– Gracias, dominee.
Randall se había dado la vuelta para marcharse, cuando nuevamente oyó hablar a De Vroome.
– Señor Randall, un último consejo.
Ya en la puerta, Randall se giró y vio que el dominee De Vroome había soltado el gato y se hallaba de pie, con Plummer parado a su lado.
– Una advertencia para usted y sus colegas -De Vroome desdobló un pedazo de papel-. No pierdan el tiempo con trucos tontos e infantiles para hacerme caer en trampas -levantó una hoja de papel azul-. Me refiero a este memorándum, supuestamente confidencial, que usted hizo circular entre sus colaboradores y asesores el día de hoy, ya tarde.
Randall tragó saliva y esperó.
– Usted fingió que se trataba de un comunicado serio acerca de sus planes promocionales -continuó De Vroome-. Pero, obviamente, estaba poniendo a prueba a su personal, para averiguar si alguno de ellos era desleal y nos estaba pasando los detalles de su organización. La esperanza de usted era que si yo veía el memorándum (y lo he visto), tomaría medidas para hacerlo público, anticipándome y combatiéndolo para que, de alguna manera, usted descubriera por dónde se estaba violando su seguridad y Heldering supiera a quién tendría que eliminar para tapar el agujero. Pero usted cometió un error (dos, en realidad) puesto que es sólo un principiante en teología y, por consecuencia, sus conocimientos de Nuevo Testamento son erróneos. El contenido de su memorándum implica una imposibilidad tan palpable que cualquier erudito consciente… uno que esté profundamente enterado de los evangelios, de los conocimientos cristianos, como yo lo estoy… detectaría ese disparate de inmediato; ni por un momento lo aceptaría como un hecho, ni mucho menos lo publicaría para caer en esa ridícula trampa. No vuelva a tratar de jugar conmigo. Y, si resultara necesario, mejor deje que sus expertos se hagan cargo de esos juegos.
Randall sintió que la sangre se le subía a la cabeza. De Vroome no había detectado la verdadera trampa. Todavía existía una posibilidad.
– No tengo la menor idea de lo que me está hablando…
– ¿No la tiene? Permítame ser más explícito -De Vroome contempló el papel azul-. Veamos qué es lo que usted escribió. «Confidencial. Se ha decidido que al anuncio de nuestra publicación en el palacio real (día dedicado a la gloria de Jesucristo) le seguirán doce días consecutivos dedicados a los doce discípulos que el Nuevo Testamento menciona por su nombre.» Luego menciona usted a los doce discípulos, incluyendo a Judas Iscariote -De Vroome sacudió la cabeza. Nerviosamente, Randall esperó a que el dominee continuara hasta leer la última frase, la oración que mencionaba el nombre clave que denunciaría al traidor de Resurrección Dos. Pero De Vroome suspendió la lectura. Bajó la hoja de papel que tenía en la mano y volvió a menear la cabeza-. Tonterías.
Randall fingió perplejidad.
– Simplemente no comprendo…
– ¿Su estupidez? ¿Esperaba usted que alguien creyera que estaba hablando en serio de una promoción que celebrara una nueva Biblia dedicando doce días a doce discípulos, incluyendo a Judas Iscariote? ¿Judas… el sinónimo histórico de la deslealtad, el traidor de Cristo?
Randall sintió un sobresalto. Eso sí que había sido una tontería. No había discutido el nombre de cada discípulo con los editores. Él los había averiguado por sí mismo y había dictado el maldito memorándum con demasiada premura, habiéndolo distribuido sin molestarse en que ninguno de los expertos lo revisara.
– Y su segundo error -prosiguió De Vroome- radicó en afirmar que el Nuevo Testamento menciona a doce discípulos por su nombre, cuando cualquier teólogo (si estuviera atento) sabría que menciona a trece. Porque después de que Judas lo traicionó, Cristo lo reemplazó por Matías, el décimo-tercero de los discípulos. Si el mensaje hubiera citado que Cristo tenía trece apóstoles y hubiera sugerido dedicar doce días de promoción a sólo doce de ellos, sustituyendo a Matías por Judas, quizá me hubiera engañado y su truco habría funcionado. Pero esto… -manoteó la hoja azul con desdén- esta clase de juegos de niños no lo llevará a ninguna parte -De Vroome sonrió-. No nos subestime. Respétenos, y al final estará con nosotros.
Ansiosamente, Randall echó un vistazo a la hoja de papel azul. La última oración. Tenía que ver la última oración. Su corazón palpitaba exageradamente. Sentía que sus latidos se oían por todo el cuarto. Desesperadamente, trató de pensar en algo, cualquier cosa que hiciera que De Vroome le revelara la última oración.
– Dominee -dijo Randall, tratando de controlar su voz-, le agradezco su pequeña disertación sobre relaciones públicas y erudición, pero me temo que no comprendo. Yo no escribí ese mensaje.
El reverendo De Vroome resopló impacientemente.
– Usted es obstinado. Todavía le gusta jugar. ¿Reconocería su propia firma?
– Por supuesto.
– ¿Es ésta su firma o no?
De Vroome arrojó el memorándum azul por encima del escritorio en dirección a Randall.
Pudiendo apenas atravesar la habitación y sintiendo que las piernas le temblaban, Randall se acercó al escritorio.
Miró fijamente el memorándum. La última oración, arriba de su firma, le saltó a los ojos.
El primero de los doce días será dedicado al discípulo Mateo.
Mateo.
Randall levantó la cabeza, tratando de ocultar el triunfo que sentía incrementarse en su pecho. Hizo un esfuerzo por aparentar una expresión avergonzada de disculpa.
– Usted gana, dominee -le dijo-. Sí, ésa es mi firma. Me había olvidado por completo de que ese mensaje debía despacharse hoy mismo.
El dominee De Vroome asintió con la cabeza, satisfecho, recogiendo el memorándum y doblándolo lentamente.
– Olvídese de lo que quiera, excepto de una cosa. Nosotros sabremos cualquier cosa que sea necesario saber acerca de la nueva Biblia antes de que ustedes hipnoticen al público. Prepararemos a la gente para que resista un ataque y lo rechace. Pero si usted desea estar del lado victorioso, regresará aquí y trabajará con nosotros hombro con hombro… Ahora, el señor Plummer lo llevará a su hotel.
– Gracias, pero preferiría tomar un poco de aire fresco -dijo Randall rápidamente.
– Muy bien.
De Vroome condujo a Randall hacia la puerta y, sin decir palabra, lo despachó.
Minutos después, habiendo dejado atrás la casa del guardián y la pomposa iglesia, Randall caminó entre las sombras de los frondosos árboles que rodeaban el Westermarkt, y se dirigió hacia el farol más cercano de la desierta plaza.
Un nombre, sólo uno, resonaba en sus oídos, haciendo eco, una y otra vez, en su cerebro.
Mateo.
En ese momento no tenía la paciencia para buscar un taxi. Era la hora de la verdad. Sólo uno de los doce que habían recibido el memorándum que él había enviado esa tarde llevaba el nombre clave de Mateo.
¿Quién había recibido la nota con el incriminante nombre de Mateo?
¿Quién?
Bajo la luz amarillenta de un farol, Randall buscó a tientas, en el bolsillo interior de su chaqueta, la lista de los doce discípulos y las doce personas del proyecto cuyos nombres hacían juego.
Tenía la lista. La abrió. Y sus ojos la recorrieron.
Discípulo Andrés – doctor Bernard Jeffries.
Discípulo Tomás – reverendo Zachery.
Discípulo Simón – doctor Gerhard Trautmann.
Discípulo Juan – monseñor Riccardi.
Discípulo Felipe – Helen de Boer.
Discípulo Bartolomé – señor Groat.
Discípulo Judas – Albert Kremer.
Discípulo Mateo -
Discípulo Mateo.
El nombre que estaba frente al de Mateo era el nombre de Ángela Monti.