

– Ahora, ¿de quién más quiere que le hable? Ah, tal vez de aquellos que conoció en su viaje la semana pasada… aquellos que usted cree conocer tan bien y en quienes confía tanto. ¿Hablamos de ellos?

Randall no dijo nada.

– ¿El que calla, otorga? -preguntó De Vroome-. Entonces seré breve. Al final de su viaje, usted estuvo en Maguncia, Alemania. Pasó el día con Karl Hennig. Un tipo excelente y franco, este impresor alemán, ¿no le parece? Amante de Gutenberg y de los libros finos, ¿no es verdad? Pero también es algo más. Es el Karl Hennig que, en la noche del 10 de mayo de 1933, se unió a un grupo de miles de estudiantes nazis que desfilaron con antorchas por las calles de Berlín, culminando en una celebración masiva en la plaza de Unter der Linden. Ahí, Karl Hennig y sus camaradas, tan admirados por el doctor Goebbels, quemaron veinte mil libros en una enorme hoguera… libros de Einstein, Zweig, Mann, Freud, Zola, Jack London, Havelocx, Ellis, Upton Sinclair. Sí, Karl Hennig, amadísimo impresor de Biblias e incinerador nazi de libros. Esta información se la debo a mi amigo -De Vroome hizo una señal hacia atrás-, el señor Cedric Plummer.

Ofuscado por lo que estaba escuchando, Randall se había casi olvidado de que Plummer aún se encontraba en el despacho.

Vio que el inglés sonreía afectadamente, y lo escuchó decir:

– Es verdad. Yo tengo el negativo de una vieja fotografía del joven Hennig aventando libros a la hoguera.

Para Randall, los acontecimientos de ayer en Maguncia y Frankfurt comenzaban a cobrar sentido. Probablemente Hennig se había rehusado a ver a Plummer en Maguncia, hasta que se enteró del propósito de la visita del periodista. Después de eso, Hennig se había reunido con Plummer en Frankfurt. Ahora estaba claro la razón de la entrevista: chantaje.

– ¿Por qué demonios desacredita a Hennig? -Randall preguntó abruptamente a Plummer-. ¿Qué pretende ganar con eso?

– Un ejemplar anticipado de la nueva Biblia -dijo Plummer, sonriendo con satisfacción-. Un precio muy bajo por recuperar el negativo de una vieja fotografía.

El reverendo De Vroome asintió con la cabeza.

– Exactamente -dijo-. Un ejemplar de la nueva Biblia es nuestro precio.

Randall se sumió en el sofá sin poder hablar.

– Sólo dos más y terminaremos -continuó De Vroome implacablemente-. Ahora consideremos a un notable y objetivo científico que emplea el sistema de datación del carbono 14, el profesor Henri Aubert. Usted estuvo en París con el profesor Aubert. Le dijo, estoy seguro, que el descubrimiento que él autentificó lo ayudó a recobrar la fe, el sentido humanitario, el deseo de darle a su esposa, el hijo que ella siempre había deseado, ¿no es verdad? Le platicó que ella esperaba un hijo de él, ¿no es verdad? Pues le mintió. El profesor Aubert le mintió. Él es físicamente incapaz de darle un hijo a su esposa. ¿Por qué? Porque hace años se sometió a una vasectomía. Estando en favor del control natal, prefirió que un cirujano lo esterilizara, cortándole y ligándole el conducto deferente que lleva el esperma de los testículos a las vesículas seminales para la procreación. No se puede confiar en el profesor Aubert. Lo ha engañado. Él no puede darle un hijo a su mujer.

– ¡Claro que puede! -exclamó Randall-. Yo conocí a la señora Aubert. La vi. Está embarazada.

Una vez más, la sonrisa de De Vroome era indulgente.

– Señor Randall, yo no dije que la señora Aubert no pudiera estar embarazada. Lo que dije es que no pudo haberla preñado el profesor Aubert. ¿Que está embarazada? Claro que lo está, pero el padre de la criatura es el señor Fontaine, su amante… sí, el inmaculado editor francés de Biblias. El profesor Aubert, obviamente, ha hecho la vista gorda. Y no porque desee un hijo o porque quiera conservar a su esposa, sino porque no desea que haya escándalo ahora que él y un colega suyo han sido nominados para el Premio Nobel de química por un descubrimiento que nada tiene que ver con el carbono y que han estado desarrollando durante muchos años. El profesor Aubert antepone los honores al orgullo… y a la veracidad. Realmente, no esperará usted que yo confíe en la palabra de un hombre como ése, ¿verdad?