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Pero su padre tenía los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo, y había una infinita quietud en él.

Aun antes de tocar la mano del reverendo y tomarle el pulso, Randall tuvo la premonición de que su padre había muerto. Se acercó más al inmóvil anciano y lo creyó imposible. Su padre no parecía estar muerto. La dulce sonrisa que había en el reposado rostro era tan viva como siempre.

Randall atrajo hacia sí el cuerpo inerte, lo tomó en sus brazos y apoyó la vieja cabeza gris contra su pecho:

– No, papá -musitó-, no te vayas. No me dejes.

Meció a su padre en los brazos, y la voz de su infancia surgió implorante desde el pasado.

– Quédate, papá, por favor. No puedes dejarme solo.

Apretó más y más a su padre, estrechándolo contra sí, rehusándose a aceptar el hecho, tratando de mantenerlo con vida.

El anciano no podía estar muerto; sencillamente no era posible. Al cabo de un rato, Randall comprendió que no lo estaba, que nunca lo estaría. Y entonces, por fin, lo soltó.

Los servicios fúnebres habían terminado en la capilla, y los últimos de los innumerables dolientes habían desfilado junto al féretro abierto y se estaban reuniendo afuera, en la nieve. Randall sostenía a su madre y la apartaba del ataúd, y ya en la puerta se la confió a Clare y al tío Herman.

La besó en la frente.

– Todo estará bien, mamá. Él está en paz.

Se quedó allí un momento, viendo cómo se la llevaban afuera, donde ya esperaban Judy, Ed Period y Tom Carey más allá de la carroza fúnebre.

A solas en la capilla, Randall miró en torno al santuario de la última despedida. Se sentía desamparado. Las filas de asientos estaban ahora vacías, el atril del ministro abandonado, el órgano callado, la sala familiar desocupada. Pero en su corazón retumbaban todavía ecos del servicio religioso. Oía el himno inicial: «Dios de Gracia, Dios de Gloria.» Oía a Tom Carey leyendo: «Y dijo Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida; aquel que crea en mí, aunque muriere, vivirá; y quienquiera que vive y cree en mí, nunca morirá."» Oía a todos los presentes entonando a coro el Gloria Patri: «Gloria al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo; como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.»

Sus ojos se posaron en el féretro abierto que estaba delante de los arreglos florales.

Casi involuntariamente, como si estuviera hipnotizado, se acercó al ataúd y se detuvo frente a él, mirando fijamente los restos mortales de su padre, el reverendo Nathan Randall, que yacía en su sueño final.

Randall pensó: «Uno no puede ser hombre mientras su padre no haya muerto.» ¿Quién fue el que había dicho eso? Lo recordó: lo había dicho Freud.

Uno no puede ser hombre mientras su padre no haya muerto. Miró fijamente hacia el interior de la caja. Su padre había muerto, definitivamente, pero él para nada se sentía hombre, sólo se sentía hijo, el hijo que había sido un muchacho; un muchachito perdido.

Luchó contra ese sentimiento, recordando que él era un hombre, pero a pesar de ello le brotaron las lágrimas, y sintió el sabor de la salada humedad en la boca y una sequedad abrasadora y sofocante en los pulmones… y comenzó a sollozar inconteniblemente.

Después de algunos largos minutos, los sollozos fueron disminuyendo y finalmente cesaron, y Randall se secó los ojos. Él no era un muchacho, y lo sabía; le gustara o no, era en efecto un hombre, y sin embargo, inexplicablemente, se sentía saturado del mismo calor de esperanza y fe y seguridad que había conocido cuando era un chiquito extraño, hacía ya mucho tiempo.

Una última mirada. «Descansa en paz, papá, descansa allá arriba, en tu cielo de la mente y el espíritu y el alma, con Dios y el Jesucristo que acabas de ver y a quien conoces tan bien. Te dejo, papá, pero no te dejo solo, mientras llega el día en que todos estemos juntos nuevamente.»

Luego, pasado un momento, sintiendo sólo un poco de miedo, Randall se alejó del féretro para unirse a los demás.

La hora siguiente, en el cementerio, la vivió completamente aturdido. Junto a la fosa, de pie frente al ataúd cerrado y a un lado del montón de tierra, rezó una oración por su difunto progenitor.

«Padre de infinita misericordia, de ojos que ven y oídos que oyen, escucha, ¡oh!, mi oración por Nathan, el anciano, y envía a Miguel, el jefe de los ángeles, y a Gabriel, tu mensajero de luz, y a tus ejércitos de ángeles, para que puedan marchar con el alma de mi padre, Nathan, hasta llevarla a Ti que estás en las alturas.»

No fue sino hasta que habían salido del cementerio en las dos limusinas, de vuelta a casa para recibir a los amigos y familiares que irían a darles el pésame, que Randall recordó sobresaltado la oración al pie de la tumba, dándose cuenta de su origen.

Era la oración que rezó Jesús junto a la tumba de Su padre, José, contenida en el Evangelio según Santiago.

Era una oración que narraba Santiago el Justo o Robert Lebrun.

Pero a Randall, por alguna razón, ya no le importaba maldita la cosa. Esas palabras reconfortarían a su padre en su última jornada, y cualquiera que fuera su origen, eran sagradas para él.

Se le había aclarado la cabeza y la sensación de constricción había desaparecido. A ochocientos metros de la casa, Randall le pidió al chófer del auto fúnebre que se detuviera y lo dejara bajar.

– No te preocupes, mamá -dijo-. Sólo quiero un poco de aire. Me reuniré con Clare, con Judy y contigo dentro de unos cuantos minutos. Yo estaré bien. Vosotros cuidaros.

Esperó en la acera hasta que la limusina se perdió de vista, y luego, esquivando a un jovenzuelo que se le venía encima en un trineo, Randall se quitó los guantes, metió las manos en los bolsillos de su abrigo y empezó a caminar.

Cinco manzanas después, al asomar la casa gris de madera y estuco, la nieve comenzó a caer de nuevo; copos ligeros y delgados que ondeaban descendían suavemente, refrescándole las mejillas y celebrando la vida.

Cuando llegó al emblanquecido jardín delantero, Randall se sintió repuesto y listo para reingresar a la comunidad de los hombres. Había algunos asuntos pendientes de concluir en este año que aún no terminaba, y era necesario concluirlos. Se dirigió hacia la entrada de la casa, advirtiendo que las luces de la sala estaban encendidas y que había docenas de visitantes rodeando a su madre y a Clare. Ed Period estaba sirviendo ponche y el tío Herman circulaba con una bandeja de sándwiches, y comprendió que su madre estaría bien. En breve iría con ella. Pero primero, como un hijo que se había convertido en hombre, tendría que arreglar sus asuntos.

Se desvió de la entrada, dirigiéndose hacia la acera que corría a un lado de la casa hasta la puerta trasera. Apresurando el paso, llegó, entró en la cocina y subió a los dormitorios por la escalera de atrás.

Encontró a Wanda en el cuarto de huéspedes, terminando de empacar sus cosas en la pequeña maleta. Randall le había telefoneado ayer a Nueva York para avisarle lo sucedido y para decirle que no estaría de vuelta en la oficina sino hasta el día siguiente al Año Nuevo. Y ella simplemente se había presentado en Oak City anoche, no como su secretaria, sino como su amiga, para estar cerca de él y ayudarle en todo lo que pudiera. Ahora se preparaba para irse.

Randall se le acercó por detrás, le dio la vuelta, la abrazó y la besó en la mejilla.

– Gracias, Wanda. Gracias por todo.

Ello lo apartó y lo examinó preocupada.

– ¿Estarás bien? Pedí un taxi para ir al aeropuerto, pero puedo quedarme más tiempo, si tú me necesitas.

– Te necesito en Nueva York, Wanda. Hay algunas cosas que quiero que hagas allí. Las quiero resueltas antes de Año Nuevo.

– Mañana estaré en la oficina. ¿Quieres que las anote?

Él sonrió ligeramente.

– Creo que las recordarás. En primer lugar, ¿recuerdas el libro que te dije que había escrito en Vermont, el que guardé en la caja fuerte?